domingo, 12 de septiembre de 2010

DAWKINS, Richard: The God Delusion. Houghton Miffilin Company, Boston, 2006


Richard Dawkins es una personalidad bastante conocida en el mundo de la biología y de las ciencias en general. Su indiscutible carisma (acompañado de cierta dosis de arrogancia) también le ha permitido convertirse en un exitoso presentador de televisión, y puede pensarse que sus programas han venido a convertirse en los herederos del inolvidable Cosmos de Carl Sagan. No existe mayor riesgo en asegurar que Dawkins es el mayor exponente de la teoría de la evolución en la actualidad, y en las últimas décadas ha tomado gran entusiasmo en defender la teoría de Darwin contra los ataques del movimiento creacionista y los promotores de la teoría del ‘Diseño Inteligente’.

Existe un gran debate respecto a la religión de Darwin. La mayoría de los biógrafos coincide en que Darwin permaneció agnóstico hasta el momento de su muerte. Pero, lo que realmente se debate es si la teoría de la evolución es compatible con el teísmo. En su momento, Pierre Teillhard de Chardin intentó reconciliar el darwinismo con el cristianismo, y hasta el día de hoy, el Vaticano ha avalado la teoría de la evolución, y salvo las corrientes evangélicas de origen estadounidense, casi todos los cristianos y judíos aceptan que sí ha habido evolución. No obstante, existe un grupo de defensores de la teoría de la evolución que considera que el darwinismo es incompatible con el teísmo; lógicamente, estos autores abrazan el ateísmo. Pues bien, Dawkins encabeza este grupo, y The God Delusion es su manifiesto ateo: no sólo se limita a exponer por qué considera que es casi seguro que Dios no existe, sino también por qué creer en Dios es un delirio peligroso que ha generado, y sigue generando, más mal que bien en el mundo.

The God Delusión es el corolario de un filme documental producido por Dawkins en 2006, The Root of All Evil?1. El libro en cuestión refleja muchos de los rasgos de la personalidad de Dawkins: brillantez y lucidez, pero también arrogancia e intransigencia. Está escrito en un estilo accesible a audiencias no especializadas, pues hace un uso particular de anécdotas. Dawkins domina muy bien el sarcasmo como recurso retórico, y el lector puede llevarse varias carcajadas cuando se exponen muchos absurdos e irracionalidades de las creencias religiosas. Bien puede pensarse en Dawkins como un Voltaire de la biología. Pero, en ocasiones, el libro se torna agresivo e inclemente, y se aprovecha de algunas opiniones escandalosamente mediocres emitidas por algunos representantes religiosos (tele-predicadores, fundamentalistas, etc.), para distorsionar como totalmente irracional alguna creencia religiosa que en realidad guarda cierto sentido y raciocinio.

Para exponer su opinión según la cual ciencia y la religión son irreconciliables, Dawkins toma como punta de lanza a Einstein. Muchos han querido ver en Einstein el paladín del científico moderno que conserva la creencia en Dios, pero Dawkins niega que eso sea así. Según Dawkins, el ‘Dios’ sobre el cual se pronunció Einstein no es más que el conjunto de las leyes del universo, y su uso de la palabra ‘Dios’ no fue más que un recurso retórico para referirse a cuán precisas y perfectas son esas leyes, no para señalar la existencia de un ente sobrenatural que creó el universo.

Asimismo, Dawkins considera que no es legítimo establecer una línea de separación entre ciencia y religión, como si la última se desenvolviese en otro plano, otra dimensión que no concierne a la ciencia. La religión, sostiene Dawkins, sí tiene pretensiones científicas, pues atribuye fenómenos inexplicables dentro de los límites de nuestro tiempo y nuestro espacio; no en otra dimensión. La creencia es que Jesús resucitó en Palestina en el siglo I, un tiempo y un espacio real, no en un plano inaprehensible a la ciencia. De forma tal que Dawkins considera que, puesto que la religión tiene pretensiones sobre el mundo que la ciencia explica, pronunciarse sobre Dios es una hipótesis científica susceptible de ser verificada o rechazada por el mismo método que verifica o rechaza la existencia de un elefante.

Así, Dawkins se propone refutar aquellos intentos racionales que alegan haber probado la existencia de Dios. De sobra es conocido que el mejor exponente de ese intento racional por probar la existencia de Dios es Santo Tomás de Aquino, y Dawkins parte del escolástico para refutar tales pruebas.

Frecuentemente se sostiene que las primeras tres pruebas esgrimidas por Aquino, (ex motu, ex causa, ex contigentia) realmente se refieren a un mismo principio: todo tiene una causa, o es movido por algo, pero no podemos regresar al infinito en una cadena causal, pues debe haber algo que causó sin que fuese causado, y a este agente lo podemos llamar ‘Dios’. Dawkins objeta que no se puede asumir que Dios sea inmune a la regresión causal; en otras palabras, si Dios es causa de todo, ¿cuál es la causa de Dios? Dawkins pareciera no tener dificultad en concebir una cadena causal que se prolonga al infinito. Por mi parte, creo que mi juventud aún no me ha permitido pronunciarme en definitiva sobre la existencia o inexistencia de Dios, y por los momentos, declaro mi agnosticismo. Pero, he de reconocer que la prueba para la existencia de Dios que más llamativa me resulta es precisamente el ‘argumento cosmológico’ de las tres primeras pruebas de Aquino: no logro concebir un mundo en el que haya una regresión causal infinita; en algún momento la cadena causal debe detenerse, y este agente que causa sin ser causado bien puede ser llamado ‘Dios’, en tanto es diferente al resto de las cosas que son causadas por otros agentes. De forma tal que, en oposición a Dawkins, yo sí estoy dispuesto a dar crédito al argumento cosmológico.

Dawkins sostiene que aún si se aceptase que existe una primera causa, no existe base para sugerir que esta causa tiene atributos divinos. En esto podría estar parcialmente de acuerdo. Ciertamente un Primer Motor no necesita ser omnipotente u omnisciente, pero sí creo que conserva algún atributo divino, en el sentido de que, si causa sin que sea causado, ya es diferente al resto de las cosas, y esa diferencia podría ser suficiente para que le llamemos ‘Dios’. Dawkins considera que llamar ‘Dios’ a, por ejemplo, el fenómeno del Big Bang, es equívoco, pues ese Big Bang no tiene los atributos que tradicionalmente se le confiere a la divinidad. Pero, repito: si ese Big Bang fue causa de algo sin que él mismo fuese causado, entonces ya podríamos denominarlo ‘Dios’, pues es diferente al resto de los fenómenos, y un atributo de la divinidad es precisamente su carácter extraordinario.

Dawkins dedica muy breve atención a la cuarta prueba de Aquino (ex gradu) y a otros argumentos tradicionales para la existencia de Dios, como la prueba ontológica de san Anselmo, la apuesta de Pascal, o las experiencias religiosas. Todos los refuta con bastante éxito, especialmente el argumento de la apuesta de Pascal.

A la quinta prueba de Aquino, la teleológica (ex fine), Dawkins dedica extensa atención para intentar refutarla. Según este argumento, el mundo tiene un orden y una perfección evidente, y este orden debió venir de una inteligencia superior, un diseñador cósmico, a quien se puede llamar ‘Dios’. Dawkins exhibe toda su erudición como biólogo para demostrar que tal designio no es evidente en la evolución de las especies. Dawkins reafirma su posición darwinista, e insiste en que la apariencia de designio en los diferentes organismos no obedece a un ente diseñador, sino a un proceso de selección natural acumulativa que va perfeccionando gradualmente las estructuras de los organismos. A este punto de vista, algunos creacionistas han objetado el principio de la ‘complejidad irreducible’; a saber, que muchas estructuras no pueden haber surgido gradualmente, pues si no se desarrolla por completo tal estructura, no tiene ninguna funcionalidad (el ojo y el ala, en particular, son estructuras frecuentemente señaladas por los creacionistas como ejemplos de la ‘complejidad irreducible’). Con bastante maestría, Dawkins demuestra que ni el ala ni el ojo son estructuras de complejidad irreducible, y su desarrollo se explica mejor por la selección natural que por el designio.

Pero, Dawkins debe explicar el origen de la vida (no sólo su desarrollo), así como la perfección del universo y las leyes de la física para promover la vida, y éstos son difícilmente explicables a partir de la selección natural darwinista. Dawkins reconoce que las condiciones que generaron la armonía del universo y el origen de la vida son inmensamente improbables. La complejidad de nuestro mundo es difícilmente alcanzable por mero azar. Pero, de esto no debe deducirse que tras esos eventos se encuentre un diseñador inteligente (Dios). Pues, y he aquí el núcleo de la argumentación de Dawkins, si nuestro mundo resulta improbable por su complejidad, sería aún más improbable y complejo un Dios que haya diseñado semejante complejidad. Así, en opinión de Dawkins, argumentar que un mundo tan complejo sólo puede venir del diseño divino no resuelve nada, pues, inmediatamente debemos formularnos la pregunta: ¿qué diseñó al diseñador? De forma tal que, si bien Dawkins reconoce que nuestro mundo ha sido altamente improbable, sostiene que aun así, contra la probabilidad, ha venido a ser.

A favor de Dawkins se podría esgrimir lo siguiente: aun contra una alta probabilidad, yo puedo ganar la lotería. El hecho de haberla ganado no implica que un ente divino me favoreció en el sorteo. Las improbabilidades pueden ocurrir, y por más que sorprendan, deben aceptarse. ‘Improbable’ no es sinónimo de ‘imposible’. Pero, se podría objetar a Dawkins lo siguiente: postular que existe un Dios que ha diseñado el universo no constituiría mayor problema si se sostiene que, precisamente por ser divino, el diseñador no necesita ser diseñado. Por mi parte, la prueba teleológica para la existencia de Dios me parece débil, pues si Dios en realidad diseñó este mundo, su diseño es mediocre. Pero, rechazo la argumentación de Dawkins según la cual debemos preguntarnos quién diseñó a Dios. Con Dawkins, estoy dispuesto a admitir que es menester reconocer la enorme improbabilidad de que nuestro mundo haya venido a ser, pero de tal improbabilidad no se desprende un designio divino.

Aun si Dios no existiera, Dawkins debe responder a la siguiente pregunta: ¿por qué todas las sociedades han tenido alguna forma de religión? Dawkins sostiene que la religión pudo haber tenido alguna función en sus inicios, lo suficiente como para asegurar su existencia por milenios, pero que esa función se dejó de cumplir hace tiempo ya, y es menester dejar de lado las instituciones religiosas. Dawkins estima que la religión es un ‘efecto secundario’ de ciertos rasgos que se volvieron ventajosos en la evolución humana. En particular, considera Dawkins, la religión como sistema de adoctrinamiento sirvió para inhibir a las crías humanas y obligarlas a aceptar la autoridad de los padres, cuestión que tuvo el efecto ventajoso de alejar a las crías vulnerables del peligro. Pero, como efecto secundario, ha empequeñecido nuestra capacidad racional, y hoy en día la religión es más desventajosa que ventajosa. Por mi parte, yo sostengo un punto de vista similar al de Dawkins: la religión ha servido para preservar a la especie (le ha ofrecido consuelo en situaciones ante las cuales se desesperaría, ha promovido la solidaridad social, etc.), pero no creo que siga siendo necesaria para nuestra supervivencia; al contrario, el resurgir del fundamentalismo parece indicar que actualmente la religión es más peligrosa que ventajosa.

Como ateo, Dawkins también debe oponerse al argumento teísta según el cual, sin Dios, nuestra moralidad sería inexistente. En vena kantiana, Dawkins se adscribe a la opinión según la cual es verdaderamente moral la acción que es buena por sí misma, en oposición a la acción moral sólo por temor a la vigilancia de algún policía divino. Es más fructífero y moralmente superior hacer el bien por el bien mismo, que por temor a ser castigado por Dios. Ahora bien, si la raíz de nuestra moralidad no es el temor a Dios, entonces, ¿cuál es el origen de la moralidad? Dawkins regresa a las teorías por las cuales se hizo famoso con la publicación de su libro El gen egoísta hace treinta años, para explicar la moralidad. Hacemos buenas acciones para con los demás fundamentalmente por tres razones, ninguna de las cuales tiene que ver con Dios: 1) Ayudando a nuestros semejantes, perpetuamos nuestros genes; 2) En la medida en que somos buenos con los demás, esperamos reciprocidad; 3) La acción moral nos alimenta un sentido de superioridad por encima del receptor de nuestras buenas acciones. Estas explicaciones me resultan un poco rudimentarias, pero no las desecho del todo. Soy de la opinión que, probablemente la teoría del contrato social y el cálculo de medios, vinculada a la segunda razón esgrimida por Dawkins, sea la que mejor explique el origen de la moralidad: somos buenos porque adquirimos conciencia racional de que, a la larga, nuestra acción moral terminará por beneficiarnos. A esta moral se podría objetar lo mismo que Dawkins objeta a la moral religiosa: no defiende el bien por el bien mismo, sino en espera de una retribución futura. La diferencia, supongo, radica en el hecho de que, allí donde es plausible que otro ser humano nos retribuya, sólo por fe se supone que un ente celestial nos va a castigar si no hacemos el bien.

A mi juicio, el segmento más débil del libro de Dawkins es el capítulo 7, en el que intenta probar que nuestra moralidad no proviene de libros religiosos como la Biblia. Con esto estoy de acuerdo, pues me parece perfectamente concebible una ética secular ajena a la tradición bíblica; Aristóteles es un buen recordatorio de ello. Pero, Dawkins pretende más: expone a la Biblia como un texto abrumadoramente inmoral, cuestión con la cual estoy en desacuerdo. Dawkins presenta una visión mediocremente monolítica del Antiguo Testamento, sin considerar que semejante texto dista de ser un solo libro; antes bien, en el Antiguo Testamento se evidencia una marcada evolución hacia conceptos morales más refinados, y no es más que un reflejo de la progresión y maduración religiosa del pueblo judío. Por ejemplo, Dawkins considera que la historia del sacrificio de Isaac en Génesis 22 no hace más que aplaudir un intento de homicidio y abuso infantil. Esto revela cuán inepto es Dawkins para la hermenéutica bíblica: en la superficie, Génesis 22 puede resultar una historia escandalosamente inmoral, pero un análisis más profundo aprecia en ella más bien una transición hacia una moral más refinada, en la cual se censura el sacrificio humano y se instituye la sustitución animal.

Muy mediocre es también la presentación que Dawkins hace de la doctrina cristiana de la expiación. Lejos de estudiar con detenimiento los pasajes paulinos en los cuales se inspira la doctrina de la expiación (la cual, valga advertir, en su forma popular contemporánea debe más a Anselmo de Canterbury que al propio san Pablo, cuestión que Dawkins nunca menciona), Dawkins se complace en distorsionar como terriblemente violenta e irracional la aseveración según la cual Cristo murió por nuestros pecados. Debo reconocer que semejante doctrina resulta en apariencia irracional, pero no han faltado sensatos y efectivos esfuerzos por racionalizarla (la interpretación de René Girard, según la cual Cristo se entrega a la violencia para que no haya más violencia, es una de las que más efectiva me parece), cuestión que Dawkins omite por completo.



Por último, resulta especialmente significativo el capítulo 9, dedicado a la denuncia del adoctrinamiento religioso de los niños. Dawkins considera una forma de ‘abuso mental’ el adoctrinamiento religioso en la infancia (sobre todo en la presentación de imágenes infernales) y la atribución de doctrinas religiosas a unos seres humanos demasiado jóvenes como para comprenderlas. Durante mi infancia y parte de mi adolescencia asistí a escuelas católicas, y no puedo dejar de expresar mi acuerdo con Dawkins: desde muy joven fui víctima de la imposición (no de la persuasión) de doctrinas religiosas (sencillamente, si no estaba de acuerdo con algún dogma que se me enseñaba, se llamaba a mis representantes y se recomendaba que me inscribieran en otra escuela). Aquellos católicos venezolanos que ven con preocupación el posible adoctrinamiento de los niños en los liceos públicos deben preguntarse qué exige más adoctrinamiento: ¿creer que el comunismo es el mejor sistema social posible, o que una mujer virgen parió a un hombre que, después de muerto, resucitó? Bien vale seguir la recomendación de Dawkins: no debemos enseñar tanto qué pensar, sino cómo pensar.

6 comentarios:

  1. ¿Tan poco sabe del hombre?, ah claro, ya entendí, le gusta Voltaire...

    Algo sobre eso leí aquí:

    http://elpais.com/diario/2009/09/07/opinion/1252274404_850215.html

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  2. Muy buen artículo, feliidades! :-) ¿Te importaría que te citara en mi blog? Por supuesto añadiría un enlace a tu sitio. Un abrazo y que Dios, la Causa Primera, o como gustes llamarle :) te siga bendiciendo con el don de la prosa intachable ;-)

    http://frasesdedios.blogspot.com.es

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  3. No estoy de acuerdo en ninguna de las objeciones que opones a los argumentos de Dawkins, especialmente las que se refieren a la inmoralidad de la Biblia. El Antiguo Testamento está plagado de comportamientos divinos que hacen bueno a cualquier dictador sanguinario, y el Dios del Nuevo Testamento -como señalas en tu libro sobre la teología- no es tan enrollado como se quiere dar a entender. Es cierto que esas ideas ya superadas, al igual que en el resto del mundo la aceptación de la esclavitud y otras muchas, son comprensibles en buena medida debido a que aún quedaba mucho tiempo para que llegara el Humanismo; pero también es cierto que existieron filósofos griegos que desde muy pronto se rieron de los dioses, de su antropomorfismoy de los pésimos modelos de conducta que proporcionaban; y que muchos de ellos propugnaron la igualdad natural de todos los seres humanos (idea asumida por Aljenadro Magno), todo lo cual se encuentra a años luz del chauvinismo judío y cristiano (Jesús llamaba "perros" a los gentiles, etc.).

    En cuanto a la doctrina de la expiación, supongo que desde que escribiste esta entrada tu opinión ha evolucionado, dado que en tu libro sobre la teología la ridiculizas, con toda razón.

    El libro me lo leí hace un par de años y mi opinión mejora con el tiempo: no es una obra de bolsillo ni simplemente divulgativa, sino que profundiza y matiza siempre que se impone hacerlo (por ejemplo, al final, cuando deja de demonizar las religiones y las acepta como valiosos patrimonios de la Humanidad de los que no podemos renegar, pero ojo, en su vertiente cultural, no doctrinal).

    En cuanto a los argumentos para sostener la existencia o inexistencia de Dios, yo he decidido hace tiempo negarme a entrar en esos debates mientras no se me dé una definición precisa del concepto "Dios" (¿Tiene barba? ¿Es bueno? ¿Qué es la bondad? ¿Es de ideología judía, musulmana, cristiana, animista?). Hasta entonces, diré lo que los positivistas lógicos del Círculo de Viena: cualquier enunciado que contenga esa palabra simplemente carece de sentido.

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    1. Hola Jose, esta entrada es del año 2007, creo. En aquella época, aun ingenuamente estaba con la idea de que el cristianismo no es tan irracional, y trataba de salvaguardarlo con la teología de gente como René Girard y Rudolf Bultmann. Me arrepiento, no tengo más nada que decir.

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  4. Hombre, tampoco es cuestión de arrepentirse. Yo diría: "Me alegro de haber avanzado".

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