En la mitología griega, la quimera es un monstruo con
cuerpo de cabra y cabeza de león, la esfinge tiene cuerpo de león y alas de
ave, y la harpía es un pájaro con cabeza de mujer. Todas estas criaturas causan
espanto, y probablemente, tengamos alguna predisposición neuronal a temer a los
híbridos. H.G. Wells supo explotar este temor, con su terrorífica La isla del doctor Moreau, una novela
sobre un científico loco que diseña híbridos.
Pues
bien, estas imágenes terroríficas de la mitología y la ciencia ficción han
vuelto a aparecer cuando se discute la tecnología de la ingeniería genética, y
el diseño de organismos genéticamente modificados. La tecnología es fácilmente
comprensible: es posible tomar algún filamento del ADN de una especie, e
insertarlo en el ADN de otra especie (generalmente mediante algún virus o
bacteria), a fin de producir una proteína que genere un rasgo deseado. Esta
tecnología ha permitido producir masivamente insulina, lo cual ha permitido
salvar la vida a millones de diabéticos. Pero, también se está empezando a
aplicar en la agricultura. Desde hace quince años, EE.UU. y otros países
producen cosechas con rasgos genéticamente modificados que sirven como pesticidas
naturales, o resistencia a herbicidas que sí afectan a malezas no deseadas, o salmones
con tamaño incrementado gracias a alguna hormona producida por un gen
insertado. Estos transgénicos, en vez de ser la quimera o la esfinge de la
mitología griega, más bien prometen ser la cornucopia de la mitología griega:
el cuerno de la abundancia.
Pero,
siempre ha habido tecnófobos. Y, así como los luditas en el siglo XIX
destrozaron las máquinas de telares por temor a que la industrialización los
dejara sin empleo y acabara con sus estilos de vida tradicionales, hoy grupos
como Greenpeace y otros verdosos alertan sobre los peligros de la
biotecnología. Ciertamente, la biotecnología es tan poderosa y revolucionaria, que
amerita una cuidadosa consideración de sus riesgos y oportunidades, y esto
debería abrir un debate franco. El problema, me temo, es que este debate casi
no se da, en buena medida porque los grupos ecologistas prefieren invocar
imágenes terroríficas de ciencia ficción, en vez de sentarse a razonar sus
argumentos y presentar evidencia plausible de ciencia real. Quedé sumamente
impactado cuando un querido amigo publicó en su Facebook un aviso (no escrito
por mi amigo, vale aclarar) de que los transgénicos modifican el ADN humano. Semejante
exabrupto me colocó en alerta de que, si bien hay motivos para tener cautela en
torno a los transgénicos, existe toda una campaña deliberada de desinformación.
Los
transgénicos son temidos por la izquierda y la derecha, y la oposición a la
biotecnología es uno de esos puntos en los cuales, curiosamente, los ‘marxistas
lechuguistas’ (como los llama J.M Mulet) y los reaccionarios antiprogresistas
coinciden. El primer argumento en contra de los transgénicos es que se trata de
hubris, el orgullo humano contra los
dioses. Esto, por supuesto, no convence a un ateo. Y, por lo demás, me parece
sumamente hipócrita que el poder evangélico norteamericano, con Bush a la
cabeza, defienda a los transgénicos, pero se oponga al cultivo de células
madres embrionarias.
Pero, hay gente que
opina que, aun si los dioses no existen, los humanos debemos tener cautela y no
tratar de modificar el entorno natural que, sencillamente, no controlamos. El
concepto de hubris está muy presente
en la mitología griega, y presumiblemente, los verdosos lo abstraen de ese
cuerpo literario. Pero, curiosamente, en la mitología griega hay muchísimas
historias que alertan sobre la hubris,
y de haberles hecho caso, hoy aún seguiríamos viviendo como los antiguos
atenienses. Dédalo le dijo a Ícaro que no volara muy cerca del sol, pues podría
morir; tercamente, Ícaro no hizo caso, y murió. ¿Moraleja de esta historia? No
pretender ser un ave y volar. Ergo, nunca debimos inventar los aviones. Esta
reducción al absurdo debería ser suficiente prueba de que la hubris no sirve como argumento para
oponerse a la tecnología. El ser humano tiene el talento de su inteligencia.
Debería emplearla para potenciar su supervivencia en un medio que, por lo
general, es hostil. Gracias a la hubris,
hoy la esperanza de vida es tres veces superior a la del Paleolítico, y vivimos
en una zona de confort frente a tantas amenazas naturales.
Además,
la manipulación genética no es propiamente nueva. Desde hace diez mil años, el
ser humano ha cruzado especies para generar nuevas variedades, y ha empleado la
cría selectiva para producir organismos con rasgos deseados. Autores como
Jeremy Rifkin alegan que, en la cría selectiva y la hibridación, la estrategia
no es tan agresiva, como sí lo es insertar un gen humano en una bacteria. Pues
bien, yo pregunto: ¿y qué? ¿Qué de malo tiene ser agresivo en el ingenio humano
y combinar ADN de especies distantes? Sólo si se parte de la intuición que
apela al factor asco, un transgénico generará escándalo. Pero, como bien
advierte el filósofo Julian Savulescu, la intuición no es suficiente
justificación ética. No queremos que nos traten de convencer con una versión
cinematográfica de Frankenstein; queremos que traten de convencernos con datos
emergidos de observaciones científicas rigurosas. Recordemos que el volar
también generaba asco en el mito de Ícaro.
Además, en los
transgénicos no se están creando monstruos a la manera del doctor Moreau: apenas
se están introduciendo pequeños segmentos de ADN procedentes de otras especies,
sin alterar la esencia de la especie receptora. Y, en todo caso, es dudoso apelar
a la esencia de las especies como argumento. Definir ‘especie’ ha sido
notoriamente difícil en la historia de la biología, precisamente porque no es
seguro que existan en la realidad. Contrario a la suposición de los
creacionistas platónicos antes de Darwin, las especies no son esencias fijas, y
en ese sentido, no es intrínsecamente objetable modificar especies antiguas
para generar nuevas.
Jeremy Rifkin también
opina que hay tecnologías alternativas para evitar las supuestas monstruosidades
de los transgénicos. Con la tecnología de la selección asistida de marcadores,
en vez de insertar genes de otras especies, podríamos hacer un mapa de los
genomas de las variedades, y así, sabríamos con precisión cuáles genes deseamos.
Con ese conocimiento, podríamos cruzar las variedades de forma más precisa,
pero sin necesidad de violar las barreras entre especies. Los agricultores del
Neolítico criaban selectivamente, pero lo hacían muy lentamente, porque sólo
observaban fenotipos. En cambio, conociendo la estructura de los genotipos,
podemos acelerar la cría selectiva.
Sin duda, la
tecnología de selección asistida de marcadores es un avance respecto a la
agricultura convencional. Pero, sigue siendo limitada. Sólo permite una
manipulación muy indirecta, y no potencia al máximo las oportunidades que
tenemos para ampliar la producción agrícola. Un mundo en el cual aún hay
hambre, no debería darse ese lujo.
Otros
alegan que los transgénicos representan un grave riesgo a la salud de los
consumidores. No ha habido la menor prueba que justifique este temor. Me parece
urgente aclarar que, en una discusión como ésta, la carga de la prueba reposa sobre
quien alega que los transgénicos son dañinos. Los filósofos siempre advertimos
que no se puede demostrar un negativo. Y, así, no podemos demostrar que los
transgénicos no hacen daño. Pero, mientras no se demuestre que hacen daño,
debemos presumir que no son dañinos.
Los
transgénicos son sometidos a arduos controles y pruebas, y jamás se han
documentado daños en los consumidores. Pero, como cabría esperar, los verdosos han
ideado toda suerte de teorías conspirativas para alegar que, en realidad, esos controles
no son arduos, pues existe un lobby de
multinacionales que presionan a las autoridades estatales para que sean suaves
con la industria de los transgénicos. Ya no existe la conspiración mundial
judeo-masónica, pero sí existe la conspiración mundial transgénica. El mundo según Monsanto, un film
investigativo de Marie Monique Robin, adelanta esa hipótesis.
El film
en cuestión es un bodrio de historias escabrosas sobre la influencia de los
lobistas de Monsanto, producido en el estilo manipulativo de Michael Moore. El
film no prueba jamás que los transgénicos son dañinos, sólo que las
corporaciones dominan a los políticos, y que cada vez hay menos científicos
independientes. Seguramente hay algo de verdad en esto. Pero, en ningún país se
ha cumplido a cabalidad el sueño de Montesquieu sobre la autonomía de poderes. Ciertamente
el film invita a preocuparse por la intersección del sector privado y el
público en el manejo del poder. Pero, el film no logra mucho más. Aun
suponiendo que, en efecto, corporaciones como Monsanto se valen de trucos
sucios para amedrentar a quien somete a control a sus productos, el hecho firme
es que, en los últimos quince años, jamás se ha reportado alguna epidemia por
el consumo de transgénicos.
Si, supongamos, la
industria automotriz hubiese presionado a las instituciones públicas para que
no sometiera a control riguroso la seguridad de los automóviles, eventualmente
la epidemia de accidentes automovilísticos hubiese hecho ver que los controles
originales no fueron eficaces. Nada de esto ha ocurrido con los transgénicos. Esto
es mucho decir.
Hay
preocupación de que, al traspasar ADN de otras especies a los cultivos, los
consumidores podrían sufrir reacciones alérgicas, pues no sabemos qué reacción
habría frente a esos genes interpuestos, en tanto nunca antes habían sido
consumidos. Me parece una preocupación legítima, pero no lo suficiente como
para eclipsar las enormes ventajas que trae el cultivo de transgénicos. Las
vacunas siempre generan algunos daños colaterales (pues, algún segmento de la
población no resiste las dosis), pero no por ello las dejamos de administrar.
En todo caso, lo más conveniente sería seguir sometiendo a examen riguroso a
los transgénicos, como de hecho se hizo con el arroz con lisina, el cual fue
sacado del mercado por su potencial alérgico (J.M Mulet explica esto muy bien
en Los productos naturales, ¡vaya timo!).
Los
verdosos no tienen firmes argumentos para oponerse a los transgénicos apelando
a la salud de los consumidores. Así pues, prefieren recurrir a los argumentos
ecológicos. Alegan que los transgénicos atentan contra la biodiversidad, y que
existe el terrible peligro de que lo genes de transgénicos se expandan a
cultivos convencionales y se homogenice la producción agrícola.
Siempre
hay el riesgo, por supuesto, de que la introducción de una nueva especie en un
ecosistema genere impactos. Pero, las advertencias apocalípticas de los
verdosos son extremas, y no tienen mucho fundamento. Cuando se domesticaron a
los animales, inevitablemente algunos escaparon del corral y presumiblemente dieron
lugar a nuevas poblaciones que desplazaron a otras especies y quizás redujo la
biodiversidad, pero nada de esto ha sido lo suficientemente dramático como para
lamentarnos por la existencia del perro doméstico. Y, por supuesto, cuando
camino con mi perra poodle en el
parque, siempre existe el riesgo de que sea impregnada por un perro callejero, y
la prole de mi perra tenga genes que yo no deseo. Pero, de nuevo, nada de esto
es motivo para lamentar que nuestros antepasados hubieran domesticado al perro.
Más aún, plenitud de agrónomos reconocen que es relativamente fácil aislar los
cultivos de transgénicos, a fin de evitar su expansión no deseada.
Ha
habido algunos casos, explotados por las campañas mediáticas y filmes como El mundo según Monsanto, en los cuales supuestamente
los agricultores convencionales cultivan transgénicos involuntariamente (puesto
que los cultivos vecinos sí son transgénicos y el viento y los insectos
trasladan el polen), y luego son demandados por las corporaciones
trasnacionales. Hasta donde sé, no hay corroboración de que estos casos
efectivamente han ocurrido así. Pero, aun si los hubiese, me parece que es
perfectamente legítimo que las corporaciones traten de proteger su propiedad
intelectual, y el jurado determinará si el campesino se aprovechó voluntaria o
involuntariamente del transgénico sin haber pagado.
Además,
los transgénicos suponen muchísimo más una esperanza que un riesgo para la
conservación del ambiente. Los transgénicos ofrecen la posibilidad de potenciar
la producción agrícola en el mismo terreno, reduciendo así el impacto de la
deforestación. Greenpeace prefiere conservar la agricultura convencional y potenciar
la tala de los bosques, en vez de usar la biotecnología y mantener intacto el
Amazonas.
Ante la
debilidad de los argumentos sanitarios y ecológicos, a los verdosos sólo les
quedan los argumentos económicos. Yo sospecho que ésta es la verdadera razón
por la cual hay oposición a los transgénicos. Empresas como Monsanto tienen
ganancias exorbitantes. Y, bajo la mentalidad del marxismo lechuguismo, una
actividad que haga al rico más rico es intrínsecamente objetable, sin importar
si esta misma actividad hace también menos pobre al pobre. Muchas veces, como
bien recordaba Churchill, el socialismo es la ideología de la envidia.
Se alega
que empresas como Monsanto patentizan sus productos. De nuevo, pregunto: ¿y qué?
¿Por qué ha de ser objetable la patente? El ser humano necesita un incentivo, y
la biotecnología requiere de un gran esfuerzo intelectual. Es justo y útil que
el científico (y el empresario que toma la iniciativa para que existan estos
científicos) sea recompensado por sus inventivas, de esa forma, futuros científicos
estarán motivados a hacer aún más avances.
Hay
denuncias de que las trasnacionales no compensan a los indígenas su
conocimiento tradicional, a partir del cual muchas veces se generan productos
patentados. A esto respondo: nadie ha colocado una pistola en la cabeza a los
indígenas para que compartan sus conocimientos. Si los indígenas de verdad
quieren hacer ganancias con su conocimiento, perfectamente tienen la opción de
no divulgarlo, y sentarse a negociar la patente antes de responder a las
preguntas de los investigadores occidentales. Pero, en todo caso, los indígenas
se han aprovechado inmensamente de la enorme cantidad de variedades agrícolas y
ganaderas importadas por los colonizadores europeos (en América, por ejemplo, sólo
estaba domesticado el maíz y algunos otros pocos rubros), y nadie se ha
propuesto cobrarles por esos productos, precisamente porque en aquel momento,
no estaban patentados.
El mundo según Monsanto explota imágenes
de campesinos lamentándose porque supuestamente son forzados a comprar las
semillas de Monsanto, y esta empresa no les permite guardar las semillas para
la siembra del año siguiente. Tal coerción en realidad no existe. Monsanto
sencillamente ofrece un contrato. El campesino decidirá si lo toma o lo deja. Muchos
se ven ‘forzados’ a tomarlo, sencillamente porque aprecian que la biotecnología
potencia sus ganancias; pero son ‘forzados’ sólo por su propio cálculo racional.
Ahora bien, en tanto es un contrato, hay una contraprestación: si se elige usar
esta biotecnología, hay algunas cláusulas que cumplir, y eso incluye no guardar
las semillas para el año entrante. Si no les agrada esa cláusula, perfectamente
pueden continuar con sus cultivos tradicionales. La expansión de los transgénicos
en muchas regiones del planeta parece dar la razón a quienes opinan que, aun
sin tener la posibilidad de guardar las semillas para el año entrante, es más
rentable cultivar transgénicos que los llamados ‘productos naturales’.
Me parece
destacable el argumento del eminente economista Amartya Sen, según el cual las
hambrunas no son producidas por falta de producción, sino por precaria
distribución alimentaria en condiciones sociales y políticas adversas. Sen
recuerda que en el mundo, se produce suficiente comida para satisfacer a todos
los habitantes del planeta. En vez de sobreproducir con transgénicos y
exponernos a riesgos innecesarios, alega Sen, debemos más bien procurar una
distribución más igualitaria de la riqueza para acabar con el hambre en el
mundo.
Sen tiene plena razón
cuando sostiene que en el mundo se produce suficiente comida para todos. Pero,
me parece que su inferencia no es muy firme. Intentaré nuevamente una reducción
al absurdo: no tengo trabajo, pero en casa de mis padres se produce suficiente
comida para todos los miembros de mi familia; ¿me exime ello de salir a buscar
un trabajo productivo para poder alimentarme por cuenta propia? Creo, en todo caso,
que es mucho más viable potenciar la producción agrícola en el Tercer Mundo, que
intentar trasladar la comida a zonas hambrientas. En la primera opción, hay
mucho incentivo; en la segunda, poco incentivo.
Las mejores
decisiones políticas se toman a partir de un óptimo conocimiento de la
naturaleza humana. Y, sabemos que el incentivo económico es fundamental. No es
atractivo para una organización occidental movilizar toneladas de comida para
los hambrientos de Etiopía. Las hermanitas de la caridad existen, pero son minoría
en el mundo, y quienes tienen el poder de lograr las cosas, no suelen ser estas
monjitas. En cambio, sí es muy atractivo generar biotecnología y vendérsela a
los campesinos del Tercer Mundo. Con este atractivo, se dará una relación simbiótica:
las corporaciones harán grandes ganancias, pero a la vez, las poblaciones del
Tercer Mundo mejorarán significativamente sus índices nutricionales. Fue ésta
una lección de la Revolución Verde de la década de los sesenta.
Por último, al
quedarse sin argumentos firmes, los verdosos atacan ya no los transgénicos propiamente,
sino la venta de estos productos sin etiquetarlos. A simple vista, existe la
obligación moral de decir la verdad, y el consumidor tiene el derecho a saber
qué consume; así, parece moralmente necesario etiquetar los transgénicos
indicando su origen. Pero, continuamente consumimos productos sin saber los
riesgos que los acompañan. Bien me recuerda J.M. Mulet que hay más riesgo en el
consumo de los llamados ‘productos naturales’ que en los transgénicos,
precisamente porque éstos últimos han sido diseñados para evadir bacterias perjudiciales,
a diferencia de los productos naturales. Si hemos de ser justos, a la hora de
etiquetar y advertir sobre riesgos, debemos hacerlo con los productos naturales
y con los transgénicos. Sólo etiquetar transgénicos no es sólo una competencia
desleal e injusta, sino que también genera la falsa sensación de que el transgénico
es más riesgoso que el producto natural, cuestión que incluso podría resultar
peligrosa.
O etiquetamos todo,
o no etiquetamos nada. Es muy impráctico y desperdiciador etiquetar todos los
productos con sus potenciales riesgos (obviamente, Monsanto no perderá dinero
con estas etiquetas; el verdadero perjudicado será el consumidor final). Por
ello, soy más partidario de no etiquetar nada. Quien quiera conocer los riesgos
de uno u otro producto, puede acudir al internet, un medio súper económico en
nuestros días. Y, precisamente, quien así lo haga (como es mi caso, pues estoy
lejísimos de ser un profesional en el área de la alimentación), terminará por
darse cuenta de que los transgénicos son seguros, y constituyen una gran
oportunidad para resolver los problemas alimenticios del mundo.
Obviamente,
Monsanto, como cualquier otra trasnacional del capitalismo corporativo, tiene prácticas
objetables, y es necesario atacarlas mediante alguna forma de regulación económica
(por ejemplo, sí considero preocupante el creciente monopolio de la empresa). Pero,
no hagamos de los transgénicos el lobo feroz que no es. Una cosa es oponerse a
las tácticas de una empresa, y otra muy distinta es distorsionar su producto
final. Al César lo que es del César, y al transgénico lo que es del transgénico. Podemos debatir la conveniencia o no de los transgénicos, pero urge hacerlo seriamente, sin distorsiones que recurren a trucos retóricos derivados de la ciencia ficción.
Interesante articulo:
ResponderEliminarSolo dos apreciaciones. El arroz con una proteína rica en lisina no fue retirado del mercado, simplemente nunca salió al mercado. Se descubrió que producía alergias en los ensayos con animales y se paró el proyecto, pero nadie ha sufrido alergia por un transgénico.
Juicios de Monsanto a Agricultores por utilizar sus semillas sin licencia solo ha habido uno, a Percy Schmeiser (o algo asi). El alegó que su cosecha se había contaminado accidentalmente por colza de Monsanto y que le querían penalziar por utilizarla como semilla. La realidad fue quela contaminación no fue accidental. Utilizó como semilla la producción colindante con el campo trasngénico y la utilizó para sacar diferentes cosechas y vender semillas. Monsanto le demando por vulnerar el copyright (de la misma forma que apple demanda a samsung). En ultima instancia perdio Monsanto por un tema de la ley canadiense de patentes. No hay más casos. De cualqueir modo, nunca se ha denunciado por una contaminación accidental.
JM, gracias por esas oportunas aclaratorias. ¿Has visto "El mundo según Monsanto"? Ojalá puedas escribir una refutación de esta película en tu blog...
EliminarHola Gabriel. No es escrito por JM, pero igual me parece una crítica demoledora a "El mundo según Monsanto": http://www.formspring.me/elnocturno/q/369660978134019161
EliminarUn saludo,
-D
Gracias David, casualmente el señor que escribió esa respuesta, cita el blog "Los productos naturales ¡vaya timo!", cuyo autor es JM. Te pregunto: ¿hay transgénicos en Colombia?
EliminarSí, sí los hay, a pesar de los esfuerzos luditas y ecotalibanes por acabarlos.
EliminarPor cierto, ¿no has pensado en instalar Disq.us? Es muy sencillo y lo alerta a uno cuando respondes los comentarios!
ResponderEliminarAcá algo del debate sobre transgénicos en Colombia: http://de-avanzada.blogspot.com/2012/06/mas-sobre-por-que-carolina-botero-se.html
ResponderEliminarAcá, una refutación, breve y sencilla pero contundete, del argumento de Sen: http://www.formspring.me/elnocturno/q/382281781694455595
Un saludo,
-D
Estudio 3º de Biotecnología en la UB (Universidad De Barcelona) y soy el primero en defender los transgénicos pero tu articulo (que está bastante bien por cierto) los pinta como la cosa más fácil y segura del mundo.
ResponderEliminarLa dificultad para generar un transgénico viable es extremadamente elevada y tan seguros no son ya que en los 3 años que llevo de carrera ya he tenido 6 asignaturas (de 30 que he hecho) relacionadas con la bioética y similares.
Para finalizar informar de que hay un estudio francés, razonablemente nuevo, que parece demostrar que minimo una "cepa" de patentes de una de las grandes multinacionales puede causar lesiones o mutaciones en los genomas de las células somáticas del sistema digestivo. Para que veas que no es una artimaña más de los "ecotalibanes" (como los llaman por aquí), hay 5 muestras de estas patentes en el IRB (Institut de Recerca Biomèdica, donde realizo mis prácticas) para ampliar el estudio francés.
P.D: Más de uno de los "superbugs" que sufrimos actualmente son resultado de modificaciones genéticas "descontroladas".
Un saludoo ;)
Gracias amigo, supongo que en todo esto es menester mantener mucho cuidado, pero los apasionamientos de Green Peace y ls ecotalibanes no nos ayudan mucho...
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