sábado, 3 de noviembre de 2012

Los hijos de Macaulay y el imperialismo cultural



           Los llamados ‘estudios postcoloniales’ crecen cada vez más en las universidades del mundo. Básicamente, estos estudios pretenden formar a intelectuales para que, de forma bastante tendenciosa, sometan a feroz crítica a la experiencia colonial de los últimos tres siglos. Curiosamente, los estudios postcoloniales no están tan avocados a criticar la dimensión económica, política o militar del colonialismo, sino más bien su dimensión cultural.
            Uno de los personajes más envilecidos por los estudios postcoloniales es Thomas Babington Macualay. En la época durante la cual la East India Company sentaba su dominio, y el imperio británico se encaminaba a ser el más grande jamás conocido por la historia, Macualay pasó cuatro años como funcionario colonial en la India, de 1834 a 1838. En aquellos días, los administradores coloniales británicos se planteaban financiar proyectos masivos de educación pública, en buena medida para entrenar a una clase de burócratas nativos a través de los cuales el imperio británico pudiese continuar su dominio indirecto de la India.
            En el medio de aquel proyecto, surgió pronto una controversia. Algunos administradores deseaban educar a la población india en las lenguas locales y las lenguas clásicas de la India (el sánscrito y el persa). Macaulay, en cambio, era un furibundo proponente de una educación occidentalizada en inglés. Y, en defensa de su propuesta, escribió su célebre (para los estudios postcoloniales en realidad es infame) Minuta sobre la educación. Con una retórica apabulladora, Macaulay exaltaba la abrumadora superioridad cultural occidental (e inglesa, en particular) frente al atraso de la civilización india. Y, en nombre del progreso, era muchísimo más conveniente educar a los indios, no sólo con las ideas occidentales, sino en el mismo idioma inglés.
            Los términos en los cuales Macaulay comparaba a la civilización occidental con la india son impresionantes. He aquí dos de sus alegatos más conocidos: “Nunca he conocido [un especialista] que niegue que un estante de una biblioteca europea vale lo mismo que toda la literatura de la India y Arabia”. Y, se burlaba de la educación india así: “astronomía que haría reír a una colegiala, historia en la cual abundan reyes de más de treinta pies de altura, reinados de cuarenta mil años, y geografía sobre mares de mantequilla”.
            Hoy, Macaulay es visto por los postcolonialistas como el monstruo etnocéntrico incapaz de apreciar el valor de culturas distintas a la propia; el promotor de una perversa ideología de imperialismo cultural y erosión del autoestima cultural de los pueblos oprimidos y colonizados. De hecho, hoy la frase ‘los hijos de Macaulay’ hace referencia a aquellos indios occidentalizados que han abandonado sus raíces culturales, y en la opinión de quienes emplean esa frase, son unos colaboracionistas del imperialismo cultural. Gente como Salman Rushdie, Dinesh D’Souza o incluso Amartya Sen, en alguna ocasión han sido etiquetados así.
            No pretendo disputar que Macaulay partía de prejuicios etnocentristas que, en efecto, sirvieron como combustible cultural para que el imperio británico expandiera su dominio en la India. Pero, me parece perfectamente viable aceptar una versión reformada de la propuesta inicial de Macaulay, y rescatar el espíritu original de sus alegatos.
            Macaulay, efectivamente, sentía un terrible desprecio por la India, su historia y su gente. Yo no lo comparto. Basta leer alguna sección del Mahabharata o el Ramayana para apreciar la grandiosa contribución poética de la civilización india. Pero, Macaulay merece elogio como un gran modernizador. Y, en ese aspecto, Macaualay no se equivocaba al sostener que, por cuenta propia, India jamás podría alcanzar un nivel aceptable de modernidad, si se quedaba estancada en la educación tradicional.
            Macaulay se burlaba de los aspectos fantasiosos de los libros indios. En su mezquindad, no logró apreciar que esa misma astronomía que hacía reír a las niñas colegialas, o las historias sobre reyes gigantescos y mares de mantequilla, también están en la literatura occidental. La Ilíada, la Odisea o incluso la misma Biblia, cuentan historias igual de fantásticas. Macaualay no lograba apreciar el valor poético de estas imágenes fantasiosas.
            Pero, gracias a la modernidad, los europeos cada vez menos aceptaban literalmente estos textos, mientras que no era del todo claro que los hindúes hicieran lo mismo con sus textos. Y, precisamente en función de esta diferencia, Macaulay exhortó a abandonar la educación tradicional de la India. Macaulay no defendía tanto sustituir la enseñanza del Ramayana por la enseñanza de la Ilíada, sino más bien sustituir la mentalidad mística hindú, por una mentalidad científica y moderna propia de Occidente.
            De hecho, el mismo Macaualay no era tan simpatizante de la enseñanza de la literatura clásica en la propia educación occidental. Macualay estaba extensamente influido por la filosofía utilitarista muy en boga en sus días, y a partir de la consideración del valor de la utilidad, se preguntaba si en realidad era útil que un joven estudiante común aprendiera latín y griego, en vez de idiomas para el comercio internacional.
            Macaulay impactó a sus audiencias con una retórica tan escandalosa. Pero, si moderamos sus frases rimbombantes, sus propuestas educativas son muy aceptables. No estamos en necesidad de alegar que un estante de una biblioteca europea vale más que toda la literatura india o árabe, pero sí podemos hacer una comparación del progreso civilizatorio entre Occidente y el resto de las civilizaciones, y con datos históricos firmes y objetivos, podemos sostener que Occidente sale mejor parada que el resto. Historiadores competentes como Max Weber, William McNeill, o más recientemente, David Landes o Niall Ferguson han presentado plenitud de evidencia para respaldar estos alegatos.
            Si, en efecto, Occidente ha llevado la batuta en el desarrollo civilizatorio, entonces conviene asumir una educación occidentalizada. Por supuesto, debe ser mucho más ponderada de lo que proponía Macaulay. Un poco de poesía y misticismo es aceptable en un curriculum, como también lo es alguna valoración y exaltación de las culturas locales. A los críticos postcoloniales no les falta razón cuando sostienen que modelos como el de Macaulay fueron tan brutales, que al final terminaron por ser sencillamente instrumentos burdos de dominación imperial.
            Pero, los mismos críticos postcoloniales han inclinado la balanza demasiado hacia el otro extremo. Bajo la excusa de combatir el imperialismo cultural, los promotores de ‘educación liberadora’ proponen curricula en los cuales, en su obsesión por exaltar lo local y rechazar la influencia europea, terminan por denigrar de las bases de la educación científica. En tanto Newton, Darwin o Einstein eran europeos, muchos reformadores postcoloniales de la educación prefieren relegarlos de los curricula, o al menos equipararlos con brujos y chamanes locales en la impartición de clases, con la finalidad de que los niños de culturas colonizadas no sientan vergüenza étnica y cultiven un sentido de identidad con su propia cultura, lo cual supuestamente los conducirá a la liberación frente al yugo imperial.
            El gran error de los críticos postcoloniales consiste en creer que, en la exaltación de una educación anticientífica, en honor a lo local, hay potencial para la liberación. No logran apreciar que el verdadero potencial para la liberación está en la misma educación occidentalizada. Los procesos de emancipación colonial en América, África y Asia se ampararon en doctrinas políticas ilustradas, procedentes de la misma Europa. De hecho, durante los días de Macaulay, muchos administradores coloniales británicos tenían temor de que, si los indios eran expuestos a la educación occidental, pronto buscarían su propia independencia. Macaulay estaba consciente de ello, pero precisamente lo asumió. Su aspiración era que la India se modernizara y, eventualmente, los indios asumieran control de sus propios asuntos.
            No en vano, la elite que dirigió la independencia de la India, fueron casi todos, en diversos grados, ‘hijos de Macaulay’: procedían de escuelas occidentalizadas. El mismo Gandhi fue instruido en las leyes inglesas, a pesar de que, en su fase más tardía, pretendió regresar a una India premoderna, ajena por completo a la influencia cultural europea. Nehru, en cambio, fue mucho más inteligente, y logró apreciar las ventajas de la occidentalización. Nehru fue un titán del anti-imperialismo. Pero, no sucumbió a la tentación postcolonial de rechazar las ventajas culturales de Occidente, bajo la excusa de oponerse al imperialismo cultural. Gracias a la acertada decisión de Nehru, hoy la India se perfila como una futura potencia mundial.
            Macaulay planteaba un dilema que hoy tiene aún más vigencia que en sus propios días: la elección de la lengua en el diseño curricular. Los administradores coloniales pretendían educar a sus súbditos en las lenguas locales, Macaulay era un firme defensor de la enseñanza del inglés. Macaulay no pretendía erradicar las lenguas locales por la fuerza; sencillamente sostenía que, a la hora de subsidiar la educación, debería darse privilegio a la lengua inglesa en el aula de clase. Macaulay, nuevamente, cometía abusos en su justificación: según él, la lengua inglesa es intrínsecamente superior a las lenguas originarias de la India, y eso amerita su privilegio.
            Pero, una vez más, podemos reformar el etnocentrismo de Macualay, y aceptar una versión más moderada de su visión. La lengua inglesa no es intrínsecamente superior a las otras lenguas. Pero, la producción literaria y científica en lengua inglesa sí es más abundante que aquella que está en otras lenguas. Macualay sostenía que los mismos súbitos indios deseaban aprender la lengua inglesa, pues veían en ello muchísimas ventajas. Pues bien, me parece que, en nuestros días, ocurre algo similar. La lengua inglesa, la lengua de Newton y Darwin, nos ofrece mejores perspectivas para desarrollar conocimientos en física y biología.
            Veo con mucha preocupación que, en muchos países del Tercer Mundo, nuevamente bajo la excusa de oponerse al imperialismo cultural, muchos líderes nativos se empeñan en rescatar forzosamente lenguas que poquísima gente desea hablar, y para ello, muchas veces colocan obstáculos a la difusión del inglés. Muchos jóvenes indígenas wayúu de mi región (el estado Zulia en Venezuela), por ejemplo, desean ser ingenieros y médicos. Obviamente, hay muchísimos más libros sobre ingeniería o medicina escritos en inglés que en wayuunaiki (la lengua de la etnia wayúu), pero lamentablemente, muchos líderes se empeñan en que estos jóvenes aprendan wayuunaiki por encima del inglés. Con el afán de luchar contra el imperialismo cultural, empobrecen las oportunidades de desarrollo profesional de estos jóvenes.
            Por lo demás, hay un aspecto sumamente rescatable en la labor de Macualay. En su Minuta sobre la educación, Macaulay proponía hacer un ciudadano que, si bien fuese “indio de sangre”, fuese “inglés de gusto”. En otras palabras, Macaulay proponía un programa de transculturación. Hoy, entre los críticos postcoloniales, la transculturación es anatema. Pero, yo más bien veo un aspecto loable en ella. La transculturación supone que el ser humano tiene la suficiente flexibilidad como para cambiar de cultura, y no hay ningún impedimento biológico para aprender cosas nuevas. Esto es un poderoso antídoto al racismo.
            Durante la misma época en que Macaulay escribía su famosa minuta, aparecieron en Europa y Norteamérica los defensores del llamado ‘racismo científico’. Una de sus doctrinas es que, las razas inferiores jamás podrán asimilarse a la educación occidental, pues tienen un impedimento biológico para ello. Así, estos racistas asumían que cada rasgo cultural tiene una correspondencia con un rasgo biológico. Hoy, lamentablemente, de forma inadvertida los críticos postcoloniales de la transculturación operan bajo una premisa similar. Asumen que, quien nace con la piel marrón, debe leer el Ramayana antes que cualquier otro texto, y quien nace con la piel blanca, debe leer la Ilíada antes que cualquier otro texto. Bajo su presunción, asimilarse a una cultura distinta a la de los ancestros es traicionar la sangre, y por ende, seguir asociando los rasgos culturales con los rasgos biológicos.
            La educación ha sido, por supuesto, un arma secreta del imperialismo. Por ello, para poner fin a la explotación de un pueblo por otro, urge revisar los curricula, para asegurarse de que no protejan las relaciones de explotación. Una propuesta de reforma educativa como la de Paulo Freire en su Pedagogía del oprimido es perfectamente sensata. Pero, si bajo la excusa de querer reivindicar a los oprimidos, terminamos por obstaculizar la enseñanza de conocimientos que son sumamente útiles, entonces esas nobles intenciones se convierten en una pesadilla. Para evitar esto, es necesario empezar por una revisión más ponderada de la historia del imperialismo, y apreciar que no todo lo que exportaron los imperios a sus colonias fue malo. A partir de esta valoración, estaremos en mejor posición para saber cuáles elementos aceptar y cuáles elementos rechazar en el diseño de los curricula

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