miércoles, 21 de noviembre de 2012

Respuesta a José Antonio Alfaro



Escribí una reseña a Los productos naturales ¡vaya timo!, de J.M. Mulet (acá). José Antonio Alfaro escribió una respuesta a esa reseña (acá). Ahora, yo ofrezco una réplica a esa respuesta. Intentaré hacer, como los escolásticos, una respuesta a cada párrafo relevante escrito por mi contraparte.

Alfaro escribe: “…te indicaré que creo que en tu artículo cometes el mismo error que Mulet comete en su libro: tomar a una parte específica como representante de una totalidad muy diversa. En el caso de las organizaciones ecologistas, no sólo están los pocos que queman campos de maíz transgénicos, o que se oponen a todo tipo de avance científico, o los “izquierdoides” verdes de salón. También están los que apoyan las energías renovables (no creo que se les pueda tachar de pro-pre-modernistas); los que limpian vertidos de crudo; los que mantienen centros de recuperación de fauna; los que presentan alegaciones fundamentadas en los procedimientos administrativos, gracias a las cuales conservamos mucho de nuestro patrimonio natural… los que se juegan la vida en una lancha neumática para impedir la sobreexplotación de los océanos; los que reforestan, conservan y recuperan hábitats; etc. Pero claro, Mulet sólo habla de los “malos”, tomándolos como los representantes de todos los ecologistas.
 Yo respondo: Mulet es bastante claro en el libro cuando expresa su admiración por las actividades que grupos como Greenpeace hacían en el pasado, como por ejemplo, sabotear a los barcos que cazan ballenas. El problema, advierte Mulet, es que, de repente, a estos grupos les dejó de preocupar asuntos relevantes, y se empezaron a obsesionar con los transgénicos. No creo que Mulet desprecie a todos los grupos ecologistas, y ciertamente yo tampoco. Sólo desprecia a aquellos que, en arrebato irracional, se oponen al desarrollo de los transgénicos, acudiendo a argumentos falaces. Sospecho, incluso, que Mulet estaría dispuesto a debatir, siempre y cuando se haga con información veraz, y no mitos urbanos como atribuir el suicidio de campesinos indios al uso de los transgénicos. El mismo Mulet, por ejemplo, me ha confesado personalmente que, aun si está en desacuerdo con el activista Jeremy Rifkin, éste tiene alegatos interesantes que merecen ser discutidos, aun si es para rebatirlos.



Alfaro escribe: “En cuanto a las preocupaciones de los ecologistas ¿te parece pijo preocuparse por el calentamiento global? Acepto que hay pijos aprovechados, como Al Gore, que se han subido al carro de la denuncia del calentamiento global para sacar beneficio, pero no se les puede negar el mérito a las organizaciones ecologistas y a las no ecologistas que desde hace tiempo están llamando la atención sobre los peligros de este hecho, incluso cuando las grandes multinacionales energéticas pagaban gran cantidad de dinero para desinformar y desacreditar”.
Yo respondo: hay preocupaciones ecologistas que obviamente no son pijas. Pero, existe una tendencia creciente de que, los jóvenes de veinte años que atacan a los transgénicos, no lo hacen en realidad porque conozcan sobre el tema (dudo que conozcan quiénes fueron Watson y Crick, por ejemplo), sino sencillamente porque es cool. Y, son pijos, precisamente porque esta gente no ha estado de cerca en el Tercer Mundo. Es muy fácil querer consumir productos naturales en la afluencia europea.    


Alfaro escribe: “¿Te parece pijo defender un aprovechamiento sostenible de los océanos y de los bosques y no esquilmarlos como sucede actualmente en gran parte del planeta?”
Yo respondo: no veo de qué forma los transgénicos impiden el aprovechamiento sostenible de los océanos. Yo no me opongo a los grupos ecologistas per se (y sospecho que Mulet tampoco); me opongo a quienes argumentan contra los transgénicos sin una base firme.



Alfaro escribe: “¿Te parece pijo defender el patrimonio natural frente a la especulación del gran capital? ¿Te parece pijo llamar la atención sobre el hecho de que en pocos decenios más de crecimiento descontrolado, este planeta no va a ser capaz de albergar a su población de manera digna (especialmente pensando que unos pocos acaparan y abusan de los medios que el planeta ofrece)?”
Yo respondo: comparto la preocupación maltusiana por el crecimiento demográfico. Pero, la respuesta no es matar de hambre a la gente para detener el crecimiento. La respuesta es detener la reproducción, con métodos anticonceptivos. Si bien el propio Malthus advertía que la sobrepoblación traería guerras y hambrunas, opinaba que la respuesta más humanitaria sería, precisamente para prevenir esas catástrofes, la continencia. Yo no creo en la posibilidad de la continencia, pero sí en la posibilidad anticonceptiva. Por eso, la solución no es acabar con los transgénicos, sino distribuir condones y ofrecer educación sexual.

Alfaro escribe: De hecho, una parte muy importante de la población mundial ya no vive de manera digna. Y aunque Mulet venga ahora a salvar el planeta con sus transgénicos, el maíz y la soja transgénicos que se producen en el mundo, controlados por las grandes multinacionales del sector, no sirven para alimentar a esta población, sino que van a producir biodiésel para que los privilegiados continuemos utilizando nuestros magníficos vehículos a nuestro antojo y van a engordar cerdos, vacas y pollos para que éstos nos engorden a su vez también a los privilegiados. ¿Quién es, pues, más pijo, el ecologista preocupado o el consumidor indolente?
Yo respondo: sólo si se opera bajo la premisa del crecimiento de suma cero (la ganancia de un hombre es cosustancial a la pérdida de otro), Alfaro tendrá razón en esto. Pero, es una premisa errónea: el crecimiento económico histórico demuestra que es posible que un hombre gane, sin hacer perder a otro. El hecho de que los transgénicos se empleen para generar más combustibles no impide que también se empleen para alimentar a la gente. No veo problema en que el gordo se haga más gordo, siempre y cuando el flaco engorde también. Y, me parece, el transgénico tiene la posibilidad de engordar a todos.

Alfaro escribe: El problema actual no es de producción, sino de distribución; el problema futuro sí será además un problema de producción, pero por mucha producción que se supone que generen los transgénicos, no será suficiente para alimentar a una humanidad en continuo crecimiento.
Yo respondo: ése es el argumento del eminente economista Amartya Sen, pero no me convence. Estoy de acuerdo en que hoy se produce suficiente comida para todo el mundo. Pero, de eso no se sigue que la solución sea renunciar a los transgénicos. En mi casa, hay suficiente comida para alimentar a todos. Pero, de eso no se sigue que mi hermano, desempleado, no esté en la necesidad de salir a buscar trabajo para producir más. Creo, en todo caso, que es mucho más viable potenciar la producción agrícola en el Tercer Mundo, que intentar trasladar la comida a zonas hambrientas. En la primera opción, hay mucho incentivo; en la segunda, poco incentivo. Las mejores decisiones políticas se toman a partir de un óptimo conocimiento de la naturaleza humana. Y, sabemos que el incentivo económico es fundamental. No es atractivo para una organización occidental movilizar toneladas de comida para los hambrientos de Etiopía. Las hermanitas de la caridad existen, pero son minoría en el mundo, y quienes tienen el poder de lograr las cosas, no suelen ser estas monjitas. En cambio, sí es muy atractivo generar biotecnología y vendérsela a los campesinos del Tercer Mundo. Con este atractivo, se dará una relación simbiótica: las corporaciones harán grandes ganancias, pero a la vez, las poblaciones del Tercer Mundo mejorarán significativamente sus índices nutricionales. Fue ésta una lección de la Revolución Verde de la década de los sesenta.

Alfaro escribe: un alimento natural es aquél de elaboración sin técnicas industriales sofisticadas y sin aditivos innecesarios. Ésto es lo que yo considero un alimento natural; es mi definición personal, no es exacta y la mayoría de las personas tendrán otras definiciones, pero que no se apartarán mucho de la mía. Lo que Mulet considera un alimento natural, aparte de que no existe ninguno de esas características, es una insensatez alejada del sentido común y echa por tierra una buena parte del argumentario de su libro.
Yo respondo: por ahora, dejemos de lado las precisiones semánticas (no por ello dejan de ser relevantes), y consideremos algo elemental: si Alfaro está dispuesto a emplear la selección artificial (como lo hicieron los primeros agricultores hace diez mil años) y alterar el curso de la selección natural, ¿por qué no está dispuesto a continuar esa alteración, y trasladar un gen de una especie a otra? No veo por qué la selección artificial sí es aceptable, pero la tecnología de modificación genética no lo es.

Alfaro escribe: Si se ha de poner la etiqueta que propones “¡Peligro, riesgo de E. Coli!”, habría que ponerla en casi todos los productos alimenticios, no sólo en los de agricultura ecológica. Gabriel, no puedo estar más de acuerdo contigo cuando escribes “La falta moral no es sólo la mentira, sino también la omisión”. Estoy de acuerdo en cuanto al etiquetado de los productos transgénicos, pero también porque precisamente la estrategia de la omisión es la que utiliza Mulet abundantemente en su libro para convencer al profano de su “verdad”.
Yo respondo: el asunto de los etiquetados me resulta bastante sencillo: o todo, o nada. Si etiquetamos, etiquetemos todo. Si no, no etiquetemos nada. De lo contrario, estaríamos en presencia de una tremenda injusticia, una competencia desleal. Obviamente, en un libro de divulgación, no pueden atenderse todos los detalles de este debate, y siempre habrá alguna omisión. Pero, me parece que Mulet es bastante efectivo en desmontar los grandes mitos que hay en torno a los transgénicos.  

Alfaro escribe: “Ventajas de los transgénicos: permiten alimentar a más gente. ¡Falso! Alimentan a vehículos con biodiesel y a granjas intensivas para sobrealimentar al mundo desarrollado a base de carnaza (¡ojo! yo no soy vegetariano, pero la alimentación de occidente tampoco sigue la famosa pirámide de la alimentación que estudian nuestros hijos en el colegio)”.
Yo respondo: ¿y qué importa si también se alimentan los vehículos con biodiesel? Muchas tecnologías han surgido para satisfacer los deseos de los más poderosos, pero eventualmente, éstas bajan a las masas para satisfacer sus necesidades. Me parece que, nuevamente, Alfaro opera bajo la premisa de que, cuando alguien se hace rico, otra persona se hace pobre, y hay crecimiento de suma cero. A eso, opongo el hecho de que, históricamente, ha habido crecimiento en el mundo, y que aun si el rico se ha hecho más rico, el pobre no se ha hecho más pobre.

Alfaro escribe: “Ventajas de los transgénicos: destruyen menos el medio ambiente. ¡Falso! La productividad de los cultivos transgénicos es sólo levemente superior a la de los cultivos convencionales… hasta que aparecen resistencias por parte de las plagas y malas hierbas, entonces se igualan. La utilización de una variedad transgénica resistente a los lepidópteros no evita tener que tratar con pesticidas contra otros tipos de plagas y enfermedades. La utilización de una variedad transgénica resistente a un herbicida total, como el glifosato, permite tratar con este dañino herbicida indiscriminadamente”.
Yo respondo: Dudo de que la producción transgénica sea sólo levemente superior, pero habrá que verificar ese dato, y admito que, a diferencia de Alfaro, no procedo de la agronomía. Pero, precisamente, si por ahora es inevitable tratar con pesticidas, es urgente seguir diseñando nuevos organismos para evitar que en un futuro, se sigan empleando los pesticidas. La alternativa a los accidentes automovilísticos no es regresar al caballo; es más bien diseñar automóviles más seguros.


Alfaro escribe: ¿Rudyard Kipling se refería a los transgénicos cuando escribió lo de “…llenar la boca del hambre, y hacer que cese la enfermedad”? Lo dudo mucho.
Yo respondo: Kipling obviamente no vivió la época de los transgénicos. Pero, esta frase, procedente de su célebre La carga del hombre blanco, sí exalta la idea de que los avances de la civilización occidental pueden constituir una mejora para los pueblos del Tercer Mundo. Y, en ese sentido, los transgénicos entrarían en la categoría de avances de la civilización occidental. Kipling ha sido justamente criticado por su ideología imperialista. Pero, me parece que, en esa ideología, hay algún asidero: sin negar los abusos colonialistas, muchas potencias occidentales mejoraron las condiciones de vida de los colonizados. Pues bien, quizás hoy Monsanto es la nueva potencia colonial, y se vale de muchas tácticas inmorales que, en el pasado, emplearon los grandes imperios. Pero, como Kipling, yo insisto: aun con todo esto, el Tercer Mundo tiene el potencial de mejorar sus condiciones de vida con la tecnología que ofrece Occidente.

Alfaro escribe: “en resumen, yo no estoy en contra de la investigación con OMG (transgénicos), ni incluso de su posible utilización si queda meridianamente e independientemente demostrado que no suponen un peligro para el medio ambiente y sí mejoras para la humanidad”.
Yo respondo: la carga de la prueba reposa sobre quien acusa. Los investigadores de OMG no deben probar nada propiamente. Si no se demuestra que los transgénicos son perjudiciales, entonces podemos asumir que no suponen un riesgo. Y, hasta ahora, no ha habido evidencia que permita suponer que los transgénicos hacen daño al ambiente o a la salud.

Alfaro escribe: “de lo que estoy en contra es del modelo de concepción de la agricultura como un negocio al margen de la ética, y esto es precisamente la actual industria multinacional de la agricultura que ha apostado por los OMG, principalmente porque son productos patentables o garantizan la utilización de los agroquímicos que las propias multinacionales venden”.
Yo respondo: mi concepción de la ética se inscribe en la tradición utilitarista de J.S. Mill y Jeremy Bentham, aquella que busca generar el máximo de felicidad para el mayor número de personas posibles. Pues bien, bajo esta concepción, los transgénicos me parecen una alternativa eficaz para alcanzar esta felicidad masiva. Si, por vía del incentivo de las patentes, los científicos generan más productos que, a la larga, resuelven el problema del hambre, bienvenido sea.

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