El Papa Francisco, uno de los grandes populistas de
nuestra era, sabe muy bien reconocer el momento preciso para comentar sobre
asuntos de interés internacional, y así ganar seguidores. Y, dadas sus
convicciones ideológicas, cada vez que algún grupo poderoso hace o dice algo
objetable a los ojos de la izquierda, Francisco inmediatamente capitaliza su
popularidad, condenando (a veces incluso con nombre y apellido, como en el caso
de Donald Trump) a los malos de la película.
Sería de
esperar, entonces, que con el escándalo de los papeles de Panamá, Francisco
repudie la forma en que muchos políticos y magnates han evadido impuestos,
colocando sus fortunas en paraísos fiscales. Con todo, Francisco no ha dicho ni
pío sobre los papeles de Panamá. En realidad, su silencio no debería resultar
tan enigmático. Pues, Francisco sabe muy bien que, si pronuncia una condena, estaría
escupiendo hacia arriba: ¡uno de esos paraísos fiscales es, precisamente, el
propio Vaticano!
El
investigador Gerald Posner lo explica muy acertadamente en su libro God’s Bankers (Los banqueros de Dios). Originalmente,
la Iglesia Católica recaudaba fondos con donaciones de caridad, venta de
indulgencias, y cobro de impuestos. Pero, la Iglesia se negaba rotundamente a
hacer negocios financieros, pues prohibía la usura. No obstante, con la Reforma
y la Contrarreforma, se les acabó el negocio de las indulgencias. Y, cuando en
1870, los nacionalistas italianos entraron en Roma y abolieron los Estados
papales, ya la Iglesia tampoco tenía la posibilidad de recaudar impuestos.
La
actitud de la Iglesia frente a la actividad financiera tuvo que cambiar. En
1929, Mussolini firmó los tratados de Letrán, concediendo soberanía al Vaticano
como Estado, y ofreciéndole una millonaria suma en compensación por la
confiscación de propiedades en las décadas anteriores. La curia del Vaticano
comprendió que, ahora, había que bailar al son del capitalismo. Y así, con ese
nuevo capital, entró al mundo de las finanzas. En 1942, creó su propio banco
(el “Instituto para las obras de la religión”, un nombre con un tufo de
hipocresía, como muchas de las cosas en el catolicismo).
Yo no
satanizo estos acontecimientos. La Iglesia empezó a acumular patrimonio de la
forma más civilizada posible: el libre comercio. En vez de continuar su absurda
oposición a la usura, vender papeles fraudulentos (como las indulgencias), o
depredar a los campesinos romanos con impuestos, la Iglesia produciría riqueza
en transacciones libres que, históricamente, han sido las verdaderas
productoras de riqueza en la civilización.
Pero, la
Iglesia pronto desvirtuó su iniciativa capitalista. Tal como lo narra Gerald
Posner en su libro, el Vaticano empezó a meterse en negocios turbios. Por
ejemplo, durante la Segunda Guerra Mundial, invirtió en compañías aseguradoras
alemanas, y con esto creó una gran fortuna. Cuando los familiares de los
asegurados judíos víctimas del Holocausto, acudieron a cobrar sus pólizas, el
Vaticano les exigió sus certificados de muerte (¡como si en Auschwitz hubieran
dado esos certificados!), y así, no tuvo que pagar nada.
Quizás
el escándalo más conocido del Banco Vaticano es el del cardenal Marcinkus y el
Banco Ambrosiano. El Vaticano invirtió en ese banco, pero se vino a pique por
su manejo tan arriesgado de las finanzas. Uno de los responsables de aquello,
el banquero Roberto Calvi, lo “suicidaron” en Londres, presumiblemente sus acreedores fueron los responsables (se ha especulado mucho sobre una supuesta conspiración masónica, pero en
realidad, basta con la corrupción financiera como para propiciar un crimen como
éste).
La
justicia italiana quiso imputar al cardenal Marcinkus por su responsabilidad en
el colapso del Banco Ambrosiano, pero el Vaticano lo protegió a capa y espada,
invocando su soberanía. La corte suprema italiana admitió la soberanía del
Vaticano, y la policía italiana nunca pudo apresar al cardenal.
El
retrato que se hace en El padrino III de
la corrupción bancaria del Vaticano es quizás exagerado, y es probable que la
muerte de Juan Pablo I no tuviera nada que ver con estos asuntos turbios. Pero
sí es un hecho que el Banco Vaticano es a todas luces una entidad offshore, que recibe enormes cantidades
de clientes, sin hacer preguntas. Eso ha permitido que los mafiosos laven sus
fortunas en el Vaticano. También ha permitido que gente no necesariamente
mafiosa, pero sí deseosa de evadir impuestos, deposite sus riquezas en el
Vaticano. Después de todo, no es tan difícil: basta cruzar una calle de Roma,
sin ningún puesto fronterizo, para estar offshore,
a salvo de los impuestos del Estado italiano.
Posner
nos recuerda que, apenas en 2010, tras una década de circulación del euro, y
con alguna presión de Bruselas, el papa Benedicto XVI accedió a implementar
algunas legislaciones que regulan la actividad bancaria del Vaticano: limitación
de depósitos, etc. Las décadas anteriores de funcionamiento como un perfecto
paraíso fiscal, no obstante, permitieron al Vaticano acumular una enorme
riqueza, y muchas veces incluso participaron en inversiones cuestionables bajo
la propia moral católica, como lo son empresas fabricantes de armas y anticonceptivos.
El Vaticano sigue siendo refugio de capitales ilícitos.
A pesar
de sus devastadoras críticas al Vaticano, Posner considera que el Papa
Francisco es un genuino reformista, y que ha empezado a tomar los pasos
adecuados para poner en orden las finanzas. Ha hecho limpieza de las manzanas
podridas en la curia, y ha traído a laicos para corregir los desastres de
gestiones anteriores. Yo no soy tan optimista: veo a Francisco mucho más como
un populista muy hábil en su maquinaria de relaciones públicas, pero no
realmente alguien interesado en cambiar las cosas de verdad.
Pero, aún en el
caso de que Francisco sí sea un reformador genuino, en su libro, Posner ha
lanzado un reto que, me temo, Francisco muy probablemente no cumplirá. Posner
exige al Vaticano, no solamente reformar sus instituciones financieras para el
futuro, sino también permitir la apertura de los archivos de documentos de la
Segunda Guerra Mundial, para analizar cómo se hicieron muchos negocios turbios
en aquel entonces. Francisco se ha negado a hacer esto. “Paco” podrá ser muy
simpático, pero sigue siendo la cabeza de una institución que guarda
celosamente sus secretos y es muy renuente a reconocer sus faltas, la misma
institución que pidió perdón a Galileo con casi cuatro siglos de retraso, y
abrió los expedientes del juicio a los templarios siete siglos después.
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