domingo, 19 de mayo de 2013

El esnobismo revolucionario



            Estuve de visita en la Universidad de Buenos Aires en septiembre de 2012. En aquella ocasión, recorriendo los pasillos, me topé con una linda muchacha de dieciocho años. Para sacarle conversación, le pregunté cuál carrera estudiaba. Me respondió que era trotskista. Esto me resultó extraño, pues pensé que fui claro en peguntarle cuál era su carrera, no cuál era su ideología política. Pero, no tardé en comprender que esta muchacha seguramente tenía una profunda ansia de proclamarle al mundo que ella es seguidora del gurú Trotsky, sin importar mucho si comprende en profundidad o no su pensamiento. Lo importante es llevar la chapa del señor con gafas y barba.
            Para esta joven, el ser trotskista es una seña de su identidad. Como se sabe, la adolescencia y la adultez temprana es una etapa de la vida en la cual los individuos continuamente buscan crear una identidad con la cual presentarse ante el mundo. No importa tanto qué opino yo de esta o aquella tesis, sino más bien, cómo me verán los demás si opino esto o aquello. Lo crucial para un joven en la sociedad industrial es ser cool. Hay muchas estrategias, muchos caminos, pero el objetivo es al final uno solo: construir una imagen que sirva como tarjeta de presentación.  
            Los publicistas conocen esto demasiado bien. El capitalismo ha explotado la inmensa pluralidad de subculturas urbanas para incentivar el consumo. Emmos, hipsters, metaleros, reguetoneros, raperos, punks, alternativos, góticos, y un largo etcétera, son definidos no tanto por la serie de ideas que compartan, sino por las mercancías que consumen. Los chicos Nike, Fila, Adidas o Tommy Hilfiger van al grano sin tanto rodeos: la frontera entre una u otra tribu es sencillamente cuál marca llevan en la vestimenta; a la mierda las ideas.
            Los teóricos de la Escuela de Frankfurt creyeron que el capitalismo, mediante la cultura de masas, busca homogeneizar a las poblaciones para despojar a las personas de su vitalidad individual y reproducir el status quo. Así, bajo esta interpretación, la sociedad de consumo busca hacernos a todos parecidos, convirtiéndonos a todos por igual en una pieza de mercancía.
            Este entendimiento puede tener valor en algunas instancias, pero parece tener mayor peso empírico la hipótesis según la cual, el consumismo no propicia la homogeneidad, sino más bien la heterogeneidad. Pues, en muchos casos, la mejor forma de persuadir a alguien de que compre algo, no es alegando que otra persona también lo tiene, sino más bien al contrario, que no lo tiene.
Contraria a las tesis de la Escuela de Frankfurt, conviene acá asumir más bien una tesis elaborada por el sociólogo Pierre Bourdieu: la sociedad de consumo reposa sobre la distinción. Todo consumidor desea escapar al rebaño, para adquirir prestancia y categoría, y por eso, compra aquello que sea cool. Los artículos de consumo se convierten en una forma de ganar autenticidad frente a los rebaños de gente. Nike sirve para que el consumidor se cree una imagen ‘in’ que le permite separarse de aquellos que están ‘out’. Es un mecanismo elemental del mundo del fashion.
La paradoja está, por supuesto, en que los críticos de este sistema perverso de consumismo hasta ahora no encuentran forma viable para escapar de ese mismo sistema. Así lo han documentado extensamente Andrew Potter y Joseph Heath en un magnífico libro, Rebelarse vende. En ese texto, los autores analizan cómo la ideología anti-consumista se ha convertido en sí misma en una mercancía que opera exactamente bajo el mismo mecanismo que rige la sociedad de consumo. En esta ideología, el llevar el pelo pintado de verde, escuchar música hip hop o portar unos zapatos Nike ha dejado de ser cool. Pero, el concepto esnobista de cool no ha desaparecido; sencillamente ha sido sustituido por otra forma de distinción. Los jóvenes revolucionarios ya no pretenden distinguirse por la ropa que llevan o la música que escuchan, sino por las ideas que tienen.
Pero, como ocurre con los jóvenes consumistas convencionales, estos revolucionarios incorporan esas ideas, no por su valor intrínseco, sino por el branding (mercadeo) que las acompaña. Nadie compra unos zapatos Nike por el valor intrínseco del producto; antes bien, se compra por lo cool que es esa marca, bajo la esperanza de que esos zapatos servirán para impresionar a los compañeros. Exactamente lo mismo ocurre con las ideologías cool: la joven muchacha que conocí en Buenos Aires seguramente es trotskista, no porque en realidad le parezca genial la “revolución permanente” de Trotski, sino porque el adscribirse a esa ideología hará de ella una persona interesante, y la distinguirá de las niñas tontas en la facultad que seguramente tienen más interés en Paris Hilton. Así, declararse trotskista a todo pulmón es un gesto muy parecido a colocarse una camiseta con el logo de Tommy Hillfiger. Es la moda.
No es necesario mucho análisis para saber que el Che Guevara se ha convertido en una franquicia de consumo en sí mismo (de hecho, la portada de Rebelarse vende es una taza de café manufacturada con la foto del Che). Pues bien, a partir de esto, es también fácil entender el título del libro de Potter y Heath: la ideología anti-sistema es una mercancía más. Ser de izquierdas es ser cool, es tener estilo. Y es previsible que, si la izquierda se convierte en un movimiento verdaderamente masivo en nuestros países, muchos de estos jóvenes abandonarán su ideología por temor a ser uno más del montón (en ese caso, la ideología izquierdista dejaría de ser cool), o en su defecto, la radicalizarían en un nuevo intento por distinguirse de las masas de consumidores de ideología de izquierda.
De hecho, observo con preocupación que esto ocurre mucho en Venezuela. Antes de 1998, el ser izquierdista era la marca de identidad cool entre muchos jóvenes. Pero, con el auge del gobierno izquierdista de Chávez, ya no era tan cool ser de izquierdas como los demás. Fue necesaria una nueva distinción para seguir rompiendo los esquemas del fashion. Surgieron, entonces, las purgas. Muchos yuppies de la vieja guardia izquierdista empezaron a acusar a los nuevos izquierdistas de ser oportunistas recién llegados. Ellos (los yuppies), en cambio, tienen pedigrí izquierdista (alguno de sus tíos fue dirigente obrero, mientras que el nuevo izquierdista es un hijito de papá y mamá); ellos son ‘auténticos’ (‘auténtico’, como se sabe, es una palabrita de la cual se vale el capitalismo para mercadear hasta la saciedad sus mercancías).
Hay imitación en Nike, pero el consumidor, para mantener su estatus cool, se asegura de colocarse las zapatillas auténticas (sin importar cuánto más costosas pueden ser, a pesar de que la calidad es prácticamente la misma), y así distinguirse del usurpador empobrecido que debe conformarse con consumir la versión pirata fabricada por los chinos. Lo mismo ocurre con la ideología: podrá haber usurpadores en el consumo de la ideología izquierdista, pero para mantener la distinción y seguir sintiéndose cool, el joven debe recurrir a una mercancía más sofisticada y auténtica. Por eso, para la muchacha que conocí en Buenos Aires, no es suficiente con decir que ella es comunista; después de todo, el comunismo es ya demasiado vulgar, y cualquier pendejo se puede declarar comunista. Su seña de identidad es algo más refinado y auténtico: Trotsky, un autor muy profundo que no cualquier imbécil puede leer. Presumo que por esta misma razón, también en Buenos Aires me encontré mucha gente que se identificaba como “psicoanalista lacaniano”; supongo que no les resulta suficiente con llamarse ‘psicólogo’ o ‘psicoanalista’.
La izquierda no va a ninguna parte con este esnobismo revolucionario. Si bien en Venezuela ha habido un genuino intento por construir movimientos sociales desde las bases, observo con preocupación que el esnobismo revolucionario pica y se extiende en los jóvenes universitarios. Las universidades dejaron de ser focos de discusión real, y se han convertido en pasarelas de moda. No se exhiben propiamente zapatos o relojes, sino ideologías. A los muchachos no les interesa buscar la verdad, sino buscar aquello que sea cool.   

5 comentarios:

  1. Gratamente ilustrativo Gabriel. Eso me explica el poco dominio general o la superficialidad que manifiestan sobre las ideas a las que paradójicamente atribuyen su identidad.
    Esto no sólo lo observo entre jóvenes, sino en muchos adultos nuevos-lectores.
    Y podría asegurar que es el caso general en Venezuela, tradicionalmente propensa al consumismo

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    1. Gracias, Marlon. No digo que todos los chamos de izquierda sean así. Pero, vamos a estar claros que muchos chamos de 18 años gritan consignas chavistas, para verse pavos frente a las carajitas...

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  2. Muy bueno, refleja la penetración cultural que constituye este sistema. La necesidad de construir una imagen para distinguirse del resto, termina reproduciendo ciertos estereotipos que este mismo sistema construye. Creo que lo fundamental esta en poner sobre la mesa una discusión ideológica sincera y profunda a los efectos de generar grietas que permitan visibilizar estos entramados complejos que los aparatos ideológicos del poder reproducen.

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    1. Hola, gracias por tu comentario. En efecto, la camiseta del Che está de moda, pero mucha gente no sabe quién fue ese personaje. Lo mismo ocurre con muchas posturas ideológicas.

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