Mi último año de secundaria lo hice
en el Colegio Santa María Goretti de Maracaibo, una escuela que siempre
desprecié debido a su mediocridad. El dueño del colegio era un sacerdote
católico, el padre Severín. Este cura, de carácter bonachón y afable, gustaba de
hacer misas a las cuales debíamos asistir obligatoriamente. Los niños pequeños,
siempre ávidos de cualquier excusa para no recibir clases, disfrutaban la misa,
pues así no tenían que estar en el salón de clases estudiando.
Por
supuesto, la indisciplina del salón inmediatamente se trasladaba a la misa. Y,
cuando llegaba la ocasión de dar el abrazo de la paz, los niños formaban el ‘bochinche’
(una palabra criolla que expresa ‘desorden’). Los niños iban corriendo por toda
la capilla para abrazar a sus compañeritos; obviamente, su intención no era
tanto hacer las paces, sino generar caos y desorden en el rito. Desesperado
ante el sabotaje de su misa, Severín tomó una decisión drástica que anunció en
la liturgia: en sus misas, sólo estaba permitido dar el abrazo al compañerito
de al lado.
Quince años después, me entero de que Severín
continúa creando nuevas reglas litúrgicas en el abrazo de la paz. Ahora, como
cura de la iglesia Hogar Clínica San Rafael, le ha comunicado a la feligresía
que no debe abrazar a otra gente durante la sesión del abrazo de la paz. El
motivo: evitar el contagio de la gripe H1N1, la cual ha tenido un reciente
brote en Maracaibo. Como añadido, Severín en su homilía ha anunciado que él
conoce a un monseñor capellán del ejército, que está con una infección avanzada
de H1N1, y que “está vivo de milagro”, pero que lo tienen recluido para que no
se sepa la verdad. El gobierno, según Severín, está ocultando las altas cifras
de víctimas fatales del H1N1.
Me
parece estupendo tomar medidas cautelares ante el avance del H1N1. Pero, por
supuesto, Severín debería ser un poco más consistente, y si de verdad quiere
mantener el rigor higiénico, debería prohibir las pilas de agua bendita en las
cuales todo el mundo coloca sus manos llenas de gérmenes, y en el momento de la
comunión, debería entregar la hostia con una pinza, en vez de con las manos.
Presumo, no obstante, que Severín (y la casi totalidad del clero) no concibe
que el cuerpo de Cristo (por vía de la doctrina de la transustanciación)
acumule microorganismos dañinos.
Sí
me parece grave, no obstante, la forma en que Severín alimenta el rumor
conspiranoico en torno a la H1N1, sin la menor prueba como respaldo. Su homilía
genera un pánico moral, y ante una situación sanitaria ciertamente difícil, sus
palabras promueven una histeria colectiva de temor, desconfianza y angustia.
Pero,
a decir verdad, esto no es exclusivo de Severín o de la reacción de los
marabinos ante el H1N1. Todas las epidemias han propiciado pánicos morales. La epidemia
es mucho más que una mera condición biológica. Como añadido a los factores
biológicos, hay en la epidemia factores sociales que condicionan el
entendimiento público de la enfermedad; en otras palabras, además de los
microorganismos, existe una construcción social de la enfermedad. Rara vez una
población se ha limitado a racionalmente evaluar las causas de una enfermedad,
y analizar la alternativa más efectiva. Por el contrario, la epidemia sirve
como oportunidad para que la sociedad saque a relucir sus prejuicios, temores y
angustias que no proceden de la epidemia, pero que ésta los activa.
La
peste bubónica del siglo XIV es probablemente el ejemplo más famoso. En aquella
catástrofe, desapareció la mitad de la población europea. Hubo muchos intentos
en vano por aliviar la situación, en buena medida porque no se conocía la
existencia de microorganismos (la peste bubónica es generada por una bacteria
que se aloja en una pulga, la cual a su vez se aloja en la rata negra). Ante la
desesperación, el intento por controlar la epidemia se tiño de matices
religiosos y políticos.
Mucha
gente creyó que aquello era el fin del mundo, el apocalipsis como castigo por
los pecados. Surgió así una secta religiosa, los flagelantes. Los miembros de
esta secta deambulaban por toda Europa flagelándose la espalda, como ofrenda de
sufrimiento para que Dios suspendiese su castigo. Los flagelantes fueron
creciendo en popularidad. El Papa vio esto como una amenaza a su autoridad, y
prohibió la secta, pero ante la catástrofe epidemiológica, ésta continuó.
En
las epidemias, es común buscar un agente culpable más allá de las causas
estrictamente naturales. La mente humana tiene una tendencia a inventarse
causas artificiales para las
catástrofes. Y, de ahí procede el pánico moral. El temor no es estrictamente al
virus o a la bacteria, sino a la acción de un humano que, o bien genera la
enfermedad, o al menos, la expande. En el siglo XIV, este pánico moral se
proyectó sobre los judíos: no hubo tardanza en acusarlos como los culpables de
la peste, al supuestamente envenenar pozos y raptar niños.
La
construcción social de muchas enfermedades ha continuado hasta nuestros días.
El paciente infectado con VIH no tiene una mera afección en su sistema
inmunológico. Es un paria (afortunadamente, cada vez menos) de la sociedad. Y,
nuevamente, en torno al SIDA se ha propiciado un pánico moral. El paciente muchas
veces está sujeto a restricciones innecesarias, y proliferan teorías
conspiranoicas sobre el origen de esta enfermedad: desde el castigo divino por
la homosexualidad, hasta experimentos perversos realizados por la CIA en el
África.
En
los últimos años, ha habido un resurgir del gusto por los zombis en el cine y
la literatura. No extraña que así sea. Pues, el zombi es una poderosa metáfora que
representa el pánico moral. En estas películas y novelas, los sobrevivientes
desarrollan un inmenso temor por las masas de zombis que acechan al unísono. El
zombi representa todo aquello que teme la ciudadanía: el inmigrante, el negro,
el enfermo, el homosexual, etc. En The
Walking Dead (una novela reciente sobre zombis), uno de los personajes hace
una aguda observación: los verdaderos zombis y monstruos somos nosotros, al
exhibir conductas irracionales frente a las adversidades.
Al menos, el zombi afortunadamente está
confinado a la ficción. Lamentablemente, en las epidemias, los enfermos muchas
veces se convierten en metáforas vivientes (y no meramente ficticias) de todo
aquello que la sociedad teme.
Hay
en Venezuela un temor creciente frente el gobierno. La inflación, inseguridad
ciudadana y escasez de rubros ha hecho que el ciudadano común desconfíe de
quien ejerce la autoridad. La torpeza de Nicolás Maduro al manejar su crisis de
legitimidad tras el cuestionamiento de las elecciones en las que resultó
ganador, ha contribuido aún más a esta falta de confianza. En la ciudadanía
venezolana, algunos temores tienen sustento (es perfectamente racional temer a
los delincuentes o funcionarios corruptos en este país), pero otros no. El
brote de la H1N1 ha servido como plataforma para proyectar esos temores, más
allá de su base racional, del mismo modo en que ocurrió durante la peste
bubónica. En el siglo XIV, era racional temer a los bandoleros de camino, pero
la aparición de la peste hizo aparecer un pánico por los judíos, un temor
absolutamente irracional. Pues bien, la H1N1 está haciendo que aquellos que
temen la delincuencia o la corrupción en Venezuela (temores racionales) ahora
teman una mega conspiración nacional para suprimir las cifras de víctimas (un
temor que, hasta ahora, no tiene mayor sustento).
Las
enfermedades no se erradican sólo con higiene y descubrimientos científicos. Es
necesario también difundir una mentalidad colectiva crítica que prevenga el
auge de pánicos morales que fácilmente pueden conducir a decisiones erradas. Solicitar
que no haya contacto físico mientras no se erradique una gripe, es racional. Inventar
que el gobierno tiene una conspiración para engañar al pueblo y ocultar las
cifras, es irracional. Al final, no sólo debemos combatir los gérmenes físicos,
sino también los gérmenes mentales que entorpecen la consecución de la sanidad
en una sociedad. El primer paso consiste en armarse con pensamiento crítico
frente a las amenazas de la irracionalidad de los pánicos morales.
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