No es difícil formarse una imagen de la brutalidad de los
sistemas imperiales. En El corazón de las
tinieblas, Joseph Conrad narró en vivo detalle el conjunto de atrocidades
que los belgas llevaron a cabo en el Congo, y como corolario, sabemos que el
rey Leopoldo declaró como su propiedad privada un gigantesco país al cual nunca
visitó. Pizarro exigió a los incas que se llenara una habitación con oro para
la liberación de Atahualpa; cuando esta demanda se cumplió, Pizarro no cumplió
parte de su trato. Los ingleses reprimieron a sangre y fuego la rebelión de los
sepoys en 1857. Los portugueses
inauguraron la trata intercontinental de esclavos. Los boers impusieron el
terrible sistema de aprtheid en Sudáfrica.
Los soviéticos violaron mujeres en su invasión a Afganistán, los
norteamericanos hicieron lo mismo al invadir Vietnam. Y, así, la lista continúa.
Nada de esto
es nuevo, por supuesto. Desde la antigüedad, ha habido imperios, y sin excepción,
todos han gobernado con mano de hierro. El más conocido y discutidos de todo esos
imperios antiguos, seguramente, es el romano. La crueldad imperial romana ha
sido notoria: desfiles humillantes para los ejércitos derrotados,
crucifixiones, esclavitud, circo con bestias, tributos, imposición de cultos
imperiales, etc.
El hecho
de que el poder romano fuese el invasor de turno durante la redacción del
conjunto de libros que vino eventualmente a conformar el Nuevo testamento, seguramente añade notoriedad a sus abusos. Pues,
el cristianismo se ha convertido en la religión mundial dominante, y en las páginas
de sus documentos sagrados, se evidencia el amedrentamiento del ocupante romano
frente a la población local (a pesar de que, por razones que por ahora no puedo
tratar, en los evangelios hay más bien un vuelco de simpatía hacia los romanos,
y un inicio de hostilidad hacia los judíos).
La
manera en que los romanos llegaron a dominar Palestina fue típica de los
poderes imperiales. El general Pompeyo condujo sus tropas a Jerusalén para
apoyar al rey judío Hircano en su disputa contra Aristóbulo. En un inicio,
Hircano logró gobernar con la ‘protección’ romana, pero muy pronto, el mismo
Pompeyo se aseguró de que los reyes locales rindieran cuentas al poder imperial
romano. En el 40 antes de nuestra era, los partos amenazaron con invadir
Jerusalén, y el rey Herodes solicitó ayuda romana para la defensa. Roma la
proveyó, expulsaron a los partos, pero como era de esperarse, asentó aún más su
poder en la región, y para conservarlo, instrumentó su eficiente estrategia de
dividir y gobernar.
A esto siguió
un siglo de dominio romano en Palestina (durante este tiempo apareció Jesús de
Nazaret). El pueblo judío, a diferencia de otras regiones del imperio romano,
nunca dejó de ofrecer resistencia al ocupante romano. Las tensiones se fueron
acumulando, hubo esporádicas rebeliones, hasta que finalmente estalló una de
gran envergadura en el año 66. La respuesta romana fue avasalladora: se asedió
la ciudad de Jerusalén en el año 70, hubo crucifixiones masivas, y demás
atrocidades que el historiador Flavio Josefo documentó con escalofriante
detalle.
Ha
habido, por supuesto, muchas películas que documentan la ocupación imperial
romana en Palestina. Y, como es de esperar, en casi todas, las atrocidades
romanas tienen alguna representación. La
vida de Brian, de Monthy Python, no es excepción. Pero, hay una escena
cumbre en esa película. Un grupo de insurgentes anti-imperialistas judíos,
tienen una reunión secreta. Su jefe, con retórica incendiaria
anti-imperialista, pregunta a sus seguidores, “¿qué han hecho los romanos por
nosotros?”. El jefe por supuesto, espera que sus seguidores respondan “¡nada!”,
pero no ocurre así. Frente a la pregunta del jefe, uno por uno va respondiendo:
acueductos, irrigación, sanidad pública, enseñanza, baños públicos, seguridad,
alcantarillado, buen vino. Al final, el jefe tiene que desistir de su discurso
anti-imperialista (abajo de este texto está el extracto del video).
Monty
Python fueron genios de la sátira. La
vida de Brian es una sátira del fanatismo religioso, de las injusticias del
mundo, pero también, de la falta de sinceridad por parte de los movimientos
anti-imperialistas. Y, precisamente, la sátira de Monty Python tiene hoy más
vigencia que en los mismos tiempos romanos, o incluso, que cuando apareció La vida de Brian en los años ochenta del
siglo XX.
Hoy, en
las universidades crecen los llamados estudios ‘post-coloniales’ inspirados en
gurús como Edward Said, Tariq Ali, Enrique Dussel, Walter Mignolo, Gayatri
Spivak, Frantz Fanon, y tantos otros. Estos estudios están avocados a denunciar
los daños económicos, ecológicos, políticos, sociales y psicológicos de la
experiencia imperial. Por supuesto, no les falta razón en sus denuncias. Pero, estas
denuncias ya empiezan a ser irresponsables, al no ser lo suficientemente
ponderadas; los líderes e intelectuales del postcolonialismo son tremendamente
mezquinos en el reconocimiento de las ventajas que el imperialismo representó a
los mismos pueblos dominados.
Así como
los subversivos de la escena de La vida
de Brian enumeran los grandes logros civilizatorios que Roma extendió a sus
provincias, los críticos contemporáneos del imperialismo están en la obligación
historiográfica de comparar el estado actual de los países del Tercer Mundo,
con el estado previo al contacto con los poderes imperiales. Bajo cualquier medida
objetiva, el dominio imperial representó una sustantiva mejora en las
condiciones de vida de los habitantes de estos países. La esperanza de vida, el
nivel nutricional, el acceso a la educación, las condiciones sanitarias, el
nivel de seguridad personal, el progreso científico y tecnológico, la
industrialización, la construcción de infraestructuras, la introducción de
sistemas de gobierno democrático, la erradicación de tribalismos y esclavitud.
No hubo
justificación para que Pompeyo anexara Judea como provincia romana, o para que
Tito destruyera Jerusalén. Pero, demos al César lo que fue del César: el poder
imperial romano extendió una civilización a un pueblo atrasado y obsesionado
con la religión y la teocracia como forma de gobierno. No hay motivo para
celebrar la opresión romana, pero sí hay plenitud de motivos para reconocer positivamente
su misión civilizadora.
Pues
bien, lo mismo debe plantearse frente a los imperios modernos. ¿Qué ha hecho el
imperio por nosotros, los habitantes del Tercer Mundo? Mucho. Trajo la
modernidad a un territorio cuyos habitantes vivían en sociedades casi
totalitarias y maníacamente violentas (como el caso de los incas y los
aztecas), o en condiciones sociales y económicas de pobrísimo desarrollo,
cercanas a las circunstancias del Paleolítico. En el caso de Venezuela, el
imperio norteamericano ofreció la tecnología y el conocimiento para la
explotación petrolera; sin la presencia imperial desde un inicio, habría sido
virtualmente imposible desarrollar esta industria.
Nada de esto es
justificación, por supuesto, para los abusos de Colón, Cortés o Theodore
Roosevelt, ni tampoco para las regalías petroleras posteriores. Pero, aun sin
una justificación adecuada, una acción perjudicial puede a la larga traer
consecuencias positivas, y me parece que la historia del imperialismo debe ser
interpretada de esta manera. No pretendo esconder los múltiples atropellos del
imperialismo. Pero, en honor a la justicia, sí pretendo que los críticos del
imperialismo, sean más ponderados y reconozcan que, en efecto, el imperio ha
hecho mucho por nosotros.