Estuve
de visita en la Universidad de Buenos Aires en septiembre de 2012. En aquella
ocasión, recorriendo los pasillos, me topé con una linda muchacha de dieciocho años.
Para sacarle conversación, le pregunté cuál carrera estudiaba. Me respondió que
era trotskista. Esto me resultó extraño, pues pensé que fui claro en peguntarle
cuál era su carrera, no cuál era su ideología política. Pero, no tardé en
comprender que esta muchacha seguramente tenía una profunda ansia de
proclamarle al mundo que ella es seguidora del gurú Trotsky, sin importar mucho
si comprende en profundidad o no su pensamiento. Lo importante es llevar la
chapa del señor con gafas y barba.
Para
esta joven, el ser trotskista es una seña de su identidad. Como se sabe, la
adolescencia y la adultez temprana es una etapa de la vida en la cual los
individuos continuamente buscan crear una identidad con la cual presentarse
ante el mundo. No importa tanto qué opino yo de esta o aquella tesis, sino más
bien, cómo me verán los demás si
opino esto o aquello. Lo crucial para un joven en la sociedad industrial es ser
cool. Hay muchas estrategias, muchos
caminos, pero el objetivo es al final uno solo: construir una imagen que sirva
como tarjeta de presentación.
Los
publicistas conocen esto demasiado bien. El capitalismo ha explotado la inmensa
pluralidad de subculturas urbanas para incentivar el consumo. Emmos, hipsters, metaleros,
reguetoneros, raperos, punks,
alternativos, góticos, y un largo etcétera, son definidos no tanto por la serie
de ideas que compartan, sino por las mercancías que consumen. Los chicos Nike,
Fila, Adidas o Tommy Hilfiger van al grano sin tanto rodeos: la frontera entre
una u otra tribu es sencillamente cuál marca llevan en la vestimenta; a la
mierda las ideas.
Los
teóricos de la Escuela de Frankfurt creyeron que el capitalismo, mediante la
cultura de masas, busca homogeneizar a las poblaciones para despojar a las
personas de su vitalidad individual y reproducir el status quo. Así, bajo esta interpretación, la sociedad de consumo
busca hacernos a todos parecidos, convirtiéndonos a todos por igual en una
pieza de mercancía.
Este
entendimiento puede tener valor en algunas instancias, pero parece tener mayor
peso empírico la hipótesis según la cual, el consumismo no propicia la
homogeneidad, sino más bien la heterogeneidad. Pues, en muchos casos, la mejor
forma de persuadir a alguien de que compre algo, no es alegando que otra
persona también lo tiene, sino más bien al contrario, que no lo tiene.
Contraria a las
tesis de la Escuela de Frankfurt, conviene acá asumir más bien una tesis
elaborada por el sociólogo Pierre Bourdieu: la sociedad de consumo reposa sobre
la distinción. Todo consumidor desea escapar al rebaño, para adquirir
prestancia y categoría, y por eso, compra aquello que sea cool. Los artículos de consumo se convierten en una forma de ganar
autenticidad frente a los rebaños de gente. Nike sirve para que el consumidor
se cree una imagen ‘in’ que le
permite separarse de aquellos que están ‘out’.
Es un mecanismo elemental del mundo del fashion.
La paradoja está,
por supuesto, en que los críticos de este sistema perverso de consumismo hasta
ahora no encuentran forma viable para escapar de ese mismo sistema. Así lo han
documentado extensamente Andrew Potter y Joseph Heath en un magnífico libro, Rebelarse vende. En ese texto, los
autores analizan cómo la ideología anti-consumista se ha convertido en sí misma
en una mercancía que opera exactamente bajo el mismo mecanismo que rige la
sociedad de consumo. En esta ideología, el llevar el pelo pintado de verde,
escuchar música hip hop o portar unos
zapatos Nike ha dejado de ser cool.
Pero, el concepto esnobista de cool no
ha desaparecido; sencillamente ha sido sustituido por otra forma de distinción.
Los jóvenes revolucionarios ya no pretenden distinguirse por la ropa que llevan
o la música que escuchan, sino por las ideas que tienen.
Pero, como ocurre
con los jóvenes consumistas convencionales, estos revolucionarios incorporan
esas ideas, no por su valor intrínseco, sino por el branding (mercadeo) que las acompaña. Nadie compra unos zapatos
Nike por el valor intrínseco del producto; antes bien, se compra por lo cool que es esa marca, bajo la esperanza
de que esos zapatos servirán para impresionar a los compañeros. Exactamente lo
mismo ocurre con las ideologías cool:
la joven muchacha que conocí en Buenos Aires seguramente es trotskista, no
porque en realidad le parezca genial la “revolución permanente” de Trotski,
sino porque el adscribirse a esa ideología hará de ella una persona
interesante, y la distinguirá de las niñas tontas en la facultad que
seguramente tienen más interés en Paris Hilton. Así, declararse trotskista a
todo pulmón es un gesto muy parecido a colocarse una camiseta con el logo de
Tommy Hillfiger. Es la moda.
No es necesario
mucho análisis para saber que el Che Guevara se ha convertido en una franquicia
de consumo en sí mismo (de hecho, la portada de Rebelarse vende es una taza de café manufacturada con la foto del
Che). Pues bien, a partir de esto, es también fácil entender el título del
libro de Potter y Heath: la ideología anti-sistema es una mercancía más. Ser de
izquierdas es ser cool, es tener
estilo. Y es previsible que, si la izquierda se convierte en un movimiento
verdaderamente masivo en nuestros países, muchos de estos jóvenes abandonarán su
ideología por temor a ser uno más del montón (en ese caso, la ideología
izquierdista dejaría de ser cool), o
en su defecto, la radicalizarían en un nuevo intento por distinguirse de las
masas de consumidores de ideología de izquierda.
De hecho, observo
con preocupación que esto ocurre mucho en Venezuela. Antes de 1998, el ser
izquierdista era la marca de identidad cool
entre muchos jóvenes. Pero, con el auge del gobierno izquierdista de
Chávez, ya no era tan cool ser de
izquierdas como los demás. Fue necesaria una nueva distinción para seguir
rompiendo los esquemas del fashion. Surgieron,
entonces, las purgas. Muchos yuppies de la vieja guardia izquierdista empezaron
a acusar a los nuevos izquierdistas de ser oportunistas recién llegados. Ellos
(los yuppies), en cambio, tienen pedigrí izquierdista (alguno de sus tíos fue
dirigente obrero, mientras que el nuevo izquierdista es un hijito de papá y
mamá); ellos son ‘auténticos’ (‘auténtico’, como se sabe, es una palabrita de
la cual se vale el capitalismo para mercadear hasta la saciedad sus
mercancías).
Hay imitación en
Nike, pero el consumidor, para mantener su estatus cool, se asegura de colocarse las zapatillas auténticas (sin
importar cuánto más costosas pueden ser, a pesar de que la calidad es
prácticamente la misma), y así distinguirse del usurpador empobrecido que debe
conformarse con consumir la versión pirata fabricada por los chinos. Lo mismo
ocurre con la ideología: podrá haber usurpadores en el consumo de la ideología
izquierdista, pero para mantener la distinción y seguir sintiéndose cool, el joven debe recurrir a una
mercancía más sofisticada y auténtica. Por eso, para la muchacha que conocí en
Buenos Aires, no es suficiente con decir que ella es comunista; después de
todo, el comunismo es ya demasiado vulgar, y cualquier pendejo se puede
declarar comunista. Su seña de identidad es algo más refinado y auténtico:
Trotsky, un autor muy profundo que no cualquier imbécil puede leer. Presumo que
por esta misma razón, también en Buenos Aires me encontré mucha gente que se
identificaba como “psicoanalista lacaniano”; supongo que no les resulta
suficiente con llamarse ‘psicólogo’ o ‘psicoanalista’.
La izquierda no va
a ninguna parte con este esnobismo revolucionario. Si bien en Venezuela ha
habido un genuino intento por construir movimientos sociales desde las bases, observo
con preocupación que el esnobismo revolucionario pica y se extiende en los
jóvenes universitarios. Las universidades dejaron de ser focos de discusión
real, y se han convertido en pasarelas de moda. No se exhiben propiamente zapatos
o relojes, sino ideologías. A los muchachos no les interesa buscar la verdad, sino
buscar aquello que sea cool.
Gratamente ilustrativo Gabriel. Eso me explica el poco dominio general o la superficialidad que manifiestan sobre las ideas a las que paradójicamente atribuyen su identidad.
ResponderEliminarEsto no sólo lo observo entre jóvenes, sino en muchos adultos nuevos-lectores.
Y podría asegurar que es el caso general en Venezuela, tradicionalmente propensa al consumismo
Gracias, Marlon. No digo que todos los chamos de izquierda sean así. Pero, vamos a estar claros que muchos chamos de 18 años gritan consignas chavistas, para verse pavos frente a las carajitas...
EliminarMuy bueno, refleja la penetración cultural que constituye este sistema. La necesidad de construir una imagen para distinguirse del resto, termina reproduciendo ciertos estereotipos que este mismo sistema construye. Creo que lo fundamental esta en poner sobre la mesa una discusión ideológica sincera y profunda a los efectos de generar grietas que permitan visibilizar estos entramados complejos que los aparatos ideológicos del poder reproducen.
ResponderEliminarHola, gracias por tu comentario. En efecto, la camiseta del Che está de moda, pero mucha gente no sabe quién fue ese personaje. Lo mismo ocurre con muchas posturas ideológicas.
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