He escuchado hasta la saciedad el
argumento según el cual, el maltrato a los animales es objetable, no solamente
por motivos deontológicos (es decir, porque es un mal en sí mismo), sino
también por motivos consecuencialistas: supuestamente, el maltrato animal
contribuye a que el abusador termine maltratando a otros seres humanos. Son
harto conocidas las historias sobre asesinos en series que, en su infancia,
metieron a gatos en el horno (el psiquiatra J.M. MacDonald trató de formalizar
estos alegatos en sus teorías sobre las conductas de la infancia que desembocan
en psicopatías criminales).
El argumento parece de sentido común. El
victimario se entrena con la violencia que ejerce contra animales, y al final,
la termina proyectando contra la gente que está a su alrededor. Pero, como
tantas otras discusiones sobre cualquier forma de entretenimiento violento,
cabe también el contra-argumento: los espectáculos violentos pueden servir más
bien de catarsis para drenar la
violencia, y así evitar que desemboque en otros seres humanos reales. Esto
aplica al boxeo, a los videojuegos, a las películas, y a tantas otras
manifestaciones de violencia.
Si esta teoría de la catarsis es
verdadera, entonces cabe preguntarse si la híper sensibilidad por los animales
no es más bien una forma de represión que, a la manera psicoanalítica, en vez
de drenar la violencia, la reprime, y propicia que, inevitablemente, esa
violencia reprimida termine por dirigirse a otros seres humanos.
Hace unos años, El Chigüire bipolar (una agencia venezolana de falsas noticias
sarcásticas, al estilo de El mundo today,
o The Onion), sacó este titular: “Indigente
se disfraza de perro callejero para que sifrina [una chica pija, una
burguesita] de ONG lo adopte”. El
chigüire bipolar refleja muy bien escenas que yo he visto muchas veces en
varios países: gente adinerada que tiene una obsesión con rescatar animales
abandonados, pero que castiga con brutal indiferencia el sufrimiento de otros
seres humanos. Una de estas chicas está dispuesta a dedicar horas a sacar garrapatas
a un perro de la calle, pero es incapaz de ir a un barrio a jugar con niños
pobres una tarde para hacerlos felices.
Hay un cierto tufo aburguesado en la
hipersensibilidad por los animales. No deseo entrar en el terreno de las
conspiranoias marxistas, de forma tal que no postularé que el movimiento por
los derechos de animales es un invento ideológico burgués para evitar reformas
sociales. Pero, sí deseo postular esto: la hipersensibilidad por los animales
puede en ocasiones tener una relación inversa con la empatía con otros seres
humanos. Es posible que el exceso de empatía con los animales desconecte a la gente frente a los sentimientos de otras personas. Quizás no sea tan casual que uno de los primeros gobiernos europeos en
prohibir la experimentación con los animales, fue la Alemania nazi (la cual,
como en el caso del infame Mengele, más bien promovió la experimentación con
humanos).
Si esto es así (y, por supuesto, sólo
adelanto una hipótesis que de ninguna manera está probada), entonces cabe
postular como explicación lo que ya he sugerido más arriba: la ausencia de
canalización de la violencia en muchos defensores de animales puede hacer que
esta violencia eventualmente salga a flote en sus relaciones con otros seres
humanos, al menos en la forma de indiferencia ante su sufrimiento. Resulta tentador pensar en el amor que Hitler tenía a Blondi, su pastor alemán. Esto, por supuesto, puede ser una burda falacia de asociación (Hitler también usaba bigote, pero no por ello los bigotudos son asesinos); pero quizás cabe explorar si una persona hípersensible con los animales puede insensibilizarse frente al dolor humano.
Hay varias teorías antropológicas sobre
el sacrificio animal, pero una que ha resultado bastante popular entre los
entendidos (formulada por antropólogos como René Girard, Walter Burkertt,
Victor Turner y E.E. Evans-Pritchard, entre otros) es que, en efecto, el
sacrificio puede cumplir una función canalizadora de la violencia. Y, de esa manera,
el maltrato animal, en vez de alimentar la violencia entre seres humanos, puede
más bien contenerla.
Hay algunos indicios de que esta teoría
puede tener algún grado de verdad. Son mucho más comunes las trifulcas en
espectáculos y deportes que no son
tan violentos (como, por ejemplo, el fútbol), que en espectáculos violentos
como las corridas de toro, las peleas de gallo, o el boxeo. El hecho de que una
peña futbolística suele hacer destrozos al terminar el partido, pero que rara
vez ocurre así con las peñas taurinas al terminar la corrida, puede ser
indicativo de que los hooligans no
han drenado lo suficiente su violencia en el espectáculo, pero en cambio, los
taurinos sí lo han hecho.
No pretendo que esto sirva como
justificación de las corridas de toros. Los argumentos anti-taurinos son más
deontológicos que consecuencialistas: las corridas de toros son moralmente
objetables porque los animales sufren, independientemente de las consecuencias.
Pero, alguna versión del utilitarismo sí permite el maltrato animal, siempre y
cuando se saque mayor provecho de eso, en correspondencia con el cálculo de
felicidad que suelen defender los utilitaristas. Algunos utilitaristas, por
ejemplo, están dispuestos a tolerar la experimentación médica con los animales,
pues si bien reconocen que los animales sufren con esto, conceden que las
consecuencias derivadas en beneficio de la humanidad son aún mayores.
Si se llegase a demostrar que los
espectáculos de maltrato animal sirven para canalizar la violencia de un
colectivo, habrá que evaluar si, a la manera de la experimentación animal, las
corridas de toros y peleas de gallo, en balance, tienen consecuencias más
positivas que negativas. Y, en ese caso, habría que considerar permitir la
continuidad de la tauromaquia.
Frente a esto, podríamos asumir razonablemente
una postura deontológica: independientemente de cuáles sean sus consecuencias,
maltratar a los animales está mal, y nada lo puede justificar. Pero, si estamos
dispuestos a asumir esa postura deontológica, entonces debemos hacerlo desde un
principio, y así, estamos obligados a no invocar como argumento en contra de
los espectáculos violentos, la idea de que el maltrato animal conduce al
maltrato de otras personas.
Interesante reflexión, a la que me sumo, exceptuando la parte final: no creo que se pueda justificar el maltrato animal como canalización de la violencia, dado que este beneficio no es comparable al de la experimentación en laboratorios, que es imprescindible para la ciencia. La canalización de la violencia puede hacerse a través del cine o los videojuegos, y así no hace daño a nadie.
ResponderEliminarPor cierto, desconocía el dato de los nazis. Muy revelador. Un día les solté a mis alumnos un sermón porque tenían marginado a un alumno del grupo, según ellos debido a que era muy pesado, pero en realidad más bien por sus problemas hormonales y de crecimiento. Les dije que seguramente trataban mejor a sus perros. Y conozco a decenas de personas que no paran de mimar a sus mascotas y de fastidiar con todo su empeño a las personas, incluidas las de la familia.
Hola Jose, el problema que yo veo con canalizar la violencia a través de los videojuegos y el cine es que, al final, la gente sabe que esa violencia no es real, y por ende, no termina canalizando de verdad. Es un poco como el café sin cafeína.
EliminarPero, en todo caso, supongamos que se demuestra que el beneficio de las corridas de toros en la canalización de la violencia sí es comparable con el beneficio de la experimentación en laboratorios. La pregunta filosófica derivada es: ¿cabe en ese caso justificar la tauromaquia, o son las corridas intrínsecamente malas, y no hay nada que lo pueda justificar?
No sabría qué responder. Sin embargo, me gustaría ver estudios que demuestren la inutilidad o utilidad de una y otra forma de supuesta canalización.
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