lunes, 11 de abril de 2016

El Papa Francisco y los papeles de Panamá

            El Papa Francisco, uno de los grandes populistas de nuestra era, sabe muy bien reconocer el momento preciso para comentar sobre asuntos de interés internacional, y así ganar seguidores. Y, dadas sus convicciones ideológicas, cada vez que algún grupo poderoso hace o dice algo objetable a los ojos de la izquierda, Francisco inmediatamente capitaliza su popularidad, condenando (a veces incluso con nombre y apellido, como en el caso de Donald Trump) a los malos de la película.
            Sería de esperar, entonces, que con el escándalo de los papeles de Panamá, Francisco repudie la forma en que muchos políticos y magnates han evadido impuestos, colocando sus fortunas en paraísos fiscales. Con todo, Francisco no ha dicho ni pío sobre los papeles de Panamá. En realidad, su silencio no debería resultar tan enigmático. Pues, Francisco sabe muy bien que, si pronuncia una condena, estaría escupiendo hacia arriba: ¡uno de esos paraísos fiscales es, precisamente, el propio Vaticano!

            El investigador Gerald Posner lo explica muy acertadamente en su libro God’s Bankers (Los banqueros de Dios). Originalmente, la Iglesia Católica recaudaba fondos con donaciones de caridad, venta de indulgencias, y cobro de impuestos. Pero, la Iglesia se negaba rotundamente a hacer negocios financieros, pues prohibía la usura. No obstante, con la Reforma y la Contrarreforma, se les acabó el negocio de las indulgencias. Y, cuando en 1870, los nacionalistas italianos entraron en Roma y abolieron los Estados papales, ya la Iglesia tampoco tenía la posibilidad de recaudar impuestos.
            La actitud de la Iglesia frente a la actividad financiera tuvo que cambiar. En 1929, Mussolini firmó los tratados de Letrán, concediendo soberanía al Vaticano como Estado, y ofreciéndole una millonaria suma en compensación por la confiscación de propiedades en las décadas anteriores. La curia del Vaticano comprendió que, ahora, había que bailar al son del capitalismo. Y así, con ese nuevo capital, entró al mundo de las finanzas. En 1942, creó su propio banco (el “Instituto para las obras de la religión”, un nombre con un tufo de hipocresía, como muchas de las cosas en el catolicismo).
            Yo no satanizo estos acontecimientos. La Iglesia empezó a acumular patrimonio de la forma más civilizada posible: el libre comercio. En vez de continuar su absurda oposición a la usura, vender papeles fraudulentos (como las indulgencias), o depredar a los campesinos romanos con impuestos, la Iglesia produciría riqueza en transacciones libres que, históricamente, han sido las verdaderas productoras de riqueza en la civilización.
            Pero, la Iglesia pronto desvirtuó su iniciativa capitalista. Tal como lo narra Gerald Posner en su libro, el Vaticano empezó a meterse en negocios turbios. Por ejemplo, durante la Segunda Guerra Mundial, invirtió en compañías aseguradoras alemanas, y con esto creó una gran fortuna. Cuando los familiares de los asegurados judíos víctimas del Holocausto, acudieron a cobrar sus pólizas, el Vaticano les exigió sus certificados de muerte (¡como si en Auschwitz hubieran dado esos certificados!), y así, no tuvo que pagar nada.
            Quizás el escándalo más conocido del Banco Vaticano es el del cardenal Marcinkus y el Banco Ambrosiano. El Vaticano invirtió en ese banco, pero se vino a pique por su manejo tan arriesgado de las finanzas. Uno de los responsables de aquello, el banquero Roberto Calvi, lo “suicidaron” en Londres, presumiblemente sus acreedores fueron los responsables (se ha especulado mucho sobre una supuesta conspiración masónica, pero en realidad, basta con la corrupción financiera como para propiciar un crimen como éste).
            La justicia italiana quiso imputar al cardenal Marcinkus por su responsabilidad en el colapso del Banco Ambrosiano, pero el Vaticano lo protegió a capa y espada, invocando su soberanía. La corte suprema italiana admitió la soberanía del Vaticano, y la policía italiana nunca pudo apresar al cardenal.
            El retrato que se hace en El padrino III de la corrupción bancaria del Vaticano es quizás exagerado, y es probable que la muerte de Juan Pablo I no tuviera nada que ver con estos asuntos turbios. Pero sí es un hecho que el Banco Vaticano es a todas luces una entidad offshore, que recibe enormes cantidades de clientes, sin hacer preguntas. Eso ha permitido que los mafiosos laven sus fortunas en el Vaticano. También ha permitido que gente no necesariamente mafiosa, pero sí deseosa de evadir impuestos, deposite sus riquezas en el Vaticano. Después de todo, no es tan difícil: basta cruzar una calle de Roma, sin ningún puesto fronterizo, para estar offshore, a salvo de los impuestos del Estado italiano.
            Posner nos recuerda que, apenas en 2010, tras una década de circulación del euro, y con alguna presión de Bruselas, el papa Benedicto XVI accedió a implementar algunas legislaciones que regulan la actividad bancaria del Vaticano: limitación de depósitos, etc. Las décadas anteriores de funcionamiento como un perfecto paraíso fiscal, no obstante, permitieron al Vaticano acumular una enorme riqueza, y muchas veces incluso participaron en inversiones cuestionables bajo la propia moral católica, como lo son empresas fabricantes de armas y anticonceptivos. El Vaticano sigue siendo refugio de capitales ilícitos.

            A pesar de sus devastadoras críticas al Vaticano, Posner considera que el Papa Francisco es un genuino reformista, y que ha empezado a tomar los pasos adecuados para poner en orden las finanzas. Ha hecho limpieza de las manzanas podridas en la curia, y ha traído a laicos para corregir los desastres de gestiones anteriores. Yo no soy tan optimista: veo a Francisco mucho más como un populista muy hábil en su maquinaria de relaciones públicas, pero no realmente alguien interesado en cambiar las cosas de verdad.

Pero, aún en el caso de que Francisco sí sea un reformador genuino, en su libro, Posner ha lanzado un reto que, me temo, Francisco muy probablemente no cumplirá. Posner exige al Vaticano, no solamente reformar sus instituciones financieras para el futuro, sino también permitir la apertura de los archivos de documentos de la Segunda Guerra Mundial, para analizar cómo se hicieron muchos negocios turbios en aquel entonces. Francisco se ha negado a hacer esto. “Paco” podrá ser muy simpático, pero sigue siendo la cabeza de una institución que guarda celosamente sus secretos y es muy renuente a reconocer sus faltas, la misma institución que pidió perdón a Galileo con casi cuatro siglos de retraso, y abrió los expedientes del juicio a los templarios siete siglos después.

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