domingo, 28 de octubre de 2012

¿La tierra es de quien la trabaja?



            En un acto de admirable valentía, en una ocasión la diputada venezolana María Corina Machado interrumpió un discurso de más de ocho horas dictado por el presidente Hugo Chávez. Machado trató de refutar muchos de los supuestos logros que Chávez cacareaba sobre su gobierno, y dirigió la atención al problema de las expropiaciones de tierras y empresas, señalando que “expropiar es robar” (acá).
            Chávez, siempre habilidoso, en aquella ocasión trató de aclarar que las expropiaciones no son un robo, pues están contempladas en la ley. En efecto, casi todas las legislaciones del mundo prevén las expropiaciones, y para ello, deben cumplirse dos requisitos fundamentales: que el bien expropiado sea de “utilidad pública”, y que haya una justa compensación.
            La frase “utilidad pública” siempre debe generar preocupación, y debe ser tomada con mucha cautela. La invocación de la “utilidad pública” ha abierto el camino para que gobiernos colectivistas cometan toda clase de abusos, y pisoteen las libertades y derechos individuales (por ejemplo, en la última década, el gobierno de los EE.UU. ha empleado el razonamiento de la “utilidad pública” para justificar las torturas). Pero, por supuesto, para vivir en comunidad, en ocasiones sí es necesario invocar la utilidad pública y expropiar algún bien de propiedad privada.
            Machado estaba equivocada cuando señalaba que las expropiaciones son un robo. Pero, al menos como ocurren en Venezuela, de facto, sí lo son. Pues, el otro requisito para la legitimidad de las expropiaciones, la justa compensación, no se cumple. Y, así, el gobierno expropia de iure, pero confisca de facto. En Venezuela, ha habido una ola de confiscaciones de facto, y los derechos de propiedad de muchísimos empresarios y terratenientes han sido violentados.
            Pero, por supuesto, nada de esto es nuevo en América Latina. Tan pronto como surgieron las nuevas naciones latinoamericanas, hubo desde el inicio disputas (muchas de ellas sangrientas) en torno al reparto de las tierras. Las élites criollas, descendientes de los conquistadores y colonizadores, expulsaron a los funcionarios y administradores de la Corona, y así aseguraron la propiedad de las tierras. Desde entonces, las masas campesinas (en su mayoría mestizas e indígenas), han luchado por la adquisición de esas tierras.
            En casi todos los países de América Latina, ha habido intentos de reforma agraria. Básicamente, esta reforma consiste en repartir la tierra a los sectores más desposeídos, y por supuesto, arrebatárselas (en algunas ocasiones con compensación, en otras no) a los terratenientes. Los argumentos para defender estas reformas reposan, por regla general, sobre la justicia social. Pero, tradicionalmente, estos argumentos son muy vagos y difusos.
            Recientemente, ha prosperado la idea de que los legítimos propietarios de las tierras son los indígenas, pues ellos son los descendientes de quienes primero llegaron a este continente. Este argumento es bastante débil, pues no es del todo claro que el haber llegado primero a un territorio sea suficiente mérito como para acreditar a alguien como propietario. El derecho a la propiedad debe reposar sobre algo añadido.
           Y, quizás por ello, tradicionalmente el argumento de que los indígenas son los legítimos propietarios de la tierra porque llegaron primero, no ha sido empleado con frecuencia en las reformas agrarias. Mucho más común es la evocación de la justicia social a partir del trabajo. El campesino, con su trabajo, produce los frutos de la tierra, pero no se queda con ellos, precisamente porque la tierra no es su propiedad. La reforma agraria pretendía dar al campesino aquello que, con su trabajo, habría hecho propio. Y, así, se pretendía eliminar la relación de explotación entre el patrón y el campesino. Esto fue respaldado por la consigna del revolucionario mexicano Emiliano Zapata: “la tierra es de quien la trabaja”.
            Curiosamente, la frase popularizada por Zapata es en realidad una reafirmación de la doctrina de John Locke, uno de los padres intelectuales del liberalismo. Locke, un defensor a ultranza de la propiedad privada, sostenía que, a partir del derecho natural, es legítimo que una persona sea acreditada como propietario de un bien, siempre y cuando ese bien proceda de una ‘mezcla’ del trabajo con el recurso natural, y además, se permita que las demás personas tengan acceso a recursos naturales del mismo tipo. Bajo este razonamiento, el campesino eventualmente debería ser el propietario de la tierra, pues él mismo es quien la ha trabajado (todo esto, por supuesto, asume que el patrón no ha contribuido nada al desarrollo de la producción, cuestión que en muchos casos es muy debatible).
            Pero, en fechas más recientes, en Venezuela y otros países, los intentos de reforma agraria han dado otro giro a este razonamiento. El motivo por el cual se expropia una tierra ya no es porque el campesino que la trabaja es explotado, sino sencillamente porque son terrenos baldíos. Y, puesto que hay mucha gente sin tierra, pero deseosa de trabajarla, es legítimo despojar al propietario, para dársela a quien sí está dispuesto a trabajarla. En Venezuela, ha habido plenitud de ‘invasores’ (así son llamados) de tierras que, tras un tiempo de ocupación (y en algunos casos, trabajo), esperan que el gobierno despoje de esas tierras a sus antiguos propietarios, y se las otorgue a los nuevos ocupante
Es bastante ilustrativo que estas personas sean llamadas ‘invasores’. Pues, una vez más, un argumento similar fue invocado por John Locke para justificar, ya no solamente el derecho a la propiedad privada, sino también el imperialismo inglés y las guerras de conquista e invasión en América. A juicio de Locke, los indígenas de Norteamérica no merecían las tierras en las cuales vivían, pues no las habían trabajado. En este dato concreto, Locke no estaba muy equivocado: efectivamente, buena parte de las tribus norteamericanas era, o bien cazadores y recolectores, o a lo sumo, horticultores, pero muy pocos eran agricultores con técnicas lo suficientemente eficientes como para sacar óptimo provecho a los recursos naturales. A partir de este dato, Locke sostenía que, si llegaban invasores ingleses dispuestos a trabajar la tierra, entonces podrían despojar a los indígenas de su propiedad, y los ingleses se convertirían así en los legítimos nuevos propietarios.
Comprensiblemente, este argumento ha sido criticado como una monstruosa justificación de la depredación colonialista occidental. Los críticos izquierdistas del imperialismo reprochan a Locke ser uno de los intelectuales que trató de justificar lo injustificable. Pero, como suele ocurrir en las discusiones políticas, ha terminado por resultar sumamente irónico que, el mismo argumento que ha sido duramente criticado por la izquierda postcolonial, ha servido también para que la izquierda lo utilice a favor de las expropiaciones de los terratenientes.
Es urgente apreciar que, una vez más, este argumento es una variante de la consigna “la tierra es de quien la trabaja”. Hoy, en Venezuela se incentivan las ‘invasiones’ a fundos, bajo la premisa de que esos terrenos son baldíos, y no es justo que alguien sea propietario de un terreno no trabajado, mientras hay muchísima gente sin tierra dispuesta a trabajar. Pero, exactamente lo mismo argumentaron los colonialistas ingleses del siglo XVII: es justo invadir Norteamérica, pues sus habitantes tienen terrenos no laborados, mientras que Europa ya está hacinada, y no es justo que haya indígenas ocupando tierras sin trabajar, y europeos hacinados dispuestos a laborar nuevas tierras.
La izquierda debe tener sumo cuidado a la hora de invocar argumentos demagógicos, pues sin percatarse, muchos de estos argumentos han sido frecuentemente empleados en el pasado por aquellos que hoy serían tradicionalmente considerados representantes del colonialismo. Obviamente, se necesitan revisar muchos títulos de propiedad en América Latina, y quizás, sea necesario relanzar una reforma agraria. Pero, es necesario hacerlo con sumo orden y cuidado, y con argumentos más refinados. Pues, de lo contrario, se corre el riesgo de incentivar el mismo caos de invasiones que caracterizó la colonización de este continente.

2 comentarios:

  1. Un texto noble y reflexivo, gabriel...debería leerlo buena parte de la izquierda de nuestros países....desde ya lo envío a varios amigos, así que espera polémica...saludos

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    1. Gracias amigo, sigamos en contacto, envíame otros escritos tuyos si lo deseas...

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