Según varios analistas, desde hacía
mucho tiempo la Major League Baseball estaba en conocimiento del amplio consumo
de sustancias prohibidas entre sus jugadores, pero decidió no intervenir, pues
prefirió asegurar la taquilla en sus estadios. En 1994 hubo una huelga de
jugadores, y eso desencantó a la afición; los estadios se vaciaron. Sólo se
vinieron a llenar nuevamente en 1998, cuando dos peloteros, Mark McGwire y
Sammy Sosa, hicieron hazañas increíbles en el terreno. Años después se supo que
ambos peloteros consumían sustancias prohibidas, pero la Major League Baseball optó
por no intervenir en aquel momento, pues prefirió conservar el espectáculo que
representaban las hazañas de Sosa y McGwire. Una vez que aseguró la taquilla,
entonces la Major League Baseball sí decidió ser más rígida con el consumo de
sustancias prohibidas.
Esto,
por supuesto, refleja una tremenda hipocresía: la presión del show business hace que se relajen los
estándares morales. Pero, el reciente escándalo en torno a Alex Rodríguez y los
esteroides hace propicia la ocasión para preguntarse hasta cuándo pueden las
federaciones deportivas pueden sostener la prohibición de sustancias. Y, me
parece que ha llegado el momento en que las organizaciones deportivas deben
plantearse seriamente la legalización de estas sustancias, por varias razones
fundamentales.
La
primera, es sencillamente pragmática: el número de atletas que ya consume estas
sustancias es demasiado alto. No hay forma de controlar esto. Al final, las
organizaciones deportivas deberán seguir el ejemplo de los gobiernos que, tras
décadas de violencia y corrupción, decidieron legalizar las bebidas
alcohólicas. Por cada atleta que es castigado por usar sustancias prohibidas,
cinco más las consumen por primera vez. Es claro que los castigos no tienen
poder disuasivo, precisamente porque el uso de estas sustancias rinde frutos
que superan el riesgo de una sanción.
Hay
sustancias prohibidas que perjudican a los propios atletas. Pero, en una
sociedad verdaderamente libre, el Estado (u otras organizaciones) debe dar
suficiente espacio a los individuos para que ellos mismos tomen sus propias
decisiones. De lo contrario, se incurriría en el vicio del paternalismo. El
atleta que consume esteroides sabe muy bien que, si bien estas sustancias
pueden mejorar su rendimiento en el corto plazo, a largo plazo hay tremendos
riesgos. Las organizaciones deportivas pueden advertir sobre estos riesgos,
pero no creo que tenga autoridad moral para prohibir estas prácticas.
El
Estado puede advertir a los ciudadanos que las prácticas sexuales de asfixia
son peligrosas, pero no tiene autoridad moral para castigar a quien las
realice. Es el mismo motivo por el cual, los libertarios siempre han defendido
la legalización de las drogas: el consumidor toma su propia decisión sin
coerción externa, y esa decisión debe ser respetada.
En
todo caso, varias sustancias prohibidas en el deporte ya ni siquiera son
riesgosas. Se prohíben, no por el daño que generen, sino porque constituyen una
forma de corromper la competencia leal, al dar ventaja a unos por encima de
otros.
Este
argumento me parece aún más débil que el argumento paternalista. Virtualmente
ningún deporte está libre de tecnología. En todos, se utiliza alguna extensión
del cuerpo (la definición clásica de tecnología). Y, precisamente, los
diseñadores de los aparatos tecnológicos deportivos están inmersos en una
carrera competitiva por el diseño de mejores aparatos para que sus atletas
ganen.
El
deportista surge con talento y disciplina, es verdad. Pero, también recibe ayuda
de la tecnología. Y, en muchos casos, la tecnología puede ser decisiva para
conseguir ventaja en la competencia. No nos oponemos al refinamiento de bates,
tacos, guantes, trajes de baño, palos de golf, canilleras, protectores, etc. ¿Por
qué no nos oponemos al refinamiento de estos aparatos tecnológicos, pero no nos
oponemos al refinamiento de sustancias bioquímicas que potencian la performance
deportiva?
Alguna
gente alega que esos aparatos son meramente externos, mientras que las
sustancias bioquímicas son ya invasiones al cuerpo. No veo por qué este hecho
sí legitima el uso de un mejor zapato, pero no legitima el uso de un esteroide.
Pero, en todo caso, hay muchas modificaciones corporales que se realizan para
mejorar el rendimiento deportivo, y con todo, nadie los protesta. Algunos
jugadores de béisbol se han hecho cirugías ópticas para visualizar mejor la
pelota. Algunos jugadores de baloncesto se han hecho liposucciones para
eliminar grasa. ¿Bajo qué criterio esas modificaciones corporales sí son
aceptables, pero el uso de esteroides sigue estando prohibido?
La
única forma de preservar la competencia leal sería prescindir de todo tipo de
tecnología, no sólo durante la competencia, sino también durante los
entrenamientos. Esto, por supuesto, es totalmente inoperativo. Y, además, aun
si prescindiéramos de la tecnología en el deporte, quedaría aún la disparidad
en el talento innato, y nuevamente, bajo ese mismo criterio, esto haría injusta
la competencia. Si empleáramos el criterio de justicia tan rígida que pretenden
quienes se oponen al uso de sustancias en el deporte, entonces habría que
organizar competencias en las cuales participen personas con el mismo grado exacto
de talento.
Al
final, me parece que, en el fondo de la oposición a los esteroides y otras
sustancias en el deporte, yace una ideología peligrosa: el ludismo. Los luditas
fueron un grupo revolucionario que, a inicios del siglo XIX durante el apogeo
de la revolución industrial en Inglaterra, se propusieron la destrucción de los
telares. Los luditas temían que las máquinas reemplazaran al hombre y generasen
desempleo.
Hoy,
persiste esa ideología, no tanto por el temor al desempleo, sino por la
añoranza de un pasado bucólico libre de tecnologías. La tecnología, por
supuesto, siempre ha sido un arma de doble filo. La rueda sirvió para hacer
grandes construcciones, pero también sirvió para diseñar el carro de guerra, y
matar con más eficiencia. Pero, un mínimo de sensatez debe conducirnos a
admitir que, en balance, la tecnología ha resultado muchísimo más beneficiosa,
y tenemos la exigencia ética de continuarla.
En
nuestros tiempos, la tecnología ofrece grandes potencialidades, y a partir de
esto, ha surgido el movimiento ‘transhumanista’, el cual pretende llevar la
tecnología (sobre todo la biotecnología) a sus máximas consecuencias, a fin de
potenciar significativamente las habilidades humanas. Pero, precisamente, los
nuevos luditas buscan obstaculizar el camino del transhumanismo, y apelan a los
mismos argumentos débiles que se emplean para oponerse al doping en el deporte.
Los neoluditas tienen la preocupación de que
las nuevas tecnologías coloquen en riesgo el sistema democrático, al crear una
casta de personas con acceso a estas tecnologías, y otra casta en tremenda
desventaja, por no tener acceso a ellas. Es la misma objeción que se hace en el
deporte: las sustancias dan ventaja a unos atletas por encima de otros. A esto,
debe responderse que la historia de la tecnología nos ha demostrado que, si
bien los aparatos empiezan en una selecta élite, eventualmente son difundidos
en las masas. Contrario al temor de los neoluditas, la tecnología tiene un gran
potencial democrático. Al principio, los teléfonos celulares sólo estaban
reservados para altos ejecutivos. Hoy, han conquistado el mundo. Y, previsiblemente,
lo mismo ocurriría con el doping: si
de verdad se liberase su uso, eventualmente casi todos los atletas lo
emplearían, y esto restituiría la competencia, democratizando así el deporte.
La
otra gran preocupación de los neoluditas es la deshumanización: al emplear las
tecnologías propuestas por los transhumanistas, nos convertiríamos en máquinas y
perderíamos nuestra esencia humana. En el deporte, también se hace esta
objeción: el atleta que acude al doping se
deshumaniza, al renunciar a su condición natural, y convertirse en una suerte
de robot (una caricatura de esto es Iván Drago, el boxeador soviético de Rocky IV).
Pero,
¿por qué debemos asumir que existe una esencia humana? Y, aun si esta esencia
existiese, ¿por qué debemos conservarla? ¿Dónde está lo objetable en modificar
nuestra esencia hacia algo mejor? Además, ¿dónde colocamos el límite? Muchos
aparatos tecnológicos consisten en cierta modificación de nuestra esencia
mediante aparatos invasivos: patas de palo, calzas de dientes, marcapasos. ¿Estamos
dispuestos a renunciar a estos beneficios para complacer la manía naturalista
de los neolduditas? De la misma forma, en el deporte, nos acercamos un poco más
a ser máquinas, cuando empleamos tecnologías que sirven como extensión de
nuestro cuerpo. El zapato deportivo es una extensión del pie, pero hoy nadie
pretende que se corra descalzo en las competencias, como se hacía en los
antiguos juegos olímpicos. ¿Por qué sí estamos dispuestos a permitir el uso de
una extensión del pie, pero no una extensión de nuestro sistema endocrino con
el doping?
Alex
Rodríguez, Barry Bonds, Lance Armonstrong, Ben Johnson, y tantos otros, no son héroes.
Ellos incurrieron en competencia desleal, al violar una ley y aprovecharse de
sustancias que, precisamente por el cumplimiento de las reglas, otros atletas
no emplearon. Doparse en estas circunstancias es inmoral, y ciertamente su
castigo es meritorio. Pero, es igualmente inmoral el seguir prohibiendo estas
sustancias. Vale invocar acá el principio de perjuicio de John Stuart Mill: una
acción es censurable, sólo si hace daño a otras personas. No veo a quién hace
daño el uso de sustancias en el deporte.
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