Dicto
cursos en la facultad de Humanidades de la Universidad del Zulia,
en Venezuela. Las bibliotecas de esta universidad están desvalijadas. Sólo
tengo el recurso de acudir a mis libros personales en la asignación de
bibliografía. No puedo exigir a mis estudiantes empobrecidos comprar esos
libros. Por ello, debo fotocopiarlos, y solicitar a los estudiantes que compren
las copias.
Por
supuesto, al hacer esto, violo los derechos de autor. Y, esto no es banal. Hoy
los derechos de autor están envilecidos, pero opino que se trata de una institución
fundamental. Desde una perspectiva deontológica, el autor tiene el derecho intrínseco
a ser remunerado por su obra. Y, desde una perspectiva utilitarista, el derecho
de autor protege el incentivo para que futuros autores innoven; al violar los
derechos de autor, eliminamos parte del incentivo a la producción. Pero, con
todo, en aras a la divulgación del conocimiento, yo mismo he sometido a
fotocopias los libros de mi propia autoría, y supongo que es un tema abierto a
discusión.
En su
desdén por los conceptos de propiedad intelectual, la izquierda
tradicionalmente ha desdeñado los derechos de autor, y por eso excusa la
piratería y el fotocopiado. Pero, hay un sector de la izquierda que sí se opone
al fotocopiado. De hecho, se opone a cualquier tipo de reproducción. Su
justificación no invoca propiamente los derechos de autor, sino la pérdida de
la esencia y autenticidad de aquello que se reproduce. Es el tipo de argumento
que Walter Benjamin hizo célebre.
Walter
Benjamin es el típico mártir judío del siglo XX. Huyó de los nazis hacia París
en la década de los treinta. Pero, cuando los nazis invadían Francia, tuvo que
huir nuevamente. Esta vez intentó cruzar los pirineos y llegar a España, pero
encontró dificultades. En desesperación, se suicidó.
Sus
escritos son bastante herméticos (una antesala del oscurantismo que luego
desarrollarían los postmodernos). Pero, quizás el más conocido es La obra de arte en la época de su reproductibilidad
técnica. La principal tesis de ese ensayo es que el arte atraviesa una
nueva etapa: gracias a las nuevas tecnologías, es ahora posible reproducir imágenes
para el consumo masivo. Antaño, sólo había una Mona Lisa, y ene se sentido, la pintura crea obras exclusivas. En
cambio, ahora, con la fotografía y el cine, se reproducen enormes cantidades de
copias de una obra original.
A juicio
de Benjamin, eso no es realmente una experiencia estética. Pues, en sus propias
palabras, la reproductibilidad despoja de “aura” a la obra de arte. El arte
siempre ha estado asociado al ritual, y en ese sentido, tiene una relación
estrecha con el contexto del cual surge. Al reproducirlo masivamente, se
desvincula al arte de su contexto ritual. Además, al haber muchas copias, se
pierde la autenticidad de la obra de arte, y el espectador ya no contempla un
objeto que realmente cause una impresión estética. Para Benjamin, la fotografía
y el cine no son verdaderos géneros artísticos. Por así decirlo, ‘prostituyen’
(un término que, en realidad, Benjamin no emplea, pero que representa bastante
bien su idea) la imagen original.
Benjamin
opinaba que, en vista del vacío estético dejado por la era de la
reproductibilidad, la sociedad moderna acudiría a otras formas de generar
experiencias estéticas. Y, lo encuentra en la política. Antaño, el arte y la
política estaban desvinculados. Pero, ahora, se emplea la política como una
forma de generar sentimientos estéticos. Eso explica la impronta estética del
nazismo con sus rallies de Nuremberg, etc.
La tesis
de Benjamin puede tener un cierto halo de plausibilidad, pero es emblemática del
primitivismo del cual se impregnó la llamada ‘nueva izquierda’, tras la Segunda Guerra Mundial. Ciertamente
el nazismo no fue un mero proyecto político; Hitler tuvo también la intención
de hacer un mundo más bello, y eso lo condujo a toda suerte de monstruosidades morales.
Pero, atribuir esta tragedia a la capacidad moderna para reproducir masivamente
una obra de arte, es una postura muy desafortunada.
Benjamin
es uno más de la larga lista de autores que sienten odio por las maravillas de
la modernidad, y añoran un pasado utópico que, en realidad, sólo existe en su
imaginación. El romanticismo alimentó esta mentalidad: frente a los estupendos
avances de la civilización y el dominio de la técnica, los románticos deseaban
seguir siendo esclavos de la naturaleza. A principios del siglo XIX, surgieron
los luditas, una banda de saboteadores que de dedicó a destruir máquinas
industriales. Desde entonces, el espíritu tecnófobo de los luditas ha perdurado
entre los críticos de la modernidad, y Benjamin se inscribe en esta tradición.
Es natural quedar escandalizado con los horrores
del nazismo, y la utilización de técnicas para cumplir sus objetivos
monstruosos. Pero, es un error suponer, como hizo la escuela de Frankfurt o más
recientemente Zygmunt Bauman, que la racionalidad, la ciencia y las ideas de
progreso propiciaron esta tragedia. Fue la carencia de racionalidad, y no su
exceso, lo que condujo al Holocausto.
En su
arrebato ludita contra la capacidad industrial para producir en masa imágenes,
Benjamin recapitula muchos de los temas tradicionales de la mentalidad reaccionaria
contra-ilustrada. Contra la metafísica materialista y mecanicista de los
grandes maestros de la
Ilustración, Benjamin introduce el concepto misterioso y etéreo
del “aura”. No me queda claro si Benjamin habla del “aura” de la obra de arte
en términos estrictamente metafóricos o si realmente creía en la existencia de
tal sustancia. Si es lo primero, debió haber aclarado su lenguaje, y explicar
mejor cuál es la gran supuesta tragedia de que un joven estudiante de arte en
Venezuela no tenga que viajar a París para contemplar la
Mona Lisa, sino que puede
economizar costos y estudiarla desde su propia computadora. Si es lo segundo,
es presa de una cosmovisión inadecuada que invoca la existencia de entidades
inmateriales, a pesar de que no hay el mínimo indicio empírico de que estas
sustancias existan.
Benjamin
añora una época en la que el pueblo llano tenía una vida miserable, sin acceso
al conocimiento o a la experiencia estética, y en el cual sólo las élites podían
deleitarse con la contemplación de una sinfonía o una escultura. Obviamente, la
obra de Benjamin es un desprecio a los pueblos del Tercer Mundo, ávidos de
tener acceso a aquello que, hasta fechas muy recientes, era un lujo sólo para
las clases acomodadas del Primer Mundo.
Benjamin se hacía llamar ‘marxista’,
pero en realidad, esto es una traición a Marx. El fundador del llamado ‘comunismo
científico’ ciertamente habría sentido náuseas ante la idea del rechazo de
tecnologías de reproducción para hacer llegar a las masas empobrecidas las
grandes obras artísticas. En su desdén por la industrialización, Benjamin
pretende vivir en una sociedad en la cual las mercancías se producen
artesanalmente. No importa cuán defectuosas sean estas mercancías para resolver
necesidades y alcanzar maestría técnica, pero al menos son ‘auténticas’ y
conservan su ‘aura’.
Esta
obsesión con la autenticidad no es más que un fetiche (el mismo tipo de fetiche
que Andrew Potter ha magistralmente criticado en su obra, The Authenticity Hoax). Es la idea de que es preferible una
tecnología precaria y primitiva a una avanzada y eficiente, porque la primera,
a diferencia de la segunda, es más mística. He conocido personalmente gente que
prefiere usar fotografía de rollito develado que fotografía digital, porque la
primera conserva el ‘misterio’ de la foto que se tomó y abre la posibilidad del
error, mientras que la segunda propicia corregir el error instantáneamente, al
permitir tomar la foto nuevamente en caso de error. ¿Qué de malo tiene la
corrección técnica? ¿Dónde está el crimen en emplear accesorios para alcanzar
racionalmente un objetivo?
Mis
estudiantes tienen mucho que agradecer a Gutenberg, y a todos los grandes
industrialistas que promovieron técnicas de reproducción masiva. Y, si bien nunca
faltan entre los universitarios latinoamericanos, jóvenes que se dejan seducir
por el misticismo y el irracionalismo de la izquierda que abandonó a Marx, es
propicio recordarles que, gracias a la tecnología de reproducción masiva, ellos
mismos pueden leer a esos gurús luditas que, de haber triunfado su visión del
mundo, sus libros estarían confinados a las bibliotecas de coleccionistas
privados en castillos medievales.
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