domingo, 12 de septiembre de 2010

D’SOUZA, Dinesh. Life After Death: The Evidence. Washington: Regnery. 2009, 269 pp.



Dinesh D’Souza es uno de los más emblemáticos representantes intelectuales del movimiento neo-conservador en los EE.UU., y sus escritos han estado concernidos fundamentalmente con asuntos políticos. Pero, después de una carrera como comentarista político, D’Souza ha volcado su atención a temas religiosos, y ha asumido una postura apologética cristiana. En su primer libro como apologista, D’Souza se propuso defender lo que él llamó la “grandeza del cristianismo”; en el presente libro, D’Souza se propone defender la doctrina de la inmortalidad, parte integral del credo cristiano.
Desafortunadamente, el tema de la vida después de la muerte ha dado pie a un sinfín de especulaciones y escritos que rayan en lo disparatado. El médico indio Deepak Chopra (a mi juicio, uno de los más peligrosos charlatanes del siglo XXI), por ejemplo, es infame por la montaña de disparates y frases ininteligibles que ha escrito respecto a este tema. Elizabeth Kubler-Ross, quien alguna vez mostró algún grado de seriedad en sus estudios sobre la inmortalidad, también terminó por sucumbir en disparates ininteligibles. Si bien discrepo de la mayor parte de los contenidos del libro de D’Souza, al menos reconozco que, a diferencia de Deepak Chopra, D’Souza por lo general es claro y se hace entender. Cabe poca duda de que D’Souza es un talentoso retórico.
Si bien el tema de la inmortalidad ha preocupado a la humanidad desde su época más temprana (no en vano, el Poema de Gilgamesh, la primera pieza de literatura escrita, está concernido con este tema), algunas personas en esta época de secularización estiman que, ni siquiera vale la pena el plantearse la pregunta respecto a la inmortalidad. En otras palabras, les resulta irrelevante si hay o no una vida después de la muerte. D’Souza desdeña esta actitud, pues estima que sería de sumo interés conocer algo respecto a nuestro destino post mortem. En esto, coincido con D’Souza: si hay una vida después de la muerte, conviene formarse alguna idea respecto a cómo es; y si no hay una vida después de la muerte, al menos convendría evaluar las razones por las cuales la abrumadora mayoría de los seres humanos han aceptado esa creencia.
D’Souza intenta ofrecer algunos argumentos y pruebas a favor de la inmortalidad, pero en todo caso estima que, aun si él no pudiere demostrar que hay una vida después de la muerte, quien niega la existencia de la vida después de la muerte tampoco podrá demostrar su alegato. Y, en este sentido, a lo sumo, habría un empate en la disputa. Acá, me parece que D’Souza comete un error típico de los apologistas. En efecto, nunca se podrá probar que no hay vida después de la muerte. De hecho, nunca se podrá probar la inexistencia de alguna entidad lógicamente posible. En tanto nuestra experiencia es limitada, nuestro conocimiento del mundo fáctico es inductivo, y por ende, siempre habrá la posibilidad de que una entidad exista, aun si no hay indicios de su existencia.
Pero, precisamente en función de ello, la carga de la prueba reposa sobre quien afirma la existencia del ente en cuestión. No podemos probar que las hadas madrinas no existen, pero hasta que haya evidencia a su favor, presumimos su inexistencia. De la misma manera, no podemos probar que no hay vida después de la muerte, pero hasta que surja evidencia a favor de una vida después de la muerte, hemos de presumir que no hay vida después de la muerte. D’Souza insiste en que la ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia, pero no se detiene a pensar que su alegato es fácilmente extensible al Ratón Pérez: la ausencia de evidencia a favor de la existencia del Ratón Pérez no sería evidencia de su ausencia, y por ende, podemos aceptar que el Ratón Pérez existe. Esto es absurdo.
En todo caso, D’Souza se dispone a presentar supuesta evidencia a favor de la vida después de la muerte. Evalúa críticamente los alegatos del notable parapsicólogo Ian Stevenson, quien ha destacado por sus años de investigación en supuestos casos de reencarnación. D’Souza desconfía de los estudios de Stevenson, pues sus informantes, la mayoría procedentes de países asiáticos, podrían estar sesgados por una creencia previa en la reencarnación. En esto, coincido con D’Souza.
Pero, D’Souza sí está dispuesto a evaluar favorablemente los estudios de otro parapsicólogo, Raymond Moody, célebre por documentar casos de experiencias cercanas a la muerte, e interpretarlas como visiones del más allá. En esto, discrepo de D’Souza. Como es sabido, estas experiencias consisten en la sensación de observar el propio cuerpo desde arriba; pasar por un pasaje a través de un túnel; al final de ese pasaje hay una luz, y la persona se encuentra con seres queridos y figuras religiosas. Para esto, hay explicaciones naturales muy plausibles, pero D’Souza estima que es poco probable que todos los componentes de las experiencias cercanas a la muerte puedan tener explicaciones naturales.
D’Souza aporta casos en los que, supuestamente, la persona que vive una experiencia cercana a la muerte reporta alguna información a la cual no pudo haber tenido acceso por medios normales. Eso, estima D’Souza, es evidencia de que la persona abandonó su cuerpo y viajó incorpóreamente a otro lugar. Pero, francamente, esta evidencia no pasa de ser anecdótica, y por ende, de escaso valor. D’Souza no menciona que, para despejar dudas, el médico Bruce Greyson ha diseñado un experimento en situaciones controladas: en el techo de una sala de emergencias, hay un ordenador con imágenes aleatorias que no pueden ser vistas desde abajo. Si algún paciente tuviere una experiencia cercana a la muerte, abandonare su cuerpo y ‘subiere’ en estado incorpóreo, quizás podría ver alguna de esas imágenes. Si algún paciente reportare acertadamente el contenido de esas imágenes, habría que tomarse muy en serio la hipótesis de que en las experiencias cercenas a la muerte, la persona viaja a otros lugares en estado incorpóreo. Hasta ahora, ningún paciente ha acertado en la descripción de las imágenes.
Da la impresión de que D’Souza no investigó lo suficiente en preparación para este libro, y opta más bien por rellenar su contenido con temas colaterales al asunto respecto a la vida después de la muerte. Así, se detiene a considerar si Dios existe o no (un tema que, si bien tiene relación con la inmortalidad, no incide realmente sobre la cuestión de si hay vida después de la muerte). Para ello, recurre al argumento clásico de la teología natural, a saber, el argumento teleológico para la existencia de Dios. Como es sabido, este argumento invoca la precisión y orden del universo para inferir que debe haber un diseñador cósmico. D’Souza estima que el recurso a una selección natural a escala cósmica, a saber, la teoría del multiverso, no permite explicar la precisión y complejidad del universo para albergar la vida. Por ello, insiste D’Souza, debemos concluir que Dios existe. Ciertamente la validez del argumento teleológico ha propiciado ríos de tinta (afortunadamente, hasta ahora no ha propiciado ríos de sangre), y el asunto es disputado. Por mi parte, opino que la invocación de un Dios para explicar la complejidad del universo genera más problemas de los que resuelve, pues inmediatamente tendríamos que preguntarnos: ¿por qué un Dios perfecto creó un universo con tantas imperfecciones?
D’Souza continúa con su defensa de la teología natural, y esgrime que en la biodiversidad se evidencia un propósito. Y, de nuevo, puesto que la biodiversidad exhibe un propósito, debemos concluir que Dios existe. En esto, D’Souza hace recordar las coloridas especulaciones de Pierre Teilhard de Chardin, quien alegaba que la historia de la vida está conducida hacia un objetivo específico. El alegato de D’Souza es sencillamente contrario a las observaciones de la ciencia. No parece haber, como lo señalan casi todos los biólogos evolucionistas, propósito en la vida. Sencillamente las circunstancias de los hábitats dictan el rumbo de la evolución.
Si bien D’Souza se distrae argumentando más a favor de la existencia de Dios, que a favor de la existencia de una vida después de la muerte, al menos sí dedica atención a algunos argumentos tradicionales a favor de la inmortalidad, especialmente aquellos procedentes de Descartes: podemos dudar de la existencia de nuestro cuerpo, pero no de la existencia de nuestra mente (pues, el dudar implica que existimos), y puesto que podemos dudar de uno, pero no del otro, entonces mente y cuerpo no son idénticos. Y, por ende, la mente debe existir como una sustancia inmaterial aparte del cuerpo, en virtud de lo cual cabe suponer que es inmortal. Asimismo, podemos imaginar que nuestra alma existe, pero que el cuerpo no existe; por ende, si podemos imaginar la existencia del uno, sin la existencia del otro, entonces no deben ser la misma sustancia.
Estos argumentos han suscitado mucha discusión en la historia de la filosofía; pero desafortunadamente, D’Souza prefiere ignorar las críticas que se han formulado en contra de los argumentos de Descartes. La crítica más pertinente es que, lo imaginable no es necesariamente idéntico a lo concebible (de manera tal que, el hecho de que imaginemos que la mente existe, pero no el cuerpo, no implica que no sean sustancias idénticas).
D’Souza recurre también al viejo argumento de que, si no tenemos alma, entonces no podemos tener libre albedrío, pues si nuestras decisiones proceden exclusivamente del cerebro, y el cerebro está compuesto de materia, entonces estas decisiones obedecen a las leyes de la física, las cuales ya están determinadas. De nuevo, éste es un tema muy extenso y complejo, el cual D’Souza tiende a sobre-simplificar. D’Souza estima que el determinismo es una postura falsa, y según parece, a su juicio, el mundo no está determinado por las leyes de la física. Pero, vale preguntar, si el mundo no está determinado, entonces, ¿cómo conservamos nuestra libertad? Muchos filósofos han advertido que, si nuestras acciones no están determinadas, entonces son producto del azar indeterminado. Pero, el azar es muy distinto a la libertad. Y, si nuestras decisiones son producto del azar, entonces no somos libres, pues sería el azar, y no propiamente nosotros, el que estaría en control de las decisiones. Desafortunadamente, D’Souza no se plantea ninguno de estos problemas.
D’Souza también emplea argumentos pragmatistas a favor de la inmortalidad. Así, por ejemplo, se hace eco del antiguo argumento, procedente de Kant, según el cual, sin un Juicio Final, no hay justificación de la moral. Kant es uno de los más grandes filósofos de la historia, pero ese argumento ha sido muy criticado. En particular, los utilitaristas han criticado ese argumento, pues a su juicio, hay suficientes justificaciones racionales para la moral, sin necesidad de apelar a una vida después de la muerte. La justificación más elemental es que, para que los demás sean buenos conmigo, debo ser bueno con los demás.
D’Souza intenta argumentar que, en muchas circunstancias, la acción moral no deja ningún beneficio; antes bien, el crimen sí paga. Como réplica a D’Souza, puedo admitir que, en efecto, a veces el crimen paga, pero las probabilidades son más bajas. Y, para jugar seguro, conviene más llevar una vida moral. Por ello, tenemos una justificación racional para hacer el bien, sin necesidad de temer a un juez divino en la ultratumba.
D’Souza también protesta en contra de una ética que calcula los beneficios de la acción moral; a su juicio, la ética debe buscar el bien por el bien mismo, sin tener en consideración las consecuencias que de ello se deriven. Ciertamente algunos filósofos, con Kant a la cabeza, han tenido esa concepción deontológica de la ética; pero de nuevo, ha sido disputada. Si los utilitaristas tienen razón, por ejemplo, habría que admitir que una acción no es intrínsecamente buena, sino en la medida en que genera buenas consecuencias.
En continuidad con los argumentos pragmatistas, D’Souza sostiene que la creencia en Dios y la inmortalidad trae toda suerte de beneficios sociales y psicológicos: fortalece la moral colectiva, dota de sentido a la vida, e incluso, según D’Souza, ¡incide beneficiosamente sobre la salud física y mental de las personas religiosas! Todos estos supuestos beneficios son muy discutibles. Pero, en todo caso, D’Souza presume que la teoría pragmática de la verdad es la correcta, y eso es muy cuestionable. Una creencia es verdadera o falsa, independientemente del provecho que pueda tener el creer en ella. D’Souza no parece caer en cuenta de que, el hecho de que la creencia en la inmortalidad sea beneficiosa no implica que esa creencia sea verdadera.
Por último, D’Souza pretende probar que, históricamente, Jesús resucitó. Y, si Jesús resucitó, entonces podemos tener esperanza de que nosotros también resucitaremos. Para probar la resurrección de Jesús, D’Souza acude a los típicos argumentos apologéticos: la única manera de explicar el sepulcro vacío, las apariciones de Jesús, y el ímpetu de los discípulos en los años posteriores, es reconociendo que, en efecto, Jesús resucitó.
Pero, como ha sido advertido por muchos críticos, este argumento es muy débil. En primer lugar, no es del todo claro que hubo un sepulcro vacío; de hecho, tal como sugiere J.D. Crossan, quizás el cuerpo de Jesús fue devorado por los perros. Y, segundo, las apariciones de Jesús pudieron haber sido alucinaciones; D’Souza insiste en que no hay alucinaciones colectivas, pero sabemos que eso es falso: basta pensar en todas las apariciones marianas colectivas, en particular, la histeria colectiva ocurrida en Fátima a principios del siglo XX, con el ‘milagro del sol’.
Además, aun si aceptare que, en efecto, hubo un sepulcro vacío, podría haber otras explicaciones: quizás el cuerpo fue robado, quizás Jesús bajó vivo de la cruz, quizás las mujeres se equivocaron de sepulcro cuando fueron a visitarlo el domingo en la mañana. D’Souza sostiene que esas explicaciones son muy improbables (y, seguramente D’Souza tiene razón en eso), pero, ¿no es acaso más improbable que un hombre murió y regresó a la vida? D’Souza señala que sólo si asumimos que las leyes de la naturaleza son inviolables, la resurrección de Jesús es menos probable que las otras explicaciones. Pero, a su juicio, no podemos a priori desdeñar la posibilidad de que un milagro ocurrió. No obstante, D’Souza en ningún momento se plantea la cuestión: ¿por qué debemos aceptar el milagro de Jesús, y no el milagro de Joseph Smith, o de cualquier otra religión que defiende que, en algún momento se violaron las leyes de la naturaleza?
En definitiva, se trata de un libro de lectura amena, pero con demasiadas lagunas. D’Souza dedica decenas de páginas a la física cuántica, Darwin, el Big Bang, la vida cultural norteamericana, y se concentra poco en lo que debió haber sido el tema central del libro: la pregunta sobre la vida después de la muerte. Salvo una breve revisión de la obra de Ian Stevenson y Raymond Moody, D’Souza no dedica atención a los alegatos de la parapsicología. En un libro sobre la supuesta evidencia de la vida después de la muerte, esta ausencia es una gran falla.
Peor aún, D’Souza dedica muy poco al problema de la identidad personal (en realidad, casi nada, a excepción de una breve mención de Locke y su famoso ejemplo del príncipe y el zapatero). Cualquier discusión sobre la inmortalidad debe enfrentar este tema, pues es fundamental. Si se proclama que hay una vida después de la muerte, ¿bajo qué criterio podemos afirmar que la persona que está en el cielo, en el infierno o reencarnada (en fin, la persona con existencia post mortem) es la misma persona que vivió? El filósofo Antony Flew, por ejemplo, estima que la doctrina de la resurrección es, en el mejor de los casos, incoherente. Pues, la persona resucitada sería una réplica, pero no la misma, que la persona fallecida. Y, si es apenas una réplica, no sería justo someterla a un Juicio Final, de la misma manera en que no sería justo premiar o castigar a una persona por las acciones de su hermano gemelo. Desafortunadamente, D’Souza nunca se plantea este tipo de problemas.
Por mi parte, sigo sin estar convencido de que nos espera una vida después de la muerte. Además de los problemas en torno a la identidad personal, sencillamente no veo ningún indicio de que, al morir, continuaré existiendo. Ciertamente eso me genera angustia y temor, y quizás desearía ser inmortal (aunque, a veces pienso que, si fuere inmortal, sufriría un terrible aburrimiento), pero no es sensato confundir los deseos con la realidad. Creo, en todo caso, que debemos confiar más en la ciencia que en la religión. E, irónicamente, existe la posibilidad de que la ciencia pueda cumplir lo que la religión alguna vez prometió: quizás los científicos algún día desarrollen tecnologías para evitar el envejecimiento. El científico británico Aubrey De Grey insiste en que esta generación disfrutará de esas tecnologías. Habrá que esperar para juzgar la predicción de De Grey.

No hay comentarios:

Publicar un comentario