La
educación pública venezolana es pésima, y eso ha obligado a mi esposa y a mí
buscar alternativas privadas para la educación de nuestra hija.
Lamentablemente, el único recurso disponible para este fin en Venezuela es la
educación católica. Yo no puedo aceptar la enorme lista de disparates que
promueve el catolicismo: panes que con palabras mágicas se convierten en el
creador del universo, mujeres que paren sin haber tenido sexo y luego suben al
cielo, etc.
Pero, en realidad,
esto me mortifica poco. Yo mismo estuve por varios años en un colegio católico,
y puedo dar testimonio de que la secularización en América Latina ha llegado a
tal nivel, que ni los directores de colegios católicos (mucho menos los
maestros) tienen interés en el dogma. La clase de religión (apenas una hora a
la semana) es prácticamente afín a la asignatura de moral y cívica que se
imparte en la educación laica, y si bien está envuelta en símbolos religiosos,
la enseñanza del dogma es un sencillo saludo a la bandera, algo parecido a cuando
un futbolista canta el himno de su país antes de comenzar el partido
(obviamente no tiene ni la menor puta idea de qué significan las líricas
barrocas que entona).
Al tener esto en cuenta, me parece que es un
buen negocio: a mi hija le hablarán una hora a la semana de fábulas religiosas,
y las otras treinta y nueve recibirá educación de calidad en matemática,
lengua, ciencias, etc. Tengo plena confianza en los jesuitas cuando éstos
enuncian: “Dadme un niño por siete años, y lo convertiré en un hombre”. Después
de todo, Voltaire mismo fue educado por los jesuitas, y no fue precisamente un
campeón de la fe católica. No veo por qué mi hija no pueda recibir buena
educación a manos de monjas y curas, y frente a cualquier estupidez religiosa
que le enseñen en el colegio, seguramente yo en casa podré imbuirla de
pensamiento crítico.
El problema es que
el colegio católico al cual yo deseo que mi hija asista solicita que los padres
estén casados por la Iglesia; y yo no lo estoy. Antes esto no era requisito, y
de hecho, en la mayoría de los colegios católicos de América Latina, había
bastante flexibilidad frente a la confesión religiosa de los padres. Pero, el
colegio que me interesa está regido por monjas recién llegadas de España, y
supongo que, frente al brutal vaciamiento de las iglesias en ese país, estas
monjas vienen con una actitud proselitista más agresiva.
Pero, según indago,
el verdadero motivo por el cual las monjas de este colegio solicitan que los
padres estén casados por la Iglesia es el siguiente: las monjas descubrieron
recientemente que una niña (de comportamiento normal, nada bochornoso) tiene a
un abuelo en la cárcel. Y, las monjas, para mantener la pureza moral del
estudiantado, quiere asegurarse de tener padres virtuosos, y por eso exige
ahora que estén casados por la Iglesia.
Frente a
casos como éstos, cada vez me convenzo más de que el coeficiente intelectual
del clero católico viene en picada (reto a quien sea a que me indique un cura o
monja católica en el siglo XXI de la talla intelectual de Tomás de Aquino o Gregor
Mendel), y pronto alcanzará el subsuelo. No me extraña que las iglesias se
vacíen, con semejante nivel de idiotez en sus líderes.
¿Realmente
estas monjas creen que el mero hecho de pagar a un cura, firmar un papel, hacer
una fiesta, y vestirse de blanco, es garantía de que una persona no será
criminal? Y, aun en el caso de que sí lo sea, ¿realmente creen estas monjas que
una niña es una amenaza a la moral de un colegio, por el mero hecho de que su
abuelo esté en la cárcel?
El reproche
a las monjas ya no se limita a señalar su nivel de idiotez en creer que el
casarse por la Iglesia es garantía de rectitud moral. También es reprochable su
actitud discriminatoria e injusta. No sólo castigan a una niña por una falta
que ella no cometió, sino que también, excluyen de su sistema de educación a
todos los no católicos.
He
comentado esta historia a varios familiares y amigos, y la mayoría, como yo, siente
repulsión por la actitud de las monjas. Pero, ellos dan un paso más que yo: a
su criterio, el Estado debe intervenir, castigar a las monjas por su actitud
discriminatoria, y obligarlas a aceptar a los hijos de padres no católicos. Yo
no acompaño a mis amigos en esa opinión.
Contrario
a los libertarios (con quienes muchas veces simpatizo), yo sí defiendo la
educación pública. Precisamente casos como el de este colegio católico me
conducen a admitir que sólo el Estado tiene la capacidad de ofrecer una
educación libre de discriminaciones. Por ello, no me opongo a que el Estado
recaude impuestos para financiar colegios públicos, y en esos colegios, imponga
normas anti-discriminatorias.
Pero, sí comparto
la opinión de los libertarios de que, en asuntos privados, el Estado no debe
impedir actos voluntarios entre adultos. Los colegios católicos son privados, y en ese sentido, las monjas
tienen el sacrosanto derecho de admitir a quién le venga en gana. Las monjas
ejercen una labor contractual: ofrecen educación, y a cambio, exigen que se
cumplan algunas condiciones. Las monjas no están obligando a nadie a casarse
por la Iglesia; sólo están colocando en venta sus servicios, como lo haría
cualquier otro operario. A los padres que no les gusten las condiciones que
ellas imponen, perfectamente pueden retirarse. Si no les gusta, tienen la
opción de la educación pública, la cual sí debe estar libre de
discriminaciones. O, mejor aún, ante la insatisfacción de las condiciones
impuestas por las monjas, los padres no católicos nos veremos presionados a organizar
colegios de alta calidad en los que no se solicite a los padres estar casados
por la Iglesia.
Esto recapitula una
discusión muy prominente entre los libertarios: ¿debe el Estado emplear su
coerción para regular las relaciones sociales discriminatorias? Mi respuesta (y
la de los libertarios): en la mayoría de los casos, no debe. Puedo sentir
repulsión por una persona que se niegue a tener amigos negros u homosexuales,
pero, ¿debo emplear la coerción del Estado para obligarlo a ser amigable con
los negros y homosexuales? Me parece que no. Vale la intervención del Estado
para erradicar la discriminación contra un negro en una jornada de vacunación, pero
no vale esa intervención para obligar a un racista blanco a invitar a un negro
a su fiesta privada. En todo caso, los mismos libertarios advierten que el propio
mercado regula la discriminación racial: eventualmente, el racista blanco
terminará por entender que está en su propia conveniencia admitir a los
clientes negros en su bar, pues éstos serán buenos clientes. Si se deja
funcionar realmente a la racionalidad del mercado, los estereotipos raciales se
irán desmontando, pues la gente racista se dará cuenta de que sus actitudes
discriminatorias los terminan perjudicando.
Tengo confianza en
que, a medida que pase el tiempo, la secularización irá avanzando en América
Latina, le gente se dará cuenta de la irracionalidad de las creencias
religiosas, y a medida que la gente pierda su interés en enviar a sus hijos a
colegios católicos tan rígidos, las monjas se verán obligadas a abandonar la
exigencia de que los padres estén casados por la Iglesia. Por ello, yo
confiaría más en el propio mercado que en el Estado, como mecanismo regulador
de la discriminación de las monjas en el colegio.
Con todo, lo
crucial acá es la distinción entre la esfera pública y la privada. En tanto es
una empresa privada, me parece que las monjas del colegio tienen el derecho a
discriminar. Eso no impide que nosotros tengamos derecho a criticar esa
discriminación, motivo por el cual precisamente escribo estas líneas. Pero, en
el momento en que ese colegio deje de ser una empresa privada, y reciba
subsidios del Estado (como suele ocurrir en muchos colegios católicos
latinoamericanos, pero no en el colegio cuyo caso discuto), entonces me parece
que sí hay suficiente justificación para que el Estado intervenga para regular
la discriminación. Si todos pagamos con nuestros impuestos el subsidio de un
colegio, todos tenemos derecho a recibir educación de ese colegio, independientemente
de nuestra religión.
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