Una democracia necesita, como bien advirtió en su momento Montesquieu, un
balance de poderes. Quien toma decisiones debe presentar cuentas claras, y se
ha abusado del poder, el sistema debe ser lo suficientemente flexible como para
permitir que algún agente denuncie ese abuso de poder, y se tomen las medidas
correctivas.
Lo ideal es que las propias instituciones del Estado sean lo
suficientemente autónomas del poder central para poder cumplir esta labor.
Pero, por supuesto, no siempre ocurre así. Con todo, las democracias han
cultivado mecanismos alternos de poner freno a los abusos del poder. Los
‘chivatos’ o ‘alertadores’ han venido a desarrollar un importante papel en la
garantía de la democracia: desde el seno de las organizaciones, se han
convertido en informantes que llevan a la luz pública los abusos que se cometen
en las organizaciones en las cuales están inmersos. La mayoría de los países
democráticos ofrece un mínimo de protección y garantías jurídicas a los
chivatos.
Si el chivato opera en el seno de una institución del Estado, y la
información que provee puede colocar en riesgo la estabilidad del país en
asuntos militares, existe la tendencia a reprocharlo como un espía traidor a la
patria. Pero, en oposición a la pretensión nacionalista, hay obligaciones
éticas que están por encima de la patria. Es moralmente irresponsable proclamar
“mi país, para bien o para mal”. Si mi país ha hecho algo inmoral y lo guarda
como secreto, y yo tengo acceso a ese secreto, es moralmente aceptable (de
hecho, es heroico) romper el secreto y llevarlo a la luz pública. No importa
si, anteriormente, yo firmé un contrato que me impide divulgar secretos. Sólo
tengo obligación de guardar secretos que no sean inmorales.
Edward Snowden es el chivato más reciente en EE.UU. Trabajó como analista
en contratistas del gobierno norteamericano, y vio de cerca cómo el gobierno de
EE.UU. ha penetrado la telefonía china, para tener acceso a millones de
mensajes de textos escritos tanto por ciudadanos chinos como por ciudadanos
norteamericanos.
Escuchar conversaciones privadas sin una orden judicial previa es una
violación de una libertad civil elemental. El espionaje no es en sí mismo
objetable, siempre y cuando esté dirigido contra personajes para los cuales
existan una fuerte presunción de actividad ilegal o que constituyan amenaza
para la seguridad pública. Pero, no podemos aceptar que millones y millones de
personas constituyan una amenaza a la seguridad pública.
La situación en EE.UU. es ya preocupante. En momentos de guerra, las libertades
civiles ceden. Lincoln suspendió el habeas
corpus, el derecho al debido proceso, durante la guerra civil
norteamericana. Franklin Roosevelt hizo algo similar durante la Segunda Guerra Mundial, además
de que infamemente colocó a los ciudadanos de origen japonés en campos de
concentración. A partir de la llamada “Guerra contra el terror” en 2001, Bush
adelantó la Ley Patriota
(la cual viola muchas libertades civiles), y ahora, se revela que el gobierno
norteamericano avanza en su proyecto de pretender vigilar masivamente las
conversaciones privadas, tanto fuera como dentro de su país. El chivatazo de
Snowden es un gesto heroico para poner freno a este abuso del control estatal.
Pero, como en todo, no falta hipocresía a la hora de aproximarse a este
asunto. El gobierno de Venezuela, mi país, se rasga las vestiduras por Snowden.
Ve en él a un valiente disidente que despertó una conciencia moral ante los
abusos del imperialismo norteamericano. Y, como parte de una maniobra
propagandística, Venezuela se ha ofrecido como puente para que Snowden alcance
un asilo en Ecuador, un país aliado de Venezuela.
El gobierno de Venezuela no tiene autoridad moral para apoyar a Snowden. Si
bien la Constitución
de la República Bolivariana
de Venezuela, en su artículo 48, estipula que no está permitido interferir
conversaciones privadas (salvo por una orden judicial), el gobierno
continuamente lo hace. Y, peor aún, ¡las transmite en la televisora estatal
para someter al escarnio público a sus oponentes! Manuel Rosales, Teodoro
Petkoff y Miguel Otero Silva, entre otros, han sido víctimas de estos abusos.
Pero, no es sólo eso. Lo mismo que en EE.UU., en Venezuela está
erosionada la protección a los chivatos. Lo mismo que los patriotas
norteamericanos, los patriotas venezolanos pretenden que los funcionarios públicos
sean más fieles al Estado que a la moral.
Por ejemplo, hace unos años, el presidente de PDVSA, Rafael Ramírez, tuvo
una reunión con gerentes de su empresa, en la cual amenazaba con amedrentar y
expulsar a quienes no comulgaran con sus ideas políticas. Uno de esos gerentes
grabó la grabación y la difundió públicamente, como parte de la denuncia de los
abusos que se cometen en PDVSA. En vez de proteger a este chivato, se le
persiguió bajo la excusa de que había violado la seguridad de la empresa, y se
había convertido en espía a favor del enemigo (el mismo alegato que el gobierno
de EE.UU. hace respecto a Snowden). Hoy, ningún funcionario público en
Venezuela tiene la capacidad de llevar a la luz pública los abusos que se
cometen dentro de las organizaciones públicas, pues corre el riesgo de enfrentar
la acusación de violar acuerdos de guardar secretos organizacionales.
Venezuela apoya a Snowden, sólo porque es un disidente del poder al cual
se enfrenta, y ve en ello una buena oportunidad para armar un show mediático. Pero, Venezuela está muy
lejos de apoyar el cultivo de las libertades civiles, y la garantía de que los
chivatos tengan un mínimo de seguridad después de cometer un acto de valentía.
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