Frecuentemente bromeo con mi padre, y le digo que le
estoy muy agradecido porque él piensa como socialista, pero actúa como
capitalista. Pues, si actuara como socialista, me habría desheredado (Marx
insistía en que la institución de la herencia debe desaparecer, pues es un
fundamento de la propiedad privada y la desigualdad); afortunadamente, esto no
ha ocurrido.
Pero,
aun con sus acciones capitalistas, eso no pudo evitar que mi padre seleccionara
nombres de revolucionarios izquierdistas para presentarme ante la jefatura
civil. Me llamó ‘Gabriel’ en honor a Gabriel Tupac Amarú, el rebelde peruano
del siglo XVIII, y ‘Ernesto’, en honor al Che Guevara.
Estos
personajes no significaron mucho para mí (de hecho, siempre he tenido más interés
por el ‘Gabriel’ que aparece en la Biblia
y el Corán, que por el
revolucionario peruano). Pero, a partir de 1999, Hugo Chávez contribuyó
significativamente al culto (o, mejor dicho, la mercantilización, pues en eso
se ha convertido) del Che Guevara. En varias facultades de filosofía en América
Latina, los estudiantes se gradúan sin haber leído ni una jota de Aristóteles,
pero hay cátedras enteras dedicadas al pensamiento del Che Guevara. Frente a esto,
desde entonces se despertó más en mí la curiosidad por conocer más sobre la
vida de mi tocayo argentino. Después de leer algunas de sus obras, y alguna
biografías sobre él (recomiendo en especial la escrita por Álvaro Vargas
Llosa), sigo sin sentir el menor entusiasmo por este personaje en cuyo honor,
llevo mi segundo nombre.
Hay un
aspecto de la vida y pensamiento del Che Guevara que sí me resulta atractivo. Lo
mismo que Trotsky, Guevara defendía la idea de que la revolución no tiene
límites nacionales, y debe ser exportada al mundo entero. En cierto sentido, el
Che Guevara defendía la globalización del comunismo. Guevara no simpatizaba
mucho con la idea de que cada pueblo tiene su idiosincrasia, y nunca debemos
entrometernos en los asuntos internos de otro país. Al contrario, él opinaba que,
si hay explotación en un país, es legítimo acudir desde afuera en defensa de
los explotados, pues existen unos patrones universales de justicia que no
pueden violarse bajo la excusa de la soberanía de cada nación.
Este universalismo
de Guevara hoy está muy cuestionado, precisamente
por las nuevas corrientes izquierdistas. La izquierda ha traicionado el
ideal universalista heredado de la Ilustración, y más bien se ha hecho eco del
relativismo propio de los románticos, el cual postula que no hay patrones
universales en la especie humana, y cada nación tiene sus prácticas y costumbres
que hay que respetar. Políticamente, esta idea también se manifestó en el tratado de Westphalia en el
siglo XVII: cada país tiene su soberanía, y es ilegítimo que un agente foráneo
llegue a tratar de introducir transformaciones.
De
Guevara me complace su adhesión a la vieja guardia universalista. Él, contrario
a los relativistas, no daba peso a las idiosincrasias particulares de cada
pueblo, y más bien apostaba por la idea de que el socialismo es exportable al
mundo entero. Esta visión internacionalista lo motivó a ir a luchar al Congo y
a Bolivia.
Hoy los
relativistas culturales que pululan en la izquierda proclaman el dogma de que
no hay culturas mejor que otras, que la ciencia no es mejor que la magia, etc.
Guevera era reacio a todo esto. Cuando estuvo en el Congo, se quejaba de que
los guerrilleros africanos estuvieran más interesados en aprender hechizos en
vez de técnicas militares. Un relativista hoy diría que Guevara era un
imperialista cultural que deseaba imponer su ‘visión occidental’ (especialmente
en la medicina) a los africanos. En esto, yo resueno mucho más con Guevara que
con los relativistas.
Pero,
más allá de esa pequeña simpatía por Guevara, encuentro a un asesino, puro y
duro. En torno a la ética de la guerra, hay dos dimensiones. La primera es el ius ad bellum, el derecho de ir a la
guerra. Por lo general, quienes han discutido esto, señalan las condiciones
necesarias para hacer moralmente una guerra entre
Estados. Pero, esto también se puede extender a los asuntos domésticos:
existe al derecho a la revolución, y si se cumplen algunas condiciones, hay
justificación moral para emplear la violencia e intentar remover por la vía
armada a un gobernante ilegítimo.
Opino
que, en Cuba y en Congo, Guevara sí tenía derecho a promover una revolución armada.
Los gobiernos de esos países eran corruptos y dictatoriales, y era muy claro
que no representaban a sus gobernados. En ese sentido, Guevara no habría sido
un asesino, pues la violencia que él promovió sí tenía justificación. Y, su
frase que apela a la necesidad de crear “uno, dos, tres… cien Vietnam”, a pesar
de que ha resultado infame, también me parece acertada: la lucha armada de Ho
Chi Minh fue justa (Ngo Dinh Diem se había retirado ilegítimamente de las
elecciones), al menos en su causa.
Pero,
además del ius ad bellum, existe el ius in bello, las reglas que se deben
cumplir durante una gesta armada. Básicamente hay dos reglas: no emplear
violencia más allá de la necesaria para conseguir los objetivos, y no agredir
directamente a los no combatientes. El Che Guevara parecía tener una
fascinación con la violencia, y esto lo condujo a cometer muchos crímenes de
guerra. Sus palabras, procedentes de sus Notas
al margen, así lo delatan: Veo
dibujada en la noche que yo, el ecléctico disector de doctrinas y psicoanalista
de dogmas, aullando como poseído, asaltaré las barricadas o trincheras, teñiré
en sangre mi arma y, loco de furia, degollaré a cuanto vencido caiga entre mis
manos. [...] Ya siento mis narices dilatadas, saboreando el acre olor a pólvora
y sangre de la muerte enemiga”. Esto, por supuesto, no son palabras de un
combatiente que usa la violencia sólo para conseguir objetivos militares
legítimos. Son más bien las fantasías morbosas de un Rambo latinoamericano.
El mito del Che, por supuesto, está construido sobre su
muerte trágica. En el culto al Che en los países latinoamericanos, mil veces se
repite la letanía de su muerte, de forma parecida a cómo los chiitas lamentan
la muerte del joven Hussein ibn Ali en la batalla de Karbala.
Ciertamente, el Che murió como un mártir a manos de la
CIA en Bolivia, y eso fue un crimen. Fue capturado y ejecutado sumariamente. No
se respetaron los derechos garantizados a cualquier prisionero. Pero, el hecho
de que la CIA estuviera presente en Bolivia no es en sí mismo objetable. Así
como el Che era un extranjero sembrando guerrillas en el país andino, la CIA
ofrecía asesores extranjeros conduciendo la contra-insurgencia en Bolivia. Lo
objetable, a lo sumo, es que no se respetara la vida de Guevara, la misma objeción
que ha de formularse al propio Guevara en su campaña guerrillera en Cuba.
Y, en todo esto, el agresor inicial fue el propio Che
Guevara. Pues, si bien podemos aceptar que en Bolivia había opresión (como en
cualquier país del mundo), su gobernante en aquel momento, René Barrientos,
había ratificado su poder por vía democrática (a pesar de que originalmente había
participado en una junta militar golpista), y por ende, estaba imbuido de
legitimidad. Hay derecho a la revolución sólo si se agotan las vías no
violentas para sobreponer las injusticias, y sólo si el gobierno carece de
legitimidad. En Bolivia, el gobierno era legítimo y había posibilidad de
propiciar cambios (al menos teóricamente) sin necesidad de acudir a las armas.
Por todo esto, el Che Guevara merece mi reproche. Puedo
entender por qué Rambo arremete con brutal violencia, pues ha sido maltratado
por su propio país y por políticos corruptos. Puedo incluso tener simpatías por
este héroe romántico, pero no puedo perder de vista que Rambo es, a todas
luces, un criminal. Guevara quiso ser un Lord Byron (el mítico poeta inglés fue
a Grecia a luchar junto a los revolucionarios, y también murió trágicamente en
la campaña militar), y si bien fue exitoso en construir una imagen parecida a
la de Lord Byron, no debemos perder de vista que, a diferencia del poeta inglés
(quien sí luchó en una causa justa, y nunca se deleitó con atrocidades), el
guerrillero argentino fue más parecido a Rambo: un guerrero con un atractivo
seductor, pero a fin de cuentas, un criminal.
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