Muchos
de mis amigos y familiares se deprimieron después de la victoria electoral de
Hugo Chávez el pasado 7 de octubre. Mi entorno era casi de luto. Yo había
tomado las previsiones al respecto (pues había pronosticado que Chávez
ganaría), y durante ese luto, decidí sumergirme en la lectura de alguna novela.
No suelo leer ficción, pero el momento era propicio. Opté por leer Historia de dos ciudades, de Charles
Dickens. Creo que fue una excelente selección, en vista del momento histórico
por el cual atraviesa mi país.
La
novela, publicada en 1859, es quizás la obra maestra de Dickens. Narra la
historia de Charles Darnay, un noble francés que, asqueado de la vida
aristocrática, decide abrir un nuevo camino en Londres. La revolución francesa
estalla en 1789, y Darnay siente el deber moral de regresar a su país, para
intentar salvar a un fiel sirviente, cuya vida está amenazada por las hordas
revolucionarias. No obstante, a su regreso, Darmay es apresado por las hordas
revolucionarias e injustamente lo condenan a muerte. Pero, gracias a la acción
salvífica de Sydney Carton, un antiguo rival en el amor que físicamente se
parece mucho a él, Darnay se salva, pero Carton muere en la guillotina.
Historia de dos ciudades es una
elocuente advertencia sobre los peligros de las injusticias sociales, pero
también una advertencia sobre el descontrol de las revoluciones populares. Como
en casi toda la obra de Dickens, hay buenos y malos, pero el mismo novelista
tiene la suficiente perspicacia como para ofrecernos las razones más profundas
que subyacen tras los rasgos de cada personaje. Difícilmente alguien podrá
acusar a Dickens de despreciar a los oprimidos, pues fue el mismo Dickens quien
muchas veces jugó con el sentimentalismo a la hora de abordar los complejos
problemas sociales. Pero, tampoco Dickens se deja contagiar por la ola
revolucionaria, y es probablemente éste el aspecto que más me atrae de su obra.
No
presumo que las situaciones narradas en Historia
de dos ciudades ocurran tal cual en Venezuela bajo la auto-proclamada
‘revolución bolivariana’, pero sí me parece prudente tenerlas en consideración,
a fin de evitar que algún día los venezolanos tengamos que vivir aquello que
Dickens describe.
Una de
las escenas que más me ha impactado de Historia
de dos ciudades ocurre cuando, en los meses previos a la revolución
francesa, el carruaje del marqués de Evremonde, transcurriendo a toda velocidad
por las calles de París, mata a un niño. El marqués se preocupa más por sus
caballos que por el niño muerto, y para solventar la situación, arroja una
moneda de oro a la muchedumbre conglomerada, no sin antes reprochar a los
pobres por su falta de cuidado con sus propios niños.
En la IV
República en Venezuela, escenas como éstas fueron sumamente comunes: burgueses
en sus carros corrían a toda velocidad, llevándose por delante a quien sea, sin
la menor contemplación por el sufrimiento causado. Sé de muchos casos de
conductores irresponsables que han arrollado niños, y sencillamente se han dado
a la fuga. Por supuesto, estas escenas siguen repitiéndose en la V República,
si acaso incluso con más frecuencia. Hoy es común ver motorizados privados que
detienen el tráfico para que sus patrones pasen en sus carros blindados a toda
velocidad, en sumo desprecio por el resto de los ciudadanos.
Más
adelante en la historia, Dickens narra que, muchos años antes de la revolución,
el marqués de Evremonde y su hermano habían violado a una muchacha humilde, y
habían apuñaleado al hermano de ésta. Un médico que atendió a la muchacha, el
doctor Manette, intentó denunciarlos, pero los hermanos Evremonde movieron sus
influencias políticas para arrojar a Manette en la Bastilla, donde estuvo preso
por dieciocho años. De nuevo, esto me resulta familiar. Historias como éstas
fueron comunes en la Venezuela anterior a Chávez. Los amos del valle hacían y
deshacían a su antojo, y la impunidad frente a la aristocracia fue notoria.
Éstas y
otras indignaciones, van acumulando el resentimiento del pueblo parisino en Historia de dos ciudades, hasta que, por
supuesto, finalmente llega la revolución en 1789. Pero, en los términos en los
que Dickens describe la situación, no es nada por lo cual valga la pena
entusiasmarse. En los meses previos a la revolución, el señor Defarge, un dueño
de una pequeña taberna, ha estado incitando el odio en las masas mediante su
habilidosa retórica. Defarge logra conglomerar a las masas, no tanto con el
contenido de su mensaje, sino regalando vino a la muchedumbre. La gente del
barrio toma cualquier objeto que sirva como vaso, y recibe vino gratis,
mientras Defarge les alienta el rencor a la aristocracia. En efecto, así lo
logra, al punto de que Gaspard, el padre del niño muerto por el carruaje del
marqués, incluso antes de la muerte de su hijo, moja sus dedos en el vino gratis,
y escribe “¡Sangre!” en la pared de la taberna.
Insisto,
no presumo que esto ocurra tal cual en la revolución bolivariana, pero sí se conservan
algunas semejanzas. Políticos del PSUV, y más comúnmente, grupos radicalizados
(como ‘La piedrita’ y ‘Alexis vive’) llegan a los barrios regalando comida, y a
cambio, inyectan una retórica sumamente inflamatoria y violenta en las masas. No
se escribe “¡Sangre!” en las paredes, pero sí “Con Chávez todo, sin Chávez
plomo”.
Cuando
finalmente llega la revolución en 1789, es un festín de sangre. La muchedumbre
arrasa con todo. Profanan un funeral. Decapitan gente espontáneamente. Linchan
a un aristócrata, lo cuelgan de un árbol, y le colocan pasto en la boca, pues
en vida había sugerido que una comida apropiada para los pobres es el pasto. Cantan
y bailan la Carmañola, una canción que se burla de las víctimas de los
linchamientos, y justifica su desgracia.
Durante
los primeros años de la revolución francesa, se da una forma de auténtico
‘poder popular’. Las masas gobiernan, y aquellos organismos que pretenden
representar a las masas, no tienen el suficiente coraje como para ponerle freno
a los abusos de la aclamación popular. Así, se forman tribunales monstruosos. Se
acusa a los aristócratas que emigraron a otros países, y si alguno acaso ha
regresado, es condenado a muerte. Cuando Darnay regresa a París, es apresado
bajo estos cargos. Sólo gracias a la mediación de su suegro frente a la
muchedumbre, el doctor Manette (quien tiene las simpatías de la muchedumbre
porque él mismo fue prisionero en la Bastilla), Darnay logra ser liberado.
Pero, la
fortuna de Darnay pronto se revierte, y es apresado nuevamente. Pues, Darnay
era en realidad sobrino del marqués de Evremonde, y los comités
revolucionarios, aupados por las masas, han decretado que el castigo no sólo se
limita a los aristócratas criminales, sino que se extiende a sus parientes. El
ser pariente de un aristócrata irresponsable es en sí mismo un crimen. Darnay
trató de zafarse de su entorno aristócrata irresponsable, pero ni siquiera esto
lo salva. Una revolucionaria, la señora Defarge, planifica una trampa en contra
de la esposa de Darnay: si logra que la esposa de Darnay muestre simpatía por
su esposo y reproche públicamente a la revolución, logrará que la esposa de
Darnay sea condenada a muerte, pues el mero hecho de expresar descontento con
la revolución es suficiente para una condena a muerte.
De
nuevo, nada de esto ocurre nítidamente en Venezuela, pero hay signos que
deberían activar la cautela. El gobierno revolucionario ha sido relativamente
eficaz en controlar a las masas, pero de vez en cuando se oyen noticias de
hordas que atacan violentamente propiedades. Y, por supuesto, es notoria la
existencia de grupos de choque (los infames ‘círculos bolivarianos’), que, en
ocasiones, actúan de forma similar a las masas descritas por Dickens.
Si bien no se ha
materializado, hay propuestas de trasladar poderes públicos a los llamados ‘consejos
comunales’, al punto de que podrían administrar justicia, de forma afín a los comités
revolucionarios controlados por las masas, descritos en Historia de dos ciudades. En Venezuela, aún no hay presos por el
mero hecho de haber emigrado a otro país, o sencillamente por ser familia de un
aristócrata criminal. Pero, los líderes de la revolución sí alimentan someramente
ideas similares en las masas. Se está formando un odio popular en contra de
aquellos venezolanos que optaron por migrar a países del Primer Mundo, a
quienes se les reprocha de ‘apátridas’. Y, en oposición a la más elemental
noción liberal de individualismo, desde hace varios años ha habido una
tendencia a juzgar a los personajes públicos, no por sus propios méritos, sino
por aquello que sus parientes han hecho o dejado de hacer. Es común acusar a líderes
opositores como Henrique Capriles o Leopoldo López, no por alguna falta
cometida, sino por el mero hecho de que sus familias han sido aristocráticas.
Y, por supuesto,
nadie ha sido condenado a muerte por expresar descontento con la revolución. Pero,
sí se niegan cargos públicos a quien no apoye al gobierno de Chávez, y los
medios de comunicación del Estado no ofrecen la menor oportunidad para expresar
algún descontento con la gestión pública.
Quizás el personaje
más perturbador de toda la novela es la señora Defarge, esposa del dueño de la
taberna. Con firme determinación, sin mayor expresión emocional, Defarge planifica
pacientemente la venganza popular en contra de los aristócratas. Ella se
encarga de manipular situaciones a fin de enardecer a las masas, y lograr que éstas
aclamen la ejecución de personajes que a ella le desagradan. La señora Defarge
tiene un pasatiempo: a lo largo de la novela, teje bordados con los nombres de
las personas que, a su juicio, deben morir. Entre estos nombres, por supuesto,
está no sólo el del marqués de Evremonde, sino también el de Darnay, su esposa
y su hijita.
Dickens siempre manejó
muy bien la alegoría como recurso literario, y es fácil ver en la señora
Defarge una recapitulación de las moiras, las diosas griegas que determinaban
la duración de la vida de los mortales, tejiendo y cortando un hilo que
representaba la vida de las personas. Pero, yo prefiero interpretar a la señora
Defarge como la representación del aspecto más repugnante de los movimientos
revolucionarios.
Defarge representa
el odio, la envidia, el resentimiento, la destrucción. En ella no hay la noble
intención de crear una sociedad más justa y equilibrada, en beneficio de todos.
No le importa tanto que los pobres coman, sino que los ricos mueran. Su
determinación es vengar el pasado, y que corra sangre. A la señora Defarge la
acompaña otra mujer con el apodo ‘La venganza’, quien, con menor protagonismo,
pero igual determinación, se plantea el objetivo de enardecer a las masas para
hacer que la sangre aristócrata sea derramada.
En estos
personajes, me resulta inevitable encontrar una resonancia con Iris Varela y la
difunta Lina Ron. Ambas tuvieron la determinación de hacer caer a enemigos
personales que, en su mayoría, procedían de clases más acomodadas. Lina Ron fue
quizás un poco más constructiva en su organización de barriadas, pero el mismo
presidente Chávez se dio cuenta de que era una mujer peligrosa, y la apartó del
protagonismo político. Iris Varela, la ‘comandante fosforito’, es una mujer
inepta para el gobierno (su gestión como ministra de asuntos penitenciarios ha
sido nefasta), pero eficaz en la conducción de las masas para amedrentar a
quienes se opongan al gobierno de Chávez.
Varios críticos
literarios han acusado de misoginia a Dickens, pues su mujer ideal es la sumisa
Lucie Manette (la esposa de Darnay), mientras que mujeres determinadas y
resueltas, como la señora Defarge, son las villanas. Quizás, el hecho de que
Iris Varela y Lina Ron sean mujeres, también contribuye a su imagen de personas
histéricas cuyo único talento es manipular a las masas. Pero, más allá de esta
hipotética misoginia a la hora de juzgar a las mujeres líderes de la revolución,
persiste el hecho de que, con el fervor popular, surgen líderes que fácilmente
inyectan resentimiento en la gente, todo con fines destructivos.
En todo caso,
Dickens es un novelista bastante complejo, y como es de esperar, el contraste
entre buenos y malos no es nítido. A lo largo de la novela, la señora Defarge
aparece como un personaje monstruoso. Pero, hacia el final, Dickens revela sus
razones: ella era la hermanita de la muchacha abusada por el marqués de
Evremonde, y vivió con esa herida emocional toda su vida. Su actitud violenta
es reprochable, pero comprensible. Quizás también los líderes revolucionarios
violentos de Venezuela atravesaron alguna experiencia traumática en el pasado y
eso explica su odio actual. El periodista Gustavo Azócar, de forma un tanto
irresponsable, trató de arrojar una hipótesis parecida para explicar el
resentimiento de Iris Varela, pero que nada tiene que ver con la opresión
social, sino con meras circunstancias de dolor personal.
Pero, la narrativa
de Dickens claramente no se limita a explorar por qué la señora Defarge es tan
brutal. Su ambición es mayor. La historia de la señora Defarge es apenas una
alegoría de cómo las injusticias del pasado alimentan los odios de hoy. Un
considerable sector de la oposición venezolana hoy testarudamente se niega a
aceptar que en la IV República, había una injusticia social galopante. Dickens,
en cambio, narra con doloroso detalle todas las humillaciones a las que fue
sometido el pueblo francés en los años previos a la revolución. Pero, cuando la
tortilla de voltea, y empieza a correr la sangre, Dickens se lamenta, e implícitamente
llega a considerar que incluso eran preferibles los tiempos antes de la
revolución.
En
buena medida, Historia de dos ciudades fue
una advertencia que Dickens lanzó a la sociedad inglesa victoriana para la cual
escribía. Si no se corregía la terrible injusticia social de aquella época, se
corría el riesgo de que en Londres se repitiesen los terribles acontecimientos
que Dickens narraba en París algunas décadas atrás.
Pues bien, me
parece que Historia de dos ciudades sirve
como doble advertencia a los venezolanos. En primer lugar, aquellos que se
oponen a Hugo Chávez, deben tomar conciencia de que es necesario un cambio en
la distribución de la riqueza y los privilegios, pues sólo de esa forma se podrá
evitar que este país se convierta en la caótica sociedad descrita por Dickens. Al
mismo tiempo, aquellos que apoyan a Chávez, deben tomar conciencia de que las
revoluciones frecuentemente son remedios peores que la enfermedad, y que el ‘poder
popular’ fácilmente conduce al gobierno de las masas, tribunales populares, y
condenas a muerte. La sociedad inglesa eventualmente tomó en serio la
advertencia de Dickens, y con medidas correctivas y preventivas, logró impedir
una revolución sangrienta hasta el día de hoy. Ahora es nuestro turno de tomar
en serio a Dickens.
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