Benedicto
XVI puso de moda entre los católicos el oponerse a aquello que él llamó la
‘dictadura del relativismo’. Eso me pareció estupendo. En esta época de
postmodernismos, el relativismo cultural es embrutecedor. No acepto las
doctrinas católicas, pero al menos comparto con el antiguo papa la idea de que
sí existe una verdad a la cual podemos tener acceso, y que no todas las
proposiciones sobre el mundo varían en su valor verdad respecto al contexto.
El
ataque al relativismo me parece especialmente pertinente en América Latina.
Pues, con la excusa de luchar contra el colonialismo, ha surgido en nuestra
región una moda intelectual que pretende reivindicar el legado indígena a toda
costa. El problema con esto es que cualquier historiador serio documentará que
las sociedades precolombinas estaban muy lejos de ser los paraísos terrenales
con los cuales hoy fantasean los indigenistas. Pero, para salvaguardar sus
tesis, los indigenistas suelen acudir a los típicos argumentos relativistas:
frente a atrocidades como el sacrificio humano entre los aztecas, alegan que
cada cultura tiene sus códigos morales, y que no estamos en posición de
criticarlos. O, en todo caso, alegan que las atrocidades precolombinas no
fueron tan brutales como habitualmente se las presenta, o en un intento
desesperado por justificación, que fueron menos sangrientas que las atrocidades
cometidas por los españoles durante la conquista.
Por
fortuna, la oposición a la ‘dictadura del relativismo’ sirve para refutar todos
estos argumentos indigenistas. Pero, desafortunadamente, plenitud de católicos
están dispuestos a dejarse llevar por la dictadura del relativismo, cuando se
trata de enfrentar las atrocidades cometidas por los mismos católicos de épocas
pasadas. La justificación de las cruzadas es un caso emblemático de ello, sobre
todo tal como ha sido presentada por el reconocido sociólogo e historiador
Rodney Stark.
No deja
de ser cierto que en torno a las cruzadas hay un velo de distorsión,
especialmente a partir de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001.
En Occidente, hay temor de enfrentar este tema, pues existe una gran culpa
colectiva en torno a aquella empresa militar: se considera a las cruzadas la
primera gran expansión imperialista europea, y el terrorismo islámico es sólo
una respuesta a la recurrente agresión europea.
Stark ha
advertido en contra de esta distorsión de la historia. Stark nos recuerda que,
antes de ser territorios musulmanes, el norte de África y Palestina habían sido
territorios gobernados por cristianos. Y, así, las cruzadas habrían sido
campañas militares legítimas, pues buscaban retomar territorio anteriormente
despojado de forma injusta.
Tiene
razón Stark en que el imperio islámico se expandió por la vía violenta, y tomó
territorios que anteriormente eran cristianos. Pero, me parece dudoso que,
cuatrocientos años después, exista justificación para lanzar una cruzada a fin
de retomar territorios perdidos. Hay en el derecho internacional la doctrina
del fait accompli, el hecho cumplido,
y me parece que, en este caso, habría sido justo invocarla. Sería injusto que
hoy México organice una guerra para reconquistar Texas, un territorio que
perdió hace apenas siglo y medio.
Stark
añade que los peregrinos cristianos en Palestina eran sujetos a torturas y malos
tratos. De hecho, sobre esto basó su famoso discurso el papa Urbano II, en el
cual convocaba a los europeos a una guerra santa, como respuesta frente a la
amenaza de los turcos contra el imperio bizantino. Contrario a quienes invocan
la soberanía de cada país, yo opino que sí hay justificación militar para
intervenir en otro país a con el objetivo de frenar atrocidades (éste es el
concepto de ‘intervención humanitaria’, que los exponentes de la doctrina de la
guerra justa hoy refinan). Pero, la intervención humanitaria, para ser justa,
debe realizarse con un criterio de proporción. Debe calcularse cuántas vidas
salvará la acción militar, y cuántas muertes acarreará. Sólo si el balance es
positivo, hay justificación para la guerra. Es obvio que, aun si había abusos
contra los peregrinos cristianos en Palestina, la respuesta de los poderes
europeos fue brutalmente desproporcionada.
Además,
no es del todo claro que esos malos tratos contra los peregrinos cristianos
fueron tan extendidos. En la historia militar es frecuente la explotación de la
propaganda de atrocidades para justificar campañas. Y, Urbano II, un papa que,
según parece, tuvo grandes dotes oratorias, seguramente adornó con
exageraciones sus discursos. Stark ingenuamente considera verdaderas las descripciones
hechas por el papa, pero cuando se trata de enfrentar las atrocidades de los
cruzados en el asalto a Jerusalén por parte de los cruzados, inmediatamente
salta a decir que esas descripciones proceden de fuentes propagandísticas no
confiables.
Incluso,
Stark pretende justificar las matanzas en el asedio a Jerusalén postulando que,
si se los árabes se hubieran rendido sin ofrecer resistencia, se hubiesen
ahorrado muchas atrocidades. Este sofisma es un chantaje barato: pretende
culpar a las propias víctimas por haber ofrecido una resistencia, que además, a
todas luces fue legítima. Algo similar hace Stark en torno a las atrocidades de
los cruzados en Constantinopla, durante la cuarta cruzada: los europeos estaban
hambrientos, y habían sido traicionados por los bizantinos en varias ocasiones.
Eso, según parece postular Stark, justifica la ejecución masiva de no
combatientes.
Pero, lo
más lamentable de Stark es su apelación al relativismo para justificar lo
injustificable. Si bien trata de dulcificar un poco las atrocidades de los
cruzados, postulando que no fueron tan brutales o tan numerosas como se suele
suponer, Stark inevitablemente se rinde ante el peso de la evidencia, y admite
que sí hubo crímenes aberrantes por parte de los cruzados. Pero, insólitamente,
hace algo muy parecido a lo que hacen los indigenistas: postula que cada época
tiene su código moral, y que no estamos en posición de juzgar épocas pasadas
bajo los estándares morales contemporáneos, y además, los musulmanes tampoco
respetaban las reglas de la caballería.
En palabras de Stark: “acepto que
fue una era cruel y sangrienta, pero no se gana ganada en términos de reflexión
moral o comprensión histórica, al imponer anacrónicamente la convención de
Ginebra a aquellos tiempos”. Este enunciado, me parece, es relativismo puro y
duro. Stark asume que no hay una moral que trasciende épocas, sino
sencillamente un Zeitgeist, u espíritu
moral contingente en cada época. Para Stark, los principios de la convención de
Ginebra son sencillamente una construcción de una época específica, pero no pueden
considerarse de validez universal diacrónica. Es, opino, el mismo proceder de
los indigenistas que alegan que no podemos juzgar el sacrificio humano entre
los aztecas, bajo los parámetros morales que prevalecen hoy. Bajo esta visión, os
aztecas tenían “su moral”, y nosotros tenemos la nuestra; los cruzados tenían “su
moral”, nosotros tenemos la nuestra.
Los católicos son muy proclives a
invocar la lucha contra la “dictadura del relativismo” para oponerse a la
homosexualidad, el aborto o la eutanasia (vale agregar que es perfectamente
posible oponerse al relativismo y aceptar la homosexualidad o el aborto, como es
mi caso), pero cuando esa misma lucha contra el relativismo exige condenar sin
excusas las atrocidades de los cruzados, misteriosamente apelan al relativismo
(aunque nunca de forma explícita) para postular que cada sociedad tiene sus
propios códigos morales, y que no hay un patrón moral universal por el cual
medir a las culturas.
Es, además, sumamente objetable la
otra justificación a la cual apela Stark: el mero hecho de que los musulmanes
también hayan incurrido en atrocidades bajo ningún concepto justifica las
atrocidades de los cruzados. Ningún eticista podría defender el bombardeo de
Dresden bajo la excusa de que los nazis mataron a seis millones de judíos. Lo
mismo, me parece, aplica a los crímenes de guerra perpetrados por los cruzados.
Stark también intenta justificar a
los cruzados postulando que su motivo para ir a la guerra fue estrictamente
religioso. Contrario a los clichés marxistas, Stark estima que en la decisión
de los cruzados de ir a la guerra no hubo motivos económicos: los cruzados
fueron a Jerusalén genuinamente a liberar la Tierra Santa para expiar sus
pecados, no para hacerse ricos. Si quisieran haber sido ricos, hubiesen
invadido la afluente España, y no la empobrecida Palestina.
En esto, Stark seguramente tiene
razón. Junto a él, opino que en las motivaciones de los cruzados, prevaleció más
el motivo religioso que el económico. Pero, esto no sirve bajo ningún concepto como
una justificación. Stark deja entrever que, en tanto los cruzados tenían
motivos religiosos y no económicos, sus acciones son menos objetables. En
cambio, yo opino que sí bien no pecaron de codiciosos, sí pecaron de fanáticos
religiosos. Y, en ese sentido, sus acciones son tan objetables como si hubiesen
acudido a Jerusalén con el mero afán de hacerse ricos saqueando. Osama Bin
Laden (un magnate de cuna) no tuvo ningún motivo económico para derribar las
Torres Gemelas. Pero, no por ello su terrorismo es menos objetable.
En definitiva, revisionismos históricos
como el de Stark son oportunos, sobre todo al tener en cuenta la forma en que
la propaganda islamista hoy explota la sensibilidad musulmana a partir de la
experiencia histórica de las cruzadas (Stark oportunamente también destaca que
sólo a partir del siglo XX, como campaña propagandística contra el colonialismo
occidental, los musulmanes realmente dedicaron atención a la experiencia histórica
de las cruzadas). Pero, es muy lamentable que, para justificar las atrocidades
del pasado, se invoque un relativismo cuando, precisamente, es la misma Iglesia
Católica la institución que con mayor tesón ha propuesto combatir el
relativismo.
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una idea interesante
ResponderEliminarLas cruzadas se desarrollaron en el medio evo.El espiritu era sacar a los turcos de Jerusalem.Siguiendo ese mismo espiritu no se podria decir que hubo una cruzada hace 100 años cuando los ingleses echaron de jerusalem a los turcos?