Soy
nieto de un emigrante español, y he visitado varias veces España. Pero, hasta
hace cuatro años, no era ciudadano español. Gracias a la llamada “Ley de la
Memoria Histórica” promovida por José Luis Rodríguez Zapatero, conseguí la ciudadanía
española. Esa ley promueve la eliminación del legado franquista, y parte de la
propuesta consiste en conceder la ciudadanía española a los descendientes de
aquellos que tuvieron que emigrar como consecuencia de la persecución
franquista.
En
realidad, mi abuelo era simpatizante de Franco, y la abrumadora mayoría de los
españoles en Maracaibo contemporáneos con mi abuelo también lo eran. Por ello,
supongo que hay muchas otras personas que hoy reclaman la ciudadanía española
bajo esa ley, pero que en realidad, son descendientes de simpatizantes del régimen,
quienes emigraron por motivos no políticos. Esto suele ocurrir con los
programas de acción afirmativa: en el afán de ingenuamente corregir las
injusticias del pasado, se termina dando beneficios a quienes no fueron víctimas (por ejemplo, en
EE.UU., un hijo de nigeriano puede recibir beneficios compensatorios de la
esclavitud, cuando en realidad, hay alta probabilidad de que esa persona sea
descendiente de algún esclavista que
hacía negocios con los negreros blancos).
La
Ley de Memoria Histórica también pretende promover una suerte de nueva
historiografía oficial sobre el período de la república, la guerra civil, y la
dictadura franquista. Y en virtud de que esta ley me ha favorecido
(injustamente, como admito), he decidido revisar someramente sus otras
aplicaciones, e ilustrarme un poco sobre este periodo tan lamentable de la
historia española. Ciertamente, la dictadura franquista fue nefasta, y aplaudo
la iniciativa de desmontar monumentos como el Valle de los Caídos, y renombrar
calles y avenidas que antaño llevaron el nombre de los secuaces de Franco.
Pero,
la Ley de Memoria Histórica corre el riesgo de ir demasiado lejos, y hacer un
retrato demasiado bucólico de la segunda república española. Debo confesar que,
hasta hace muy poco, yo mismo aceptaba este retrato bucólico. Entre más leo
sobre este período, más me convenzo de que la guerra civil española no fue una contienda entre el fascismo y
la libertad, sino entre una coalición en la cual vino a prevalecer el fascismo,
y una coalición en la cual las ideas totalitarias soviéticas (y en menor
medida, la propia injerencia de Stalin) tuvieron bastante influencia. Y, de ese
modo, el llamado ‘bando republicano’ tuvo una gran dosis de culpabilidad en
esta tragedia. Explicaré brevemente por qué.
En
1931, tras más de diez años de complicidad con la dictadura del general Primo
de Rivera, el rey Alfonso XIII se dio cuenta, tras unos comicios electorales
municipales, que no tenía apoyo, y sabiamente decidió dimitir. Reprocho las monarquías,
pero puedo admirar el gesto personal de un monarca, y opino que, en este caso,
Alfonso XIII merece elogios como un regente que, a diferencia de muchos otros,
no se vio embriagado por el poder, y supo renunciar a tiempo.
La
renuncia del rey abrió paso a la segunda república española. España arrastraba
el legado reaccionario del atraso, y así no todos los sectores españoles
estuvieron satisfechos con aquellos acontecimientos, pero aún así quedaron a la
espera de ver qué ocurría. Inmediatamente se procedió a redactar una constitución,
muy avanzada en muchos puntos, y con una gran promesa liberal. Pero, en su
avance, fueron demasiado lejos, y en algunos puntos muy sensibles, la
constitución abandonó su carácter liberal.
Ese
punto sensible era, por supuesto, la religión. La constitución de 1931
secularizaba el Estado, marginaba a la educación religiosa, y despojaba de
subsidios a las órdenes. Todo esto me parece loable, pues el fundamento del
Estado laico. Pero, iba más lejos: estipulaba el derecho del Estado a confiscar
arbitrariamente la propiedad eclesiástica y permitía vigilar de cerca a las
órdenes religiosas por considerarlas una amenaza a la seguridad del Estado. En
esto, la república española se alejaba del modelo laico francés, y se acercaba
mucho más al ateísmo totalitario soviético.
Naturalmente,
esto suscitó la ira de muchos sectores católicos. Pero, en vez de manejar el
asunto con guantes de seda, las autoridades dieron rueda libre a que hordas y
milicias paramilitares simpatizantes del gobierno, saquearan y quemaran conventos
e iglesias. Yo estoy de acuerdo en que en los conventos e iglesias se enseñan
estupideces, pero invoco acá la frase célebre de Voltaire: “no estaré de
acuerdo con vos, pero lucharé hasta la muerte por vuestro derecho a expresaros”.
Hubiera sido mucho más fácil y valedero vencer a los curas en el podio del
debate, que poner fuego a sus iglesias. Los países más secularizados del mundo
(los escandinavos) han llegado a ese estado, sin necesidad de perseguir a
clérigos, sino derrotándolos en la discusión. Los republicanos españoles se
pasaron este espíritu liberal por el culo.
En
aquel clima de inestabilidad, gente no conforme con la república como sistema
de gobierno per se, y obviamente
sedienta de poder, aprovechó la coyuntura y se valió de excusas para hacerse
con el poder. Así, en vista de las persecuciones anticlericales y otros focos
de inestabilidad, el general José Sanjurjo (un militar que resentía a Alfonso
XIII por haber retirado su apoyo a Primo de Rivera, y quien advirtió no poder
garantizar el orden tras la derrota electoral de los monárquicos en 1931),
intentó un golpe de Estado en 1932. Aquella intentona fue muy modesta, con un
bajo número de muertos, y con muy poco apoyo, entre quienes desconfiaban del
gobierno republicano. Sanjurjo fue apresado, pero no ejecutado. En esto,
quienes luego conformarían el “bando republicano” en la guerra civil, mostraron
clemencia y dignidad, pero sería sólo momentánea, en vista de las atrocidades
en las cuales luego se incurrieron durante la contienda bélica.
El
gobierno de turno intentó una reforma agraria en ese mismo año de 1932, muy
urgida en aquella sociedad latifundista. Se tomaron pasos importantes, pero,
nuevamente, surgieron descontentos considerables. Esta vez, los anarquistas se
alzaron, pues exigían mayor radicalismo en la expropiación y repartición de la
tierra. La coalición de izquierda que gobernaba se empezó a fragmentar, y esto
propició que, en las elecciones de 1934, resultara vencedora una coalición de
derecha.
Esta
coalición asumió el nombre de CEDA (Confederación Española de Derechas
Autónomas). Se trató de un movimiento bastante heterogéneo. Su principal líder,
Gil Robles, tenía inclinaciones autoritarias y contaba con el respaldo del
clero más rancio. Resultó muy fácil que la izquierda identificara a Gil Robles
y la CEDA con el fascismo. Pues, por aquella época, se consolidaba en Italia y
Alemania ese movimiento. La izquierda miraba con terror que, en esos países,
los fascistas consolidaran su poder por vía democrática, y en su análisis,
España sería el próximo país en hacerlo.
El
nuevo gobierno derechista derogó algunas leyes y reformas adelantadas en los
primeros años de la república. Asimismo, fue impregnando su retórica con tonos
fascistas y anti-republicanos, y se fue abriendo espacio de participación a la
Falange, la organización abiertamente fascista a cargo del hijo del general
Primo de Rivera. Pero, sería injusto calificar a Gil Robles o la CEDA como ‘fascistas’.
Tenían vinculación con ideas conservadoras, pero
no fascistas, en el sentido tradicional de Mussolini. El fascismo español
vino a aparecer y consolidarse con la Falange, tiempo después. La CEDA llegó
por vía democrática, y sus medidas, si bien impopulares entre muchos sectores,
fueron tomadas desde un gobierno legítimo.
Pero,
la izquierda temía que la CEDA, igual que los partidos fascistas en otros
países europeos, llegase democráticamente al poder, pero una vez asentado,
destruyese la democracia. Y, así, la izquierda preparó una rebelión de gran
envergadura en 1934. Ésta estuvo mal organizada, y fue fácilmente suprimida. La
excepción fue Asturias. Ahí, los mineros alzados en armas aguantaron por varias
semanas, y el gobierno procedió a una represión más fuerte.
La
represión fue desmedida, y el gobierno de derecha lo pagó caro, pues como
consecuencia perdió popularidad, y se fragmentó, al punto de que, en las
elecciones de 1936, sufrió una derrota. Pero, deseo resaltar acá un punto
frecuentemente aludido por el historiador Pío Moa: los sucesos de 1934 fueron
cruciales en el posterior desarrollo de la guerra civil. El partido de Gil
Robles no era la amenaza fascista que
sus opositores imaginaron, y no había justificación para intentar derrocar un
gobierno legítimamente constituido. La organización de la rebelión de 1934
terminó por ser un desconocimiento del principio de alternancia democrática, y
pareció enviar la señal de que la izquierda no iba a tolerar un gobierno que no
estuviese conformado por sus personajes. Muchos de los sublevados de 1936
invocaron la rebelión de 1934 como excusa: si la izquierda no estaba dispuesta
a reconocer a un gobierno legítimamente constituido, pues ahora, la derecha
tampoco estaba en obligación de hacerlo.
Así
pues, realizadas las elecciones de 1936, la coalición izquierdista del Frente
Popular resultó vencedora, pero la situación empezó a deteriorarse. En esta
coalición empezaron a figurar personajes que ya no eran los demócratas liberales
de antaño, sino izquierdistas más radicalizados que también empezaron a desconfiar del modelo republicano, pues a su
juicio, obedecía a una democracia liberal burguesa que en realidad no respondía
a los intereses del proletariado; la solución era una revolución social. Gente
como Largo Caballero (el “Lenin español”) radicalizó el mensaje, y a medida que
sus posturas fueron cobrando prominencia, creció la desconfianza en la derecha.
Esta desconfianza hizo prosperar aún más las milicias fascistas que servían
como grupos de choque.
El
gobierno formado en 1936 fue débil desde un principio. Una pandilla de
falangistas asesinó a José Castillo, un militar simpatizante de la izquierda.
Como represalia, una pandilla izquierdista asesinó a José Calvo Sotelo, la
figura que había emergido como líder de la derecha. Si bien Calvo Sotelo no fue
víctima de la acción directa del gobierno izquierdista, éste hizo poco por contener
a los simpatizantes grupos de choque. Esto no fue propiamente el detonante de
la guerra civil, pues ya de antemano varios generales habían estado preparando
la sublevación. Pero, sí fue un evento significativo en terminar de impulsar la
rebelión. Francisco Franco, hasta ese entonces renuente a participar, tomó
partido a raíz del asesinato de Calvo Sotelo.
Una
vez iniciada la guerra civil, hubo atrocidades de parte y parte. Fue menos una
guerra de combate, y más una guerra de ejecuciones en la retaguardia. Los
sublevados cometieron crímenes terribles en Badajoz, los leales hicieron lo mismo
en Paracuellos. Hubo también injerencia extranjera, y España se volvió el
escenario de medición de poderes internacionales. Hitler y Mussolini ofrecieron
plenitud de recursos a las tropas de Franco, Stalin ofreció ayuda logística y
armamento a los leales, pero a cambio, depredó cuantiosas reservas de oro
españolas.
Las
historiografías derivadas de la Ley de Memoria Histórica deberían narrar los
hechos como sucedieron realmente, en vez de ocultar los errores morales del bando
republicano. Ciertamente, en balance, hubo más atrocidades en el bando
franquista que en el bando republicano, pero urge documentar todas las atrocidades. Asimismo, la
rebelión de 1936 es injustificable, pero los historiadores deberían también
condenar la de 1934, y aceptar que aquello fue un garrafal error que, como la
caja de Pandora, una vez abierta, dio paso a la calamidad.
Como
nuevo ciudadano de España, pretendo aportar un grano de arena a la
reconciliación entre mis nuevos conciudadanos. Ésta se consigue documentando
atrocidades e inmoralidades de ambos bandos.
Una Ley de Memoria Histórica que seleccione arbitrariamente documentar sólo
unos hechos según la conveniencia política, no hará más que prolongar el
resentimiento y la desconfianza.
Y,
como ciudadano de Venezuela, creo que podemos aprender algunas lecciones de la
experiencia española. Como ocurrió en los años previos a la guerra civil
española, el gobierno izquierdista fundado por Hugo Chávez continuamente ha
jugado a la falsa representación de la oposición como grupos fascistas. Ciertamente,
en 2002, hubo una intentona golpista contra el legítimo gobierno de Chávez. Pero,
¡Chávez hizo lo mismo contra el legítimo gobierno de Carlos Andrés Pérez en
1992! Los izquierdistas venezolanos deberían tomarse más en serio la
advertencia del historiador Pío Moa: cuando un grupo desconoce las leyes y el
principio de alternancia democrática, resulta muy difícil ponerle fin a la
cadena de golpes y contragolpes. A nivel retórico, el gobierno de Chávez (y
ahora de Maduro), ha prometido respetar la alternancia democrática y la voz de
las urnas. Pero, al mismo tiempo, lo mismo que hizo la izquierda española, ha
armado a grupos de choque, y éstos han claramente advertido: “Con Chávez todo,
sin Chávez, plomo”. Eso es jugar con fuego.