domingo, 12 de septiembre de 2010

Mitos relativistas VIII: No debemos imponer nada por la fuerza, ni tampoco exportar costumbres a pueblos que no quieran adoptarlas.




Algunos simpatizantes del relativismo son un poco más sensatos, y admiten que sí estamos en capacidad de emitir juicios morales sobre otros pueblos, e incluso, promover nuestra visión del mundo en otras latitudes. Pero, inmediatamente advierten, nunca debe ser por la fuerza. A su juicio, hacemos bien en exportar la ciencia, la tecnología, la democracia y otros deleites occidentales, pero jamás debemos imponer nuestras instituciones.
La democracia es un sistema político que promueve el consenso, y hace lo posible por evitar confrontaciones armadas e imposiciones por la fuerza. En un sistema democrático, las políticas públicas rara vez son impuestas por vía de la coerción, antes bien, el colectivo es consultado para precisamente no imponer algo que el pueblo no desee. En función de eso, se estima, es simplemente contradictorio imponer la democracia por vía de la coerción. Nunca estará justificada una invasión militar para instituir un régimen democrático, precisamente porque los mismos términos de la democracia excluyen imposiciones coercitivas.
En esto, sintonizo con los simpatizantes del relativismo. Ciertamente, la historia de la expansión occidental ha estado manchada de sangre derramada en invasiones innecesarias. Admito, sin complejos, que la invasión norteamericana a Irak, hecha en nombre de la democracia, no ha llevado democracia, sino hambre, destrucción y miseria.
Por razones que he expuesto en páginas anteriores, yo soy de la opinión de que tenemos la obligación moral de expandir muchas de nuestras instituciones a pueblos que aún no las conocen. El escenario ideal sería que esa expansión se diese por vía de la persuasión, y no de la coerción. No puedo dejar de sentir admiración cuando observo a parejas de jóvenes misioneros mormones vestidos con camisa blanca de manga corta y corbata, caminando por las calles de las ciudades y pueblos de Latinoamérica. El contenido de su mensaje religioso me parece sumamente imbécil (como el de casi todas las religiones, vale advertir), pero la vocación para convertir y ganar adeptos mediante la persuasión me resulta admirable. Siglos atrás, el catolicismo se impuso en América en buena medida mediante la acción de la espada. Hoy, el auge de las sectas protestantes y sus derivadas (en su mayoría promovidas por grupos procedentes de Norteamérica) en nuestra región es testimonio de que la persuasión puede expandir instituciones, sin necesidad de emplear la fuerza.
Pero, es urgente reconocer los límites de la persuasión. En una situación de rehenes, el primer paso a tomar es intentar persuadir al secuestrador de que libere a sus víctimas. Como bien se sabe, la mayor parte de las veces, esto no se consigue, pues el secuestrador está determinado a no escuchar. Sería ridículo sugerir que, aun si la persuasión no funciona, no debemos proceder con la fuerza para resolver la situación de rehenes.
Podemos emplear monumentales esfuerzos persuasivos para que los tiranos de otros países asuman la democracia. Pero, ¿qué hacer si esos esfuerzos persuasivos no rinden resultados? Una idea muy recurrente es que la democracia no puede imponerse mediante la bayoneta. Pero, la experiencia histórica parece ser distinta: al menos en el siglo XX, dos democracias hoy muy bien consolidadas, fueron impuestas por la bayoneta. Me refiero a los casos de Alemania y Japón. La persuasión no fue suficiente para que los alemanes y los japoneses asumieran un pleno sistema democrático. En esos países (a los cuales hoy acuden masas de inmigrantes, dado su altísimo nivel de vida), la democracia se impuso por la bayoneta desde afuera. No hubo una revolución interna para derrocar a sus gobiernos totalitarios, ni tampoco se respetó la soberanía nacional o su derecho de autodeterminación. Al contrario, fuerzas invasoras implantaron el sistema democrático.
Es curioso que, en estas discusiones, se emplee la imagen de la bayoneta, y no la del fusil o la de la ametralladora. Pues, en efecto, las bases para la democracia moderna empezaron a expandirse por vía de la fuerza militar en una época durante la cual la bayoneta era aún un arma empleada por los infantes. Esa época fue el periodo napoleónico. Los cimientos de la democracia moderna surgieron fundamentalmente en la Revolución Francesa. Tras su triunfo en Francia, los revolucionarios franceses se propusieron extender sus ideas y reformas a sus vecinos europeos. Pero, evidentemente, las monarquías circunvecinas sencillamente no estaban dispuestas a abdicar a favor de un sistema republicano, mucho menos de adelantar las reformas propuestas por los revolucionarios. Pronto, los ejércitos revolucionarios incursionaron en los países europeos para imponer, por vía de la bayoneta, aquello que los viejos monarcas defensores del Ancien Regime no aceptaban por vía de la persuasión.
Las guerras napoleónicas pudieron traer consigo todo tipo de devastación, pero destruyeron las viejas instituciones europeas, características del Ancien Regime. Admito que me conmuevo cuando contemplo Los fusilamientos del 3 de mayo de Goya, y observo los horrores de la ocupación napoleónica en España. Pero, gracias a la invasión napoleónica, desapareció la Inquisición. No me sorprende que, además de los campesinos que resistían la invasión, hubo en España afrancesados con ideas muy progresistas que apoyaban la ocupación francesa. Gracias a las bayonetas francesas, en Europa se impuso el Código Civil Napoleónico, se restringió la persecución a judíos, se adelantaron reformas penitenciarias, se fomentó el cultivo de las ciencias; en fin, la bayoneta napoleónica se convirtió en un importante motor modernizador.
Como corolario de la negativa a expandir instituciones por la fuerza, el relativista opina que no tenemos la autoridad moral para imponer instituciones que los otros pueblos no desean. El caso de la burka es emblemático. A juicio de los occidentales, el uso de la burka es una espantosa instancia de opresión a la mujer: una prenda de vestir que elimina la cara de la mujer en público y no le permite ni siquiera respirar óptimamente, es sencillamente atroz. Afganistán fue el país que, bajo el régimen talibán, impuso esta atroz práctica. Pero, nos advierten los relativistas, cuando las fuerzas invasoras depusieron a los talibanes, y en cambio, impusieron un régimen títere con algunas tendencias modernizantes, las mujeres siguieron usando la burka por su propia cuenta.
Algo parecido ocurría en Francia durante los años 80 del siglo pasado. En honor al laicismo republicano (por el cual tan heroicamente han luchado los franceses), las escuelas públicas francesas no permiten el uso del velo. Pero, las muchachas musulmanas sienten sumo orgullo en su velo, y lejos de ver el velo como una opresión teocrática, ellas mismas lo quieren usar.
La lección que los entusiastas del relativismo abstraen de estos ejemplos es sencilla: no debemos extender costumbres a quienes no las quieran recibir. Si una mujer afgana quiere seguir llevando su burka, ¡permitámoslo! Si una mujer yanomami prefiere intentar curar a su hijo enfermo consultando a un brujo, en vez de llevarlo a un hospital, ¡respetemos su decisión! De hecho, la exigencia del relativista parece muy acorde a los principios liberales: respetemos la decisión de cada quien. Nada más peligroso que aquella concepción de Rousseau, según la cual el Estado debe forzar a los ciudadanos a ser libres.
Esta argumentación no me resulta convincente. En primer lugar, generalmente son los mismos opresores quienes expresan su deseo de continuar con instituciones despóticas. En Afganistán, son los mismos hombres quienes declaran que las mujeres están muy contentas llevando la burka. Rara vez se escucha a una mujer expresar su satisfacción con la burka.
Pero, aun en el caso de que las personas oprimidas por esas instituciones despóticas no tengan ningún deseo de que se transformen, es dudoso que eso impida la obligación moral de erradicarlas. Muchos visitantes occidentales en la India se quedan impresionados de ver cómo los miembros de las castas más inferiores se acoplan muy bien al sistema de castas y no expresan ningún deseo de erradicar este antiguo sistema de opresión jerárquica. Pero, ¿acaso el hecho de que los intocables no se quejen por su condición miserable, implica que los occidentales no debemos hacer esfuerzos por eliminar de una vez por todas la discriminación en la India?
El marxismo ha descrito muy acordemente la situación en la cual el explotado no adquiere conciencia de su propia explotación: la alienación. Bajo la interpretación marxista, un trabajador explotado que manifiesta satisfacción con su propia explotación, está bajo los efectos de la alienación. El marxista no se conforma con señalar que, puesto que el trabajador aparenta estar contento, no debemos transformar su sistema de explotación. Pues bien, la mujer que lleva la burka voluntariamente para complacer a su marido, está alienada. Es nuestra obligación imponer la concepción de igualdad de género, aun si ella en un inicio no quiere adoptar esa concepción.

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