jueves, 15 de noviembre de 2012

¡Ahí viene el transgénico feroz!



            En la mitología griega, la quimera es un monstruo con cuerpo de cabra y cabeza de león, la esfinge tiene cuerpo de león y alas de ave, y la harpía es un pájaro con cabeza de mujer. Todas estas criaturas causan espanto, y probablemente, tengamos alguna predisposición neuronal a temer a los híbridos. H.G. Wells supo explotar este temor, con su terrorífica La isla del doctor Moreau, una novela sobre un científico loco que diseña híbridos.
            Pues bien, estas imágenes terroríficas de la mitología y la ciencia ficción han vuelto a aparecer cuando se discute la tecnología de la ingeniería genética, y el diseño de organismos genéticamente modificados. La tecnología es fácilmente comprensible: es posible tomar algún filamento del ADN de una especie, e insertarlo en el ADN de otra especie (generalmente mediante algún virus o bacteria), a fin de producir una proteína que genere un rasgo deseado. Esta tecnología ha permitido producir masivamente insulina, lo cual ha permitido salvar la vida a millones de diabéticos. Pero, también se está empezando a aplicar en la agricultura. Desde hace quince años, EE.UU. y otros países producen cosechas con rasgos genéticamente modificados que sirven como pesticidas naturales, o resistencia a herbicidas que sí afectan a malezas no deseadas, o salmones con tamaño incrementado gracias a alguna hormona producida por un gen insertado. Estos transgénicos, en vez de ser la quimera o la esfinge de la mitología griega, más bien prometen ser la cornucopia de la mitología griega: el cuerno de la abundancia.
            Pero, siempre ha habido tecnófobos. Y, así como los luditas en el siglo XIX destrozaron las máquinas de telares por temor a que la industrialización los dejara sin empleo y acabara con sus estilos de vida tradicionales, hoy grupos como Greenpeace y otros verdosos alertan sobre los peligros de la biotecnología. Ciertamente, la biotecnología es tan poderosa y revolucionaria, que amerita una cuidadosa consideración de sus riesgos y oportunidades, y esto debería abrir un debate franco. El problema, me temo, es que este debate casi no se da, en buena medida porque los grupos ecologistas prefieren invocar imágenes terroríficas de ciencia ficción, en vez de sentarse a razonar sus argumentos y presentar evidencia plausible de ciencia real. Quedé sumamente impactado cuando un querido amigo publicó en su Facebook un aviso (no escrito por mi amigo, vale aclarar) de que los transgénicos modifican el ADN humano. Semejante exabrupto me colocó en alerta de que, si bien hay motivos para tener cautela en torno a los transgénicos, existe toda una campaña deliberada de desinformación.
            Los transgénicos son temidos por la izquierda y la derecha, y la oposición a la biotecnología es uno de esos puntos en los cuales, curiosamente, los ‘marxistas lechuguistas’ (como los llama J.M Mulet) y los reaccionarios antiprogresistas coinciden. El primer argumento en contra de los transgénicos es que se trata de hubris, el orgullo humano contra los dioses. Esto, por supuesto, no convence a un ateo. Y, por lo demás, me parece sumamente hipócrita que el poder evangélico norteamericano, con Bush a la cabeza, defienda a los transgénicos, pero se oponga al cultivo de células madres embrionarias.
Pero, hay gente que opina que, aun si los dioses no existen, los humanos debemos tener cautela y no tratar de modificar el entorno natural que, sencillamente, no controlamos. El concepto de hubris está muy presente en la mitología griega, y presumiblemente, los verdosos lo abstraen de ese cuerpo literario. Pero, curiosamente, en la mitología griega hay muchísimas historias que alertan sobre la hubris, y de haberles hecho caso, hoy aún seguiríamos viviendo como los antiguos atenienses. Dédalo le dijo a Ícaro que no volara muy cerca del sol, pues podría morir; tercamente, Ícaro no hizo caso, y murió. ¿Moraleja de esta historia? No pretender ser un ave y volar. Ergo, nunca debimos inventar los aviones. Esta reducción al absurdo debería ser suficiente prueba de que la hubris no sirve como argumento para oponerse a la tecnología. El ser humano tiene el talento de su inteligencia. Debería emplearla para potenciar su supervivencia en un medio que, por lo general, es hostil. Gracias a la hubris, hoy la esperanza de vida es tres veces superior a la del Paleolítico, y vivimos en una zona de confort frente a tantas amenazas naturales.
            Además, la manipulación genética no es propiamente nueva. Desde hace diez mil años, el ser humano ha cruzado especies para generar nuevas variedades, y ha empleado la cría selectiva para producir organismos con rasgos deseados. Autores como Jeremy Rifkin alegan que, en la cría selectiva y la hibridación, la estrategia no es tan agresiva, como sí lo es insertar un gen humano en una bacteria. Pues bien, yo pregunto: ¿y qué? ¿Qué de malo tiene ser agresivo en el ingenio humano y combinar ADN de especies distantes? Sólo si se parte de la intuición que apela al factor asco, un transgénico generará escándalo. Pero, como bien advierte el filósofo Julian Savulescu, la intuición no es suficiente justificación ética. No queremos que nos traten de convencer con una versión cinematográfica de Frankenstein; queremos que traten de convencernos con datos emergidos de observaciones científicas rigurosas. Recordemos que el volar también generaba asco en el mito de Ícaro.
Además, en los transgénicos no se están creando monstruos a la manera del doctor Moreau: apenas se están introduciendo pequeños segmentos de ADN procedentes de otras especies, sin alterar la esencia de la especie receptora. Y, en todo caso, es dudoso apelar a la esencia de las especies como argumento. Definir ‘especie’ ha sido notoriamente difícil en la historia de la biología, precisamente porque no es seguro que existan en la realidad. Contrario a la suposición de los creacionistas platónicos antes de Darwin, las especies no son esencias fijas, y en ese sentido, no es intrínsecamente objetable modificar especies antiguas para generar nuevas.
Jeremy Rifkin también opina que hay tecnologías alternativas para evitar las supuestas monstruosidades de los transgénicos. Con la tecnología de la selección asistida de marcadores, en vez de insertar genes de otras especies, podríamos hacer un mapa de los genomas de las variedades, y así, sabríamos con precisión cuáles genes deseamos. Con ese conocimiento, podríamos cruzar las variedades de forma más precisa, pero sin necesidad de violar las barreras entre especies. Los agricultores del Neolítico criaban selectivamente, pero lo hacían muy lentamente, porque sólo observaban fenotipos. En cambio, conociendo la estructura de los genotipos, podemos acelerar la cría selectiva.
Sin duda, la tecnología de selección asistida de marcadores es un avance respecto a la agricultura convencional. Pero, sigue siendo limitada. Sólo permite una manipulación muy indirecta, y no potencia al máximo las oportunidades que tenemos para ampliar la producción agrícola. Un mundo en el cual aún hay hambre, no debería darse ese lujo.  
           Otros alegan que los transgénicos representan un grave riesgo a la salud de los consumidores. No ha habido la menor prueba que justifique este temor. Me parece urgente aclarar que, en una discusión como ésta, la carga de la prueba reposa sobre quien alega que los transgénicos son dañinos. Los filósofos siempre advertimos que no se puede demostrar un negativo. Y, así, no podemos demostrar que los transgénicos no hacen daño. Pero, mientras no se demuestre que hacen daño, debemos presumir que no son dañinos.
            Los transgénicos son sometidos a arduos controles y pruebas, y jamás se han documentado daños en los consumidores. Pero, como cabría esperar, los verdosos han ideado toda suerte de teorías conspirativas para alegar que, en realidad, esos controles no son arduos, pues existe un lobby de multinacionales que presionan a las autoridades estatales para que sean suaves con la industria de los transgénicos. Ya no existe la conspiración mundial judeo-masónica, pero sí existe la conspiración mundial transgénica. El mundo según Monsanto, un film investigativo de Marie Monique Robin, adelanta esa hipótesis.
            El film en cuestión es un bodrio de historias escabrosas sobre la influencia de los lobistas de Monsanto, producido en el estilo manipulativo de Michael Moore. El film no prueba jamás que los transgénicos son dañinos, sólo que las corporaciones dominan a los políticos, y que cada vez hay menos científicos independientes. Seguramente hay algo de verdad en esto. Pero, en ningún país se ha cumplido a cabalidad el sueño de Montesquieu sobre la autonomía de poderes. Ciertamente el film invita a preocuparse por la intersección del sector privado y el público en el manejo del poder. Pero, el film no logra mucho más. Aun suponiendo que, en efecto, corporaciones como Monsanto se valen de trucos sucios para amedrentar a quien somete a control a sus productos, el hecho firme es que, en los últimos quince años, jamás se ha reportado alguna epidemia por el consumo de transgénicos.
Si, supongamos, la industria automotriz hubiese presionado a las instituciones públicas para que no sometiera a control riguroso la seguridad de los automóviles, eventualmente la epidemia de accidentes automovilísticos hubiese hecho ver que los controles originales no fueron eficaces. Nada de esto ha ocurrido con los transgénicos. Esto es mucho decir.      
            Hay preocupación de que, al traspasar ADN de otras especies a los cultivos, los consumidores podrían sufrir reacciones alérgicas, pues no sabemos qué reacción habría frente a esos genes interpuestos, en tanto nunca antes habían sido consumidos. Me parece una preocupación legítima, pero no lo suficiente como para eclipsar las enormes ventajas que trae el cultivo de transgénicos. Las vacunas siempre generan algunos daños colaterales (pues, algún segmento de la población no resiste las dosis), pero no por ello las dejamos de administrar. En todo caso, lo más conveniente sería seguir sometiendo a examen riguroso a los transgénicos, como de hecho se hizo con el arroz con lisina, el cual fue sacado del mercado por su potencial alérgico (J.M Mulet explica esto muy bien en Los productos naturales, ¡vaya timo!).
            Los verdosos no tienen firmes argumentos para oponerse a los transgénicos apelando a la salud de los consumidores. Así pues, prefieren recurrir a los argumentos ecológicos. Alegan que los transgénicos atentan contra la biodiversidad, y que existe el terrible peligro de que lo genes de transgénicos se expandan a cultivos convencionales y se homogenice la producción agrícola.
            Siempre hay el riesgo, por supuesto, de que la introducción de una nueva especie en un ecosistema genere impactos. Pero, las advertencias apocalípticas de los verdosos son extremas, y no tienen mucho fundamento. Cuando se domesticaron a los animales, inevitablemente algunos escaparon del corral y presumiblemente dieron lugar a nuevas poblaciones que desplazaron a otras especies y quizás redujo la biodiversidad, pero nada de esto ha sido lo suficientemente dramático como para lamentarnos por la existencia del perro doméstico. Y, por supuesto, cuando camino con mi perra poodle en el parque, siempre existe el riesgo de que sea impregnada por un perro callejero, y la prole de mi perra tenga genes que yo no deseo. Pero, de nuevo, nada de esto es motivo para lamentar que nuestros antepasados hubieran domesticado al perro. Más aún, plenitud de agrónomos reconocen que es relativamente fácil aislar los cultivos de transgénicos, a fin de evitar su expansión no deseada.
            Ha habido algunos casos, explotados por las campañas mediáticas y filmes como El mundo según Monsanto, en los cuales supuestamente los agricultores convencionales cultivan transgénicos involuntariamente (puesto que los cultivos vecinos sí son transgénicos y el viento y los insectos trasladan el polen), y luego son demandados por las corporaciones trasnacionales. Hasta donde sé, no hay corroboración de que estos casos efectivamente han ocurrido así. Pero, aun si los hubiese, me parece que es perfectamente legítimo que las corporaciones traten de proteger su propiedad intelectual, y el jurado determinará si el campesino se aprovechó voluntaria o involuntariamente del transgénico sin haber pagado.
            Además, los transgénicos suponen muchísimo más una esperanza que un riesgo para la conservación del ambiente. Los transgénicos ofrecen la posibilidad de potenciar la producción agrícola en el mismo terreno, reduciendo así el impacto de la deforestación. Greenpeace prefiere conservar la agricultura convencional y potenciar la tala de los bosques, en vez de usar la biotecnología y mantener intacto el Amazonas.
            Ante la debilidad de los argumentos sanitarios y ecológicos, a los verdosos sólo les quedan los argumentos económicos. Yo sospecho que ésta es la verdadera razón por la cual hay oposición a los transgénicos. Empresas como Monsanto tienen ganancias exorbitantes. Y, bajo la mentalidad del marxismo lechuguismo, una actividad que haga al rico más rico es intrínsecamente objetable, sin importar si esta misma actividad hace también menos pobre al pobre. Muchas veces, como bien recordaba Churchill, el socialismo es la ideología de la envidia.
           Se alega que empresas como Monsanto patentizan sus productos. De nuevo, pregunto: ¿y qué? ¿Por qué ha de ser objetable la patente? El ser humano necesita un incentivo, y la biotecnología requiere de un gran esfuerzo intelectual. Es justo y útil que el científico (y el empresario que toma la iniciativa para que existan estos científicos) sea recompensado por sus inventivas, de esa forma, futuros científicos estarán motivados a hacer aún más avances.
            Hay denuncias de que las trasnacionales no compensan a los indígenas su conocimiento tradicional, a partir del cual muchas veces se generan productos patentados. A esto respondo: nadie ha colocado una pistola en la cabeza a los indígenas para que compartan sus conocimientos. Si los indígenas de verdad quieren hacer ganancias con su conocimiento, perfectamente tienen la opción de no divulgarlo, y sentarse a negociar la patente antes de responder a las preguntas de los investigadores occidentales. Pero, en todo caso, los indígenas se han aprovechado inmensamente de la enorme cantidad de variedades agrícolas y ganaderas importadas por los colonizadores europeos (en América, por ejemplo, sólo estaba domesticado el maíz y algunos otros pocos rubros), y nadie se ha propuesto cobrarles por esos productos, precisamente porque en aquel momento, no estaban patentados.
            El mundo según Monsanto explota imágenes de campesinos lamentándose porque supuestamente son forzados a comprar las semillas de Monsanto, y esta empresa no les permite guardar las semillas para la siembra del año siguiente. Tal coerción en realidad no existe. Monsanto sencillamente ofrece un contrato. El campesino decidirá si lo toma o lo deja. Muchos se ven ‘forzados’ a tomarlo, sencillamente porque aprecian que la biotecnología potencia sus ganancias; pero son ‘forzados’ sólo por su propio cálculo racional. Ahora bien, en tanto es un contrato, hay una contraprestación: si se elige usar esta biotecnología, hay algunas cláusulas que cumplir, y eso incluye no guardar las semillas para el año entrante. Si no les agrada esa cláusula, perfectamente pueden continuar con sus cultivos tradicionales. La expansión de los transgénicos en muchas regiones del planeta parece dar la razón a quienes opinan que, aun sin tener la posibilidad de guardar las semillas para el año entrante, es más rentable cultivar transgénicos que los llamados ‘productos naturales’.
Me parece destacable el argumento del eminente economista Amartya Sen, según el cual las hambrunas no son producidas por falta de producción, sino por precaria distribución alimentaria en condiciones sociales y políticas adversas. Sen recuerda que en el mundo, se produce suficiente comida para satisfacer a todos los habitantes del planeta. En vez de sobreproducir con transgénicos y exponernos a riesgos innecesarios, alega Sen, debemos más bien procurar una distribución más igualitaria de la riqueza para acabar con el hambre en el mundo.
Sen tiene plena razón cuando sostiene que en el mundo se produce suficiente comida para todos. Pero, me parece que su inferencia no es muy firme. Intentaré nuevamente una reducción al absurdo: no tengo trabajo, pero en casa de mis padres se produce suficiente comida para todos los miembros de mi familia; ¿me exime ello de salir a buscar un trabajo productivo para poder alimentarme por cuenta propia? Creo, en todo caso, que es mucho más viable potenciar la producción agrícola en el Tercer Mundo, que intentar trasladar la comida a zonas hambrientas. En la primera opción, hay mucho incentivo; en la segunda, poco incentivo.
Las mejores decisiones políticas se toman a partir de un óptimo conocimiento de la naturaleza humana. Y, sabemos que el incentivo económico es fundamental. No es atractivo para una organización occidental movilizar toneladas de comida para los hambrientos de Etiopía. Las hermanitas de la caridad existen, pero son minoría en el mundo, y quienes tienen el poder de lograr las cosas, no suelen ser estas monjitas. En cambio, sí es muy atractivo generar biotecnología y vendérsela a los campesinos del Tercer Mundo. Con este atractivo, se dará una relación simbiótica: las corporaciones harán grandes ganancias, pero a la vez, las poblaciones del Tercer Mundo mejorarán significativamente sus índices nutricionales. Fue ésta una lección de la Revolución Verde de la década de los sesenta.
Por último, al quedarse sin argumentos firmes, los verdosos atacan ya no los transgénicos propiamente, sino la venta de estos productos sin etiquetarlos. A simple vista, existe la obligación moral de decir la verdad, y el consumidor tiene el derecho a saber qué consume; así, parece moralmente necesario etiquetar los transgénicos indicando su origen. Pero, continuamente consumimos productos sin saber los riesgos que los acompañan. Bien me recuerda J.M. Mulet que hay más riesgo en el consumo de los llamados ‘productos naturales’ que en los transgénicos, precisamente porque éstos últimos han sido diseñados para evadir bacterias perjudiciales, a diferencia de los productos naturales. Si hemos de ser justos, a la hora de etiquetar y advertir sobre riesgos, debemos hacerlo con los productos naturales y con los transgénicos. Sólo etiquetar transgénicos no es sólo una competencia desleal e injusta, sino que también genera la falsa sensación de que el transgénico es más riesgoso que el producto natural, cuestión que incluso podría resultar peligrosa.
O etiquetamos todo, o no etiquetamos nada. Es muy impráctico y desperdiciador etiquetar todos los productos con sus potenciales riesgos (obviamente, Monsanto no perderá dinero con estas etiquetas; el verdadero perjudicado será el consumidor final). Por ello, soy más partidario de no etiquetar nada. Quien quiera conocer los riesgos de uno u otro producto, puede acudir al internet, un medio súper económico en nuestros días. Y, precisamente, quien así lo haga (como es mi caso, pues estoy lejísimos de ser un profesional en el área de la alimentación), terminará por darse cuenta de que los transgénicos son seguros, y constituyen una gran oportunidad para resolver los problemas alimenticios del mundo.
Obviamente, Monsanto, como cualquier otra trasnacional del capitalismo corporativo, tiene prácticas objetables, y es necesario atacarlas mediante alguna forma de regulación económica (por ejemplo, sí considero preocupante el creciente monopolio de la empresa). Pero, no hagamos de los transgénicos el lobo feroz que no es. Una cosa es oponerse a las tácticas de una empresa, y otra muy distinta es distorsionar su producto final. Al César lo que es del César, y al transgénico lo que es del transgénico. Podemos debatir la conveniencia o no de los transgénicos, pero urge hacerlo seriamente, sin distorsiones que recurren a trucos retóricos derivados de la ciencia ficción.

9 comentarios:

  1. Interesante articulo:

    Solo dos apreciaciones. El arroz con una proteína rica en lisina no fue retirado del mercado, simplemente nunca salió al mercado. Se descubrió que producía alergias en los ensayos con animales y se paró el proyecto, pero nadie ha sufrido alergia por un transgénico.

    Juicios de Monsanto a Agricultores por utilizar sus semillas sin licencia solo ha habido uno, a Percy Schmeiser (o algo asi). El alegó que su cosecha se había contaminado accidentalmente por colza de Monsanto y que le querían penalziar por utilizarla como semilla. La realidad fue quela contaminación no fue accidental. Utilizó como semilla la producción colindante con el campo trasngénico y la utilizó para sacar diferentes cosechas y vender semillas. Monsanto le demando por vulnerar el copyright (de la misma forma que apple demanda a samsung). En ultima instancia perdio Monsanto por un tema de la ley canadiense de patentes. No hay más casos. De cualqueir modo, nunca se ha denunciado por una contaminación accidental.

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    1. JM, gracias por esas oportunas aclaratorias. ¿Has visto "El mundo según Monsanto"? Ojalá puedas escribir una refutación de esta película en tu blog...

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    2. Hola Gabriel. No es escrito por JM, pero igual me parece una crítica demoledora a "El mundo según Monsanto": http://www.formspring.me/elnocturno/q/369660978134019161

      Un saludo,

      -D

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    3. Gracias David, casualmente el señor que escribió esa respuesta, cita el blog "Los productos naturales ¡vaya timo!", cuyo autor es JM. Te pregunto: ¿hay transgénicos en Colombia?

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    4. Sí, sí los hay, a pesar de los esfuerzos luditas y ecotalibanes por acabarlos.

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  2. Por cierto, ¿no has pensado en instalar Disq.us? Es muy sencillo y lo alerta a uno cuando respondes los comentarios!

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  3. Acá algo del debate sobre transgénicos en Colombia: http://de-avanzada.blogspot.com/2012/06/mas-sobre-por-que-carolina-botero-se.html

    Acá, una refutación, breve y sencilla pero contundete, del argumento de Sen: http://www.formspring.me/elnocturno/q/382281781694455595

    Un saludo,

    -D

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  4. Estudio 3º de Biotecnología en la UB (Universidad De Barcelona) y soy el primero en defender los transgénicos pero tu articulo (que está bastante bien por cierto) los pinta como la cosa más fácil y segura del mundo.
    La dificultad para generar un transgénico viable es extremadamente elevada y tan seguros no son ya que en los 3 años que llevo de carrera ya he tenido 6 asignaturas (de 30 que he hecho) relacionadas con la bioética y similares.
    Para finalizar informar de que hay un estudio francés, razonablemente nuevo, que parece demostrar que minimo una "cepa" de patentes de una de las grandes multinacionales puede causar lesiones o mutaciones en los genomas de las células somáticas del sistema digestivo. Para que veas que no es una artimaña más de los "ecotalibanes" (como los llaman por aquí), hay 5 muestras de estas patentes en el IRB (Institut de Recerca Biomèdica, donde realizo mis prácticas) para ampliar el estudio francés.

    P.D: Más de uno de los "superbugs" que sufrimos actualmente son resultado de modificaciones genéticas "descontroladas".

    Un saludoo ;)

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    1. Gracias amigo, supongo que en todo esto es menester mantener mucho cuidado, pero los apasionamientos de Green Peace y ls ecotalibanes no nos ayudan mucho...

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