domingo, 28 de octubre de 2012

¿Qué ha hecho el imperio por nosotros?



            No es difícil formarse una imagen de la brutalidad de los sistemas imperiales. En El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad narró en vivo detalle el conjunto de atrocidades que los belgas llevaron a cabo en el Congo, y como corolario, sabemos que el rey Leopoldo declaró como su propiedad privada un gigantesco país al cual nunca visitó. Pizarro exigió a los incas que se llenara una habitación con oro para la liberación de Atahualpa; cuando esta demanda se cumplió, Pizarro no cumplió parte de su trato. Los ingleses reprimieron a sangre y fuego la rebelión de los sepoys en 1857. Los portugueses inauguraron la trata intercontinental de esclavos. Los boers impusieron el terrible sistema de aprtheid en Sudáfrica. Los soviéticos violaron mujeres en su invasión a Afganistán, los norteamericanos hicieron lo mismo al invadir Vietnam.  Y, así, la lista continúa.
            Nada de esto es nuevo, por supuesto. Desde la antigüedad, ha habido imperios, y sin excepción, todos han gobernado con mano de hierro. El más conocido y discutidos de todo esos imperios antiguos, seguramente, es el romano. La crueldad imperial romana ha sido notoria: desfiles humillantes para los ejércitos derrotados, crucifixiones, esclavitud, circo con bestias, tributos, imposición de cultos imperiales, etc.
            El hecho de que el poder romano fuese el invasor de turno durante la redacción del conjunto de libros que vino eventualmente a conformar el Nuevo testamento, seguramente añade notoriedad a sus abusos. Pues, el cristianismo se ha convertido en la religión mundial dominante, y en las páginas de sus documentos sagrados, se evidencia el amedrentamiento del ocupante romano frente a la población local (a pesar de que, por razones que por ahora no puedo tratar, en los evangelios hay más bien un vuelco de simpatía hacia los romanos, y un inicio de hostilidad hacia los judíos).
            La manera en que los romanos llegaron a dominar Palestina fue típica de los poderes imperiales. El general Pompeyo condujo sus tropas a Jerusalén para apoyar al rey judío Hircano en su disputa contra Aristóbulo. En un inicio, Hircano logró gobernar con la ‘protección’ romana, pero muy pronto, el mismo Pompeyo se aseguró de que los reyes locales rindieran cuentas al poder imperial romano. En el 40 antes de nuestra era, los partos amenazaron con invadir Jerusalén, y el rey Herodes solicitó ayuda romana para la defensa. Roma la proveyó, expulsaron a los partos, pero como era de esperarse, asentó aún más su poder en la región, y para conservarlo, instrumentó su eficiente estrategia de dividir y gobernar.
            A esto siguió un siglo de dominio romano en Palestina (durante este tiempo apareció Jesús de Nazaret). El pueblo judío, a diferencia de otras regiones del imperio romano, nunca dejó de ofrecer resistencia al ocupante romano. Las tensiones se fueron acumulando, hubo esporádicas rebeliones, hasta que finalmente estalló una de gran envergadura en el año 66. La respuesta romana fue avasalladora: se asedió la ciudad de Jerusalén en el año 70, hubo crucifixiones masivas, y demás atrocidades que el historiador Flavio Josefo documentó con escalofriante detalle.
            Ha habido, por supuesto, muchas películas que documentan la ocupación imperial romana en Palestina. Y, como es de esperar, en casi todas, las atrocidades romanas tienen alguna representación. La vida de Brian, de Monthy Python, no es excepción. Pero, hay una escena cumbre en esa película. Un grupo de insurgentes anti-imperialistas judíos, tienen una reunión secreta. Su jefe, con retórica incendiaria anti-imperialista, pregunta a sus seguidores, “¿qué han hecho los romanos por nosotros?”. El jefe por supuesto, espera que sus seguidores respondan “¡nada!”, pero no ocurre así. Frente a la pregunta del jefe, uno por uno va respondiendo: acueductos, irrigación, sanidad pública, enseñanza, baños públicos, seguridad, alcantarillado, buen vino. Al final, el jefe tiene que desistir de su discurso anti-imperialista (abajo de este texto está el extracto del video).
            Monty Python fueron genios de la sátira. La vida de Brian es una sátira del fanatismo religioso, de las injusticias del mundo, pero también, de la falta de sinceridad por parte de los movimientos anti-imperialistas. Y, precisamente, la sátira de Monty Python tiene hoy más vigencia que en los mismos tiempos romanos, o incluso, que cuando apareció La vida de Brian en los años ochenta del siglo XX.
            Hoy, en las universidades crecen los llamados estudios ‘post-coloniales’ inspirados en gurús como Edward Said, Tariq Ali, Enrique Dussel, Walter Mignolo, Gayatri Spivak, Frantz Fanon, y tantos otros. Estos estudios están avocados a denunciar los daños económicos, ecológicos, políticos, sociales y psicológicos de la experiencia imperial. Por supuesto, no les falta razón en sus denuncias. Pero, estas denuncias ya empiezan a ser irresponsables, al no ser lo suficientemente ponderadas; los líderes e intelectuales del postcolonialismo son tremendamente mezquinos en el reconocimiento de las ventajas que el imperialismo representó a los mismos pueblos dominados.
            Así como los subversivos de la escena de La vida de Brian enumeran los grandes logros civilizatorios que Roma extendió a sus provincias, los críticos contemporáneos del imperialismo están en la obligación historiográfica de comparar el estado actual de los países del Tercer Mundo, con el estado previo al contacto con los poderes imperiales. Bajo cualquier medida objetiva, el dominio imperial representó una sustantiva mejora en las condiciones de vida de los habitantes de estos países. La esperanza de vida, el nivel nutricional, el acceso a la educación, las condiciones sanitarias, el nivel de seguridad personal, el progreso científico y tecnológico, la industrialización, la construcción de infraestructuras, la introducción de sistemas de gobierno democrático, la erradicación de tribalismos y esclavitud.
            No hubo justificación para que Pompeyo anexara Judea como provincia romana, o para que Tito destruyera Jerusalén. Pero, demos al César lo que fue del César: el poder imperial romano extendió una civilización a un pueblo atrasado y obsesionado con la religión y la teocracia como forma de gobierno. No hay motivo para celebrar la opresión romana, pero sí hay plenitud de motivos para reconocer positivamente su misión civilizadora.
            Pues bien, lo mismo debe plantearse frente a los imperios modernos. ¿Qué ha hecho el imperio por nosotros, los habitantes del Tercer Mundo? Mucho. Trajo la modernidad a un territorio cuyos habitantes vivían en sociedades casi totalitarias y maníacamente violentas (como el caso de los incas y los aztecas), o en condiciones sociales y económicas de pobrísimo desarrollo, cercanas a las circunstancias del Paleolítico. En el caso de Venezuela, el imperio norteamericano ofreció la tecnología y el conocimiento para la explotación petrolera; sin la presencia imperial desde un inicio, habría sido virtualmente imposible desarrollar esta industria.
Nada de esto es justificación, por supuesto, para los abusos de Colón, Cortés o Theodore Roosevelt, ni tampoco para las regalías petroleras posteriores. Pero, aun sin una justificación adecuada, una acción perjudicial puede a la larga traer consecuencias positivas, y me parece que la historia del imperialismo debe ser interpretada de esta manera. No pretendo esconder los múltiples atropellos del imperialismo. Pero, en honor a la justicia, sí pretendo que los críticos del imperialismo, sean más ponderados y reconozcan que, en efecto, el imperio ha hecho mucho por nosotros.

¿La tierra es de quien la trabaja?



            En un acto de admirable valentía, en una ocasión la diputada venezolana María Corina Machado interrumpió un discurso de más de ocho horas dictado por el presidente Hugo Chávez. Machado trató de refutar muchos de los supuestos logros que Chávez cacareaba sobre su gobierno, y dirigió la atención al problema de las expropiaciones de tierras y empresas, señalando que “expropiar es robar” (acá).
            Chávez, siempre habilidoso, en aquella ocasión trató de aclarar que las expropiaciones no son un robo, pues están contempladas en la ley. En efecto, casi todas las legislaciones del mundo prevén las expropiaciones, y para ello, deben cumplirse dos requisitos fundamentales: que el bien expropiado sea de “utilidad pública”, y que haya una justa compensación.
            La frase “utilidad pública” siempre debe generar preocupación, y debe ser tomada con mucha cautela. La invocación de la “utilidad pública” ha abierto el camino para que gobiernos colectivistas cometan toda clase de abusos, y pisoteen las libertades y derechos individuales (por ejemplo, en la última década, el gobierno de los EE.UU. ha empleado el razonamiento de la “utilidad pública” para justificar las torturas). Pero, por supuesto, para vivir en comunidad, en ocasiones sí es necesario invocar la utilidad pública y expropiar algún bien de propiedad privada.
            Machado estaba equivocada cuando señalaba que las expropiaciones son un robo. Pero, al menos como ocurren en Venezuela, de facto, sí lo son. Pues, el otro requisito para la legitimidad de las expropiaciones, la justa compensación, no se cumple. Y, así, el gobierno expropia de iure, pero confisca de facto. En Venezuela, ha habido una ola de confiscaciones de facto, y los derechos de propiedad de muchísimos empresarios y terratenientes han sido violentados.
            Pero, por supuesto, nada de esto es nuevo en América Latina. Tan pronto como surgieron las nuevas naciones latinoamericanas, hubo desde el inicio disputas (muchas de ellas sangrientas) en torno al reparto de las tierras. Las élites criollas, descendientes de los conquistadores y colonizadores, expulsaron a los funcionarios y administradores de la Corona, y así aseguraron la propiedad de las tierras. Desde entonces, las masas campesinas (en su mayoría mestizas e indígenas), han luchado por la adquisición de esas tierras.
            En casi todos los países de América Latina, ha habido intentos de reforma agraria. Básicamente, esta reforma consiste en repartir la tierra a los sectores más desposeídos, y por supuesto, arrebatárselas (en algunas ocasiones con compensación, en otras no) a los terratenientes. Los argumentos para defender estas reformas reposan, por regla general, sobre la justicia social. Pero, tradicionalmente, estos argumentos son muy vagos y difusos.
            Recientemente, ha prosperado la idea de que los legítimos propietarios de las tierras son los indígenas, pues ellos son los descendientes de quienes primero llegaron a este continente. Este argumento es bastante débil, pues no es del todo claro que el haber llegado primero a un territorio sea suficiente mérito como para acreditar a alguien como propietario. El derecho a la propiedad debe reposar sobre algo añadido.
           Y, quizás por ello, tradicionalmente el argumento de que los indígenas son los legítimos propietarios de la tierra porque llegaron primero, no ha sido empleado con frecuencia en las reformas agrarias. Mucho más común es la evocación de la justicia social a partir del trabajo. El campesino, con su trabajo, produce los frutos de la tierra, pero no se queda con ellos, precisamente porque la tierra no es su propiedad. La reforma agraria pretendía dar al campesino aquello que, con su trabajo, habría hecho propio. Y, así, se pretendía eliminar la relación de explotación entre el patrón y el campesino. Esto fue respaldado por la consigna del revolucionario mexicano Emiliano Zapata: “la tierra es de quien la trabaja”.
            Curiosamente, la frase popularizada por Zapata es en realidad una reafirmación de la doctrina de John Locke, uno de los padres intelectuales del liberalismo. Locke, un defensor a ultranza de la propiedad privada, sostenía que, a partir del derecho natural, es legítimo que una persona sea acreditada como propietario de un bien, siempre y cuando ese bien proceda de una ‘mezcla’ del trabajo con el recurso natural, y además, se permita que las demás personas tengan acceso a recursos naturales del mismo tipo. Bajo este razonamiento, el campesino eventualmente debería ser el propietario de la tierra, pues él mismo es quien la ha trabajado (todo esto, por supuesto, asume que el patrón no ha contribuido nada al desarrollo de la producción, cuestión que en muchos casos es muy debatible).
            Pero, en fechas más recientes, en Venezuela y otros países, los intentos de reforma agraria han dado otro giro a este razonamiento. El motivo por el cual se expropia una tierra ya no es porque el campesino que la trabaja es explotado, sino sencillamente porque son terrenos baldíos. Y, puesto que hay mucha gente sin tierra, pero deseosa de trabajarla, es legítimo despojar al propietario, para dársela a quien sí está dispuesto a trabajarla. En Venezuela, ha habido plenitud de ‘invasores’ (así son llamados) de tierras que, tras un tiempo de ocupación (y en algunos casos, trabajo), esperan que el gobierno despoje de esas tierras a sus antiguos propietarios, y se las otorgue a los nuevos ocupante
Es bastante ilustrativo que estas personas sean llamadas ‘invasores’. Pues, una vez más, un argumento similar fue invocado por John Locke para justificar, ya no solamente el derecho a la propiedad privada, sino también el imperialismo inglés y las guerras de conquista e invasión en América. A juicio de Locke, los indígenas de Norteamérica no merecían las tierras en las cuales vivían, pues no las habían trabajado. En este dato concreto, Locke no estaba muy equivocado: efectivamente, buena parte de las tribus norteamericanas era, o bien cazadores y recolectores, o a lo sumo, horticultores, pero muy pocos eran agricultores con técnicas lo suficientemente eficientes como para sacar óptimo provecho a los recursos naturales. A partir de este dato, Locke sostenía que, si llegaban invasores ingleses dispuestos a trabajar la tierra, entonces podrían despojar a los indígenas de su propiedad, y los ingleses se convertirían así en los legítimos nuevos propietarios.
Comprensiblemente, este argumento ha sido criticado como una monstruosa justificación de la depredación colonialista occidental. Los críticos izquierdistas del imperialismo reprochan a Locke ser uno de los intelectuales que trató de justificar lo injustificable. Pero, como suele ocurrir en las discusiones políticas, ha terminado por resultar sumamente irónico que, el mismo argumento que ha sido duramente criticado por la izquierda postcolonial, ha servido también para que la izquierda lo utilice a favor de las expropiaciones de los terratenientes.
Es urgente apreciar que, una vez más, este argumento es una variante de la consigna “la tierra es de quien la trabaja”. Hoy, en Venezuela se incentivan las ‘invasiones’ a fundos, bajo la premisa de que esos terrenos son baldíos, y no es justo que alguien sea propietario de un terreno no trabajado, mientras hay muchísima gente sin tierra dispuesta a trabajar. Pero, exactamente lo mismo argumentaron los colonialistas ingleses del siglo XVII: es justo invadir Norteamérica, pues sus habitantes tienen terrenos no laborados, mientras que Europa ya está hacinada, y no es justo que haya indígenas ocupando tierras sin trabajar, y europeos hacinados dispuestos a laborar nuevas tierras.
La izquierda debe tener sumo cuidado a la hora de invocar argumentos demagógicos, pues sin percatarse, muchos de estos argumentos han sido frecuentemente empleados en el pasado por aquellos que hoy serían tradicionalmente considerados representantes del colonialismo. Obviamente, se necesitan revisar muchos títulos de propiedad en América Latina, y quizás, sea necesario relanzar una reforma agraria. Pero, es necesario hacerlo con sumo orden y cuidado, y con argumentos más refinados. Pues, de lo contrario, se corre el riesgo de incentivar el mismo caos de invasiones que caracterizó la colonización de este continente.

sábado, 27 de octubre de 2012

¿Qué tiene Superman que no tenga Hércules?



           Hugo Chávez ha demostrado ser un príncipe de las contradicciones. Considera que la celebración de la fiesta de Halloween en Venezuela es una forma de imperialismo cultural, pero insólitamente es a la vez un gran aficionado y promotor del béisbol, un deporte con extensa terminología inglesa, el cual llegó a América Latina por influencia de compañías petroleras norteamericanas que son frecuentemente acusadas de extender el poderío imperial.
            Desde antes de su arrebato contra Halloween, Chávez también venía criticando la popularidad de los superhéroes en América Latina (acá). Esto, por supuesto, no es exclusivo de Chávez. Desde la publicación en 1973 de Para leer al pato Donald, un creciente sector de la izquierda latinoamericana ha declarado la guerra a las expresiones de la cultura pop norteamericana, y su difusión por nuestra región. Si bien ese libro atacaba menos a los superhéroes, y más a los personajes de Disney y sus vocaciones capitalistas, sentó las bases para un rechazo a Batman, Superman, Spiderman y tantos otros. Desde entonces, el argumento principal es que estos personajes promueven los valores de la sociedad norteamericana, y destruyen las manifestaciones culturales locales. En otras palabras, son agentes de la transculturación que promueve la cultura de los poderes dominantes, y erosiona la cultura de los pueblos dominados.
            Pero, de la misma forma como extrañamente Chávez se opone al Halloween y a la vez es un gran aficionado al béisbol, también Chávez considera dañinos a los superhéroes, pero a la vez menciona con aprobación a otros personajes que, a todas luces, son variantes de los superhéroes: los dioses y héroes de la antigüedad. Chávez desprecia a Superman, pero extrañamente sublima el legado de la mitología clásica. En varias ocasiones, cuando se le ha preguntado por su vida amorosa, Chávez responde que él viaja en el carro de Marte, no en el de Venus (una forma alegórica de decir que no tiene ni tiempo ni vocación para las relaciones amorosas) (acá) . Está bien tomar a Neptuno y otros dioses como referentes, pero está mal tomar a Aquaman y otros superhéroes como referentes.
            Esto invita a preguntar: ¿qué tiene Hércules que no tenga Superman? En honor a la verdad, el desdén por los superhéroes norteamericanos en conjunción con la admiración por los héroes mitológicos clásicos, no es exclusivo de Chávez. Contrario a lo que en ocasiones se supone, el ataque original en contra de los superhéroes no vino de la izquierda tercermundista, sino de la más rancia derecha norteamericana.
            La década de los años cincuenta del siglo XX vio el auge del infame Joseph MacCarthy, un senador obsesionado con la amenaza comunista en el seno de los EE.UU. El Senado investigó  a cineastas y escritores, y amedrentó a la industria cinematográfica para que bajo ninguna circunstancia ofreciera retratos benevolentes del comunismo.
Pues bien, en medio de aquella misma histeria, los censuradores norteamericanos también amedrentaron a los cómics de superhéroes. El comunismo no era la única amenaza a esta sociedad paranoica. Hubo también un auge en la criminalidad, y apareció la hipótesis de que las historietas de superhéroes alimentaban el crimen. Apareció en 1954 un libro con el título Seduction of the Innocent (“La seducción de los inocentes”), escrito por el psiquiatra Frederic Wertham, el cual advertía que, Batman y Robin, por ejemplo, no sólo glorificaban la violencia y dejaban ambigua la lucha contra el crimen, sino que también promovían la homosexualidad. Por varias décadas, las advertencias de Wertham se tomaron en serio, y los mismos editores de cómics, para evitar censuras más fuertes, acordaron entre ellos moderar las historietas y acceder a algunas exigencias de los censuradores.
Hoy, por supuesto, nos reímos de la preocupación homofóbica de Wertham. Quizás sí tomemos un poco más en serio sus otras advertencias, pero no demasiado. Lo curioso, no obstante, es que por aquella misma época, los mismos intelectuales conservadores norteamericanos enaltecían la educación clasicista, la cual reposa en gran medida sobre un firme conocimiento de la mitología clásica. Así, habría sido ocasión para preguntar a Wertham: ¿acaso esas mismas preocupaciones no son perfectamente extensibles a las historias sobre los héroes de la antigüedad clásica?
Ciertamente la relación de Batman y Robin es sexualmente ambigua. Pero, ¿por qué censurar estas historietas, y a la vez enseñar el mito de Zeus y Ganimedes, Apolo y Jacinto, y tantos otros? Ciertamente los métodos y motivaciones de Batman en su lucha contra el crimen pueden resultar cuestionables (se toma la justicia por sus manos, y parece ser más una venganza personal producto de un trauma infantil), pero ¿no lo son también las motivaciones del gran guerrero Aquiles? En una interpelación del senado norteamericano durante aquella época, a un editor se le reprochó que se incluyera en una portada de un cómic una cabeza decapitada. ¿Estamos dispuestos a censurar el mito de Perseo (quien lleva la cabeza de la Medusa en su mano, para petrificar a sus oponentes), o a quemar Salomé y la cabeza de Juan el Bautista de Caravaggio?
Jenófones y Platón fueron los filósofos griegos que con más tesón criticaron la mitología clásica, por su retrato de inmoralidades. Pero, el mismo Platón es hoy considerado uno de los artífices intelectuales del totalitarismo, precisamente, entre otras cosas, por su tendencia a favorecer la censura, bajo la premisa de un pánico moral. Ciertamente la crítica de Platón tiene asidero (¿quién disputaría que, en efecto, Zeus tiene una sexualidad sumamente inmoral?), pero la alternativa estaría más bien en leer estas historias a la vez que al lector se le haga alguna prevención al respecto. La inmoralidad del mito no lo despoja de su belleza, y de su poder para traer a la palestra otras preocupaciones profundas.   
No pocos historiadores del arte y comentaristas de la cultura pop han señalado las enormes similitudes entre la mitología clásica y las historias de superhéroes: Superman con Heracles, Batman con Odiseo, Aquaman con Poseidón, los Gemelos Fantásticos con los dioscuros, etc. Pero, extrañamente, persiste el prejuicio: lo de los clásicos es loable, la cultura pop es desdeñable. Es culturalmente refinado colocar a los hijos el nombre de ‘Ulises’ y ‘Jasón’, pero es una brutal alienación llamarlos ‘Batman’ o ‘Spiderman’.
Chávez y muchos izquierdistas latinoamericanos, por supuesto, incurren en esta inconsistencia. Algunos izquierdistas latinoamericanos tratan de salvaguardar esta inconsistencia señalando que Zeus y Teseo no son agentes del imperialismo cultural, mientras que la Mujer Maravilla y el Avispón Verde sí lo son. Y, así, su preocupación no es tanto el contenido de las historietas de superhéroes, sino más bien su procedencia cultural y la erosión de las culturas locales. Bajo este argumento, no es objetable que un niño norteamericano lea historias de Superman, pues proceden de su propia cultura, pero sí es objetable que un niño latinoamericano lea estas historias, pues promueven su transculturación.
Este argumento reposa sobre la premisa romántica (y reaccionaria) de que cada pueblo tiene su Volksgeist fijo e inmutable, y es incapaz de transformarlo. Así, con la bandera de un nacionalismo cultural agresivo, se adelanta la idea de que, quien pertenezca a una cultura, debe permanecer preso en ella, y no recibir influencias culturales foráneas, a fin de mantener su pureza. Esta forma de pensar, por supuesto, termina siendo bastante opresiva, en tanto no permite al individuo decidir en cuál cultura él mismo desea inscribirse: este tipo de nacionalismo cultural encierra al individuo en su cultura de origen.
Pero, en todo caso, este mismo argumento es nuevamente inconsistente. Pues, la difusión de los mitos sobre Ares, Atenea y tantos otros héroes y dioses de la mitología clásica, son también clara expresión del imperialismo cultural. A partir del periodo helénico, durante el siglo III antes de nuestra era, la cultura griega se expandió agresivamente por el mundo mediterráneo. Los griegos abrieron academias, gimnasios y bibliotecas en plenitud de ciudades mediterráneas, y por supuesto, también exportaron sus mitos.
Todo esto merece el apelativo de ‘imperialismo cultural’. Pero, ¿fue acaso objetable? ¿Debemos lamentarnos de que, con su imperialismo cultural, los griegos inauguraran la biblioteca de Alejandría? En la mayoría de las ocasiones, por supuesto, la expansión cultural helénica se hizo por la vía forzosa, y eso ocasionó una fiera resistencia en muchos lugares. Los judíos, por ejemplo, obsesionados con la pureza de su religión, no toleraron que Antíoco IV impusiera una estatua de Zeus en el templo de Jerusalén. Esto ocasionó la sangrienta rebelión macabea.
Pero, visto en retrospectiva, deberíamos preguntarnos si, aun con su imperialismo cultural impositivo, la expansión helénica no hizo más aportes beneficiosos que perjudiciales. Christopher Hitchens (un judío secular), por ejemplo, ha tenido el suficiente coraje como para advertir que el Januká (la festividad judía que conmemora la rebelión macabea) es en realidad el enaltecimiento de un régimen teocrático y retrógrado autóctono (el judío), y el desprecio de una civilización que, si bien era imperial, promovió valores y virtudes democráticas, técnicas artísticas más refinadas, avanzados conocimientos científicos, etc. Claramente, un judío secularizado como Hitchens no se lamenta del imperialismo cultural helénico.
Con todo, aun si el imperialismo cultural expande prácticas y costumbres que muchas veces resultan elogiables, es lamentable que se emplee la fuerza para ello. Pero, precisamente, a diferencia de los dioses y héroes de la mitología clásica, los superhéroes no se han expandido por vía militar. Probablemente la invasión militar norteamericana a Vietnam o a Irak abrió el camino al mercado de historietas de superhéroes. Pero, aun teniendo en cuenta casos como éstos, es sensato admitir que, allí donde en la antigüedad Zeus llegó a Jerusalén por vía de la espada y ocasionando muchas muertes, Aquaman en cambio llega a Maracaibo por vía del comercio, sin ocasionar una sola muerte. Los judíos fueron forzados a aceptar a Zeus; hoy los latinoamericanos por voluntad propia desean impregnarse de las historias de Superman y Batman. Podemos someter a debate si la publicidad tiene o no el poder de crear necesidades falsas y de conducir y manipular a las masas. Pero, debería quedar fuera de duda que, en la expansión cultural de los superhéroes, no se han disparado metralletas. El comercio expande la influencia de los superhéroes, en buena medida porque el mismo mercado así lo exige.
El error de Chávez y tantos otros izquierdistas que temen a los superhéroes está en asumir que la cultura siempre se expande por vía de la fuerza. Bajo este esquema de pensamiento, no existe la posibilidad de que un símbolo cultural se expanda, sencillamente porque tiene más atractivo, en tanto toca algo profundo. Curiosamente, la mayor expansión de la cultura griega ocurrió después de que los imperios griegos entraran en declive militar y político. No fueron tanto las espadas griegas, sino el poder intrínseco de sus símbolos e ideas, lo que propició el éxito del imperialismo cultural griego. Horacio elocuentemente lo expresó así: “Graecia, victa, ferum victorem cepim”; Roma pudo conquistar militarmente a Grecia, pero Grecia conquistó civilizacionalmente a Roma. Aun en desventaja militar, prevaleció la cultura griega por encima de la romana.
Si los superhéroes gustan tanto en América Latina, ha de ser porque tienen algún atractivo intrínseco, lo mismo que los mitos clásicos. Bajo el esquema marxista, los mitos de superhéroes no son más que inventos superestructurales para proteger el sistema de producción imperante, en el cual EE.UU. sale beneficiado, y el Tercer Mundo perjudicado. Pero, de nuevo, lo mismo podemos opinar respecto a los mitos clásicos y su protección del sistema de producción esclavista. ¿Debemos entonces rechazar el legado clásico por esta razón?
Ciertamente, el gusto por los superhéroes incentiva la sociedad de consumo, pues las grandes corporaciones hacen negocios mercadeando artefactos con la imagen de los superhéroes. Pero, ¿no hicieron las pinturas del Renacimiento algo similar con la mitología clásica? Y, también, no deja de ser cierto que las historias sobre superhéroes están enmarcadas en un contexto cultural que resulta ajeno a muchos de sus lectores. Pero, para un latinoamericano contemporáneo, ¿es más ajeno el New York del siglo XXI, o la Tebas de al menos el siglo X antes de nuestra era? ¿La lejanía cultural respecto a Tebas debería hacernos renunciar a la lectura de Edipo Rey?
El poder de los mitos clásicos está precisamente en que, tras la fachada de símbolos locales, hay una gran preocupación por temas universales. Atenea es la diosa de la ciudad de Atenas (y, así, bajo la interpretación de muchos izquierdistas, un chino que lea las historias sobre Atenea sería víctima del imperialismo cultural), pero no por ello, las historias sobre Atenea versan sobre asuntos estrictamente atenienses.
Pues bien, lo mismo ocurre con los superhéroes. Batman no es meramente el ‘promotor del american way of life’, como en ocasiones ha denunciado Chávez (acá). Es más bien un poderoso símbolo que invita a reflexionar sobre el trauma por el cual pasa un niño al ver a sus padres ser asesinados; las complejidades de un hombre que decide tomarse la justicia en sus manos sin la aprobación irrestricta de las autoridades; o su apatía por las mujeres, pero su ambigua relación hacia muchachos más jóvenes. En su escasa cultura, Chávez sólo se interesa por la historieta pulp de Batman, y al ver una bandera norteamericana en alguna de las escenas, inmediatamente salta a denunciar, “¡imperialismo cultural!”. Un poco más de interés y refinamiento cultural, le permitiría apreciar que Batman es frecuentemente empleado por filósofos morales para plantearse tremendos dilemas éticos. De hecho, hay toda una serie de libros académicos, con el título Batman and Philosophy (Batman y la filosofía).
Incluso, la vigencia de temas universales en los superhéroes fue magistralmente manifestada por Mark Millar en 2003. Escribió Superman: Hijo rojo, una historieta sobre el popular superhéroe, pero bajo la premisa de que su nave espacial no llegó a Kansas, sino a Ucrania, en los años treinta del siglo XX. En la historieta de Millar, Superman se convierte en el sucesor de Stalin, y Lex Luthor es el presidente de los EE.UU. Si bien hay muchas variaciones en esta versión respecto a la historia original de Superman, y el superhéroe ingenuamente se convierte en un defensor del totalitarismo soviético, persiste en el retrato de Superman las mismas preocupaciones del héroe tradicional: sus ansiedades como adolescente, su elevado sentido del deber, etc. Millar demostró que, sea en la Unión Soviética, o en los EE.UU., Superman mantendrá su atractivo, precisamente por su atractivo de temas universales. Es la misma razón por la cual seguimos leyendo a Sófocles, Shakespeare o Cervantes: sus historias pueden tener escenarios locales, pero conciernen grandes preocupaciones universales. Sólo un prejuicio irracional evitaría apreciar en los superhéroes lo mismo.