martes, 28 de mayo de 2013

La discriminación en las escuelas católicas


La educación pública venezolana es pésima, y eso ha obligado a mi esposa y a mí buscar alternativas privadas para la educación de nuestra hija. Lamentablemente, el único recurso disponible para este fin en Venezuela es la educación católica. Yo no puedo aceptar la enorme lista de disparates que promueve el catolicismo: panes que con palabras mágicas se convierten en el creador del universo, mujeres que paren sin haber tenido sexo y luego suben al cielo, etc.
Pero, en realidad, esto me mortifica poco. Yo mismo estuve por varios años en un colegio católico, y puedo dar testimonio de que la secularización en América Latina ha llegado a tal nivel, que ni los directores de colegios católicos (mucho menos los maestros) tienen interés en el dogma. La clase de religión (apenas una hora a la semana) es prácticamente afín a la asignatura de moral y cívica que se imparte en la educación laica, y si bien está envuelta en símbolos religiosos, la enseñanza del dogma es un sencillo saludo a la bandera, algo parecido a cuando un futbolista canta el himno de su país antes de comenzar el partido (obviamente no tiene ni la menor puta idea de qué significan las líricas barrocas que entona).
  Al tener esto en cuenta, me parece que es un buen negocio: a mi hija le hablarán una hora a la semana de fábulas religiosas, y las otras treinta y nueve recibirá educación de calidad en matemática, lengua, ciencias, etc. Tengo plena confianza en los jesuitas cuando éstos enuncian: “Dadme un niño por siete años, y lo convertiré en un hombre”. Después de todo, Voltaire mismo fue educado por los jesuitas, y no fue precisamente un campeón de la fe católica. No veo por qué mi hija no pueda recibir buena educación a manos de monjas y curas, y frente a cualquier estupidez religiosa que le enseñen en el colegio, seguramente yo en casa podré imbuirla de pensamiento crítico.
El problema es que el colegio católico al cual yo deseo que mi hija asista solicita que los padres estén casados por la Iglesia; y yo no lo estoy. Antes esto no era requisito, y de hecho, en la mayoría de los colegios católicos de América Latina, había bastante flexibilidad frente a la confesión religiosa de los padres. Pero, el colegio que me interesa está regido por monjas recién llegadas de España, y supongo que, frente al brutal vaciamiento de las iglesias en ese país, estas monjas vienen con una actitud proselitista más agresiva.
Pero, según indago, el verdadero motivo por el cual las monjas de este colegio solicitan que los padres estén casados por la Iglesia es el siguiente: las monjas descubrieron recientemente que una niña (de comportamiento normal, nada bochornoso) tiene a un abuelo en la cárcel. Y, las monjas, para mantener la pureza moral del estudiantado, quiere asegurarse de tener padres virtuosos, y por eso exige ahora que estén casados por la Iglesia.
            Frente a casos como éstos, cada vez me convenzo más de que el coeficiente intelectual del clero católico viene en picada (reto a quien sea a que me indique un cura o monja católica en el siglo XXI de la talla intelectual de Tomás de Aquino o Gregor Mendel), y pronto alcanzará el subsuelo. No me extraña que las iglesias se vacíen, con semejante nivel de idiotez en sus líderes.
            ¿Realmente estas monjas creen que el mero hecho de pagar a un cura, firmar un papel, hacer una fiesta, y vestirse de blanco, es garantía de que una persona no será criminal? Y, aun en el caso de que sí lo sea, ¿realmente creen estas monjas que una niña es una amenaza a la moral de un colegio, por el mero hecho de que su abuelo esté en la cárcel?
            El reproche a las monjas ya no se limita a señalar su nivel de idiotez en creer que el casarse por la Iglesia es garantía de rectitud moral. También es reprochable su actitud discriminatoria e injusta. No sólo castigan a una niña por una falta que ella no cometió, sino que también, excluyen de su sistema de educación a todos los no católicos.
            He comentado esta historia a varios familiares y amigos, y la mayoría, como yo, siente repulsión por la actitud de las monjas. Pero, ellos dan un paso más que yo: a su criterio, el Estado debe intervenir, castigar a las monjas por su actitud discriminatoria, y obligarlas a aceptar a los hijos de padres no católicos. Yo no acompaño a mis amigos en esa opinión.
            Contrario a los libertarios (con quienes muchas veces simpatizo), yo sí defiendo la educación pública. Precisamente casos como el de este colegio católico me conducen a admitir que sólo el Estado tiene la capacidad de ofrecer una educación libre de discriminaciones. Por ello, no me opongo a que el Estado recaude impuestos para financiar colegios públicos, y en esos colegios, imponga normas anti-discriminatorias.
Pero, sí comparto la opinión de los libertarios de que, en asuntos privados, el Estado no debe impedir actos voluntarios entre adultos. Los colegios católicos son privados, y en ese sentido, las monjas tienen el sacrosanto derecho de admitir a quién le venga en gana. Las monjas ejercen una labor contractual: ofrecen educación, y a cambio, exigen que se cumplan algunas condiciones. Las monjas no están obligando a nadie a casarse por la Iglesia; sólo están colocando en venta sus servicios, como lo haría cualquier otro operario. A los padres que no les gusten las condiciones que ellas imponen, perfectamente pueden retirarse. Si no les gusta, tienen la opción de la educación pública, la cual sí debe estar libre de discriminaciones. O, mejor aún, ante la insatisfacción de las condiciones impuestas por las monjas, los padres no católicos nos veremos presionados a organizar colegios de alta calidad en los que no se solicite a los padres estar casados por la Iglesia.
Esto recapitula una discusión muy prominente entre los libertarios: ¿debe el Estado emplear su coerción para regular las relaciones sociales discriminatorias? Mi respuesta (y la de los libertarios): en la mayoría de los casos, no debe. Puedo sentir repulsión por una persona que se niegue a tener amigos negros u homosexuales, pero, ¿debo emplear la coerción del Estado para obligarlo a ser amigable con los negros y homosexuales? Me parece que no. Vale la intervención del Estado para erradicar la discriminación contra un negro en una jornada de vacunación, pero no vale esa intervención para obligar a un racista blanco a invitar a un negro a su fiesta privada. En todo caso, los mismos libertarios advierten que el propio mercado regula la discriminación racial: eventualmente, el racista blanco terminará por entender que está en su propia conveniencia admitir a los clientes negros en su bar, pues éstos serán buenos clientes. Si se deja funcionar realmente a la racionalidad del mercado, los estereotipos raciales se irán desmontando, pues la gente racista se dará cuenta de que sus actitudes discriminatorias los terminan perjudicando. 
Tengo confianza en que, a medida que pase el tiempo, la secularización irá avanzando en América Latina, le gente se dará cuenta de la irracionalidad de las creencias religiosas, y a medida que la gente pierda su interés en enviar a sus hijos a colegios católicos tan rígidos, las monjas se verán obligadas a abandonar la exigencia de que los padres estén casados por la Iglesia. Por ello, yo confiaría más en el propio mercado que en el Estado, como mecanismo regulador de la discriminación de las monjas en el colegio.
Con todo, lo crucial acá es la distinción entre la esfera pública y la privada. En tanto es una empresa privada, me parece que las monjas del colegio tienen el derecho a discriminar. Eso no impide que nosotros tengamos derecho a criticar esa discriminación, motivo por el cual precisamente escribo estas líneas. Pero, en el momento en que ese colegio deje de ser una empresa privada, y reciba subsidios del Estado (como suele ocurrir en muchos colegios católicos latinoamericanos, pero no en el colegio cuyo caso discuto), entonces me parece que sí hay suficiente justificación para que el Estado intervenga para regular la discriminación. Si todos pagamos con nuestros impuestos el subsidio de un colegio, todos tenemos derecho a recibir educación de ese colegio, independientemente de nuestra religión.




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