Uno de los motivos de mayor hipocresía de la izquierda
mundial es su postura frente a los movimientos secesionistas. Los izquierdistas
suelen apoyar las secesiones de Cataluña, el País Vasco, Puerto Rico u Osetia
del Sur, pero repudian la secesión de Chechenia, Kosovo o Santa Cruz. Todo
depende, según parece, de quién es la nación que sufre la secesión. Si se trata
de un país occidental insertado en el mercado global (como España o EE.UU), se
justifica la secesión; si se trata de un país ajeno al Occidente
industrializado (como Bolivia, Rusia o Serbia), entonces se repudia la
secesión.
Probablemente
el caso más emblemático de esta disparidad es la postura izquierdista en torno
al Tíbet. La vasta mayoría de los intelectuales izquierdistas repudian el
movimiento secesionista tibetano, presumiblemente porque China es (al menos
nominalmente) un país comunista. Mi postura en torno a los movimientos
secesionistas está en sintonía con las doctrinas plebiscitarias que apelan a la
autodeterminación: si un colectivo mayoritariamente desea la secesión, y hay
garantías de que las minorías serán respetadas, entonces debe concederse la
secesión. Por ello, mi simpatía está con los tibetanos.
Pero, mi
simpatía por los secesionistas tibetanos no me impide considerar algunos
argumentos poderosos en su contra, procedentes de intelectuales izquierdistas.
Y, el autor Michael Parenti, un peluche de la izquierda norteamericana, ofrece
varios. En un ensayo que tuvo mucha difusión, “El feudalismo amistoso” (acá),
Parenti denuncia las terribles condiciones de feudalismo que habían prevalecido
en el Tíbet desde hace siglos hasta 1959, la fecha de la invasión china. La
propiedad de la tierra estaba dividida entre una selecta aristocracia que se
aprovechan de la protección religiosa para convencer a los explotados de que su
condición miserable se debe al karma. Los
campesinos estaban sometidos a abusos de todo tipo (muchas veces abusos
sexuales, procedentes de monjes que no tienen nada de célibes). Las condiciones
sociales del Tíbet eran muy similares a las de la Edad Media europea: una
clase ociosa recluida en palacios y monasterios, y una abrumadora mayoría de
vasallos que trabaja en ínfimas condiciones para mantener a sus amos. Si bien
ha habido algunas modificaciones ideológicas, el Dalai Lama y su selecto grupo
sigue defendiendo esta visión feudal de la sociedad, amparada por las
protecciones de lo sagrado.
La
invasión china, advierte Parenti, ha modificado sustantivamente las condiciones
de explotación en el Tíbet. Los chinos han promovido reformas agrarias, han
despojado de poder religioso a los lamas que se aprovechan de él para legitimar
la opresión, han vigilado que los niños en los monasterios tengan la opción de
renunciar a la vida religiosa, así como se ha prevenido que sufran abusos
sexuales y de otro tipo.
Parenti
reconoce que la invasión china ha traído sus propios males. El grupo étnico Han
(mayoritario en China) ha colonizado masivamente la región, y los ciudadanos de
origen tibetano han pasado a ser ciudadanos de segunda; la cultura tibetana es
severamente despreciada en la enseñanza pública, y la libertad de culto está
amenazada. Pero, Parenti deja entrever que, en balance, la invasión china ha
sido más positiva que negativa, pues aun con estos abusos, los chinos han
logrado destruir el antiguo régimen feudal por un sistema encaminado hacia la
modernidad. Con todo, Parenti conserva la preocupación de que, a medida que
China da un vuelco hacia el capitalismo, mucho de los males de este sistema se
trasladen al Tíbet y, quizás, al final, Tíbet bajo los chinos sea incluso peor
que el Tíbet feudal.
Comparto
casi todo lo que sostiene Parenti. Es indiscutible que el Tíbet de antaño era
gobernado por un sistema feudal, y que la invasión china, en balance, ha traído
más consecuencias positivas que negativas para esa región. Yo no comparto la
alarma de Parenti respecto al vuelco capitalista de China (creo que más bien
esto podría resultar una experiencia positiva, siempre y cuando haya límites y
regulaciones), pero en todo caso, dudo que el sistema capitalista chino sea
menos preferible que el sistema feudal tibetano. Con todo, yo insisto sobre el
respeto a la autodeterminación, y si los tibetanos desean ser independientes,
debe respetarse ese deseo, aun si la presencia china ha sido una fuerza
positiva de modernización.
Ahora
bien, termina por ser irónico que, desde hace varios años, el mismo Parenti
haya emergido como uno de los máximos críticos del imperialismo. Escribió un pequeño
pero influyente libro, Against Empire (“Contra
el imperio”), en el cual somete a crítica, no sólo la experiencia histórica del
imperialismo, sino la ideología que lo sostiene. Y, uno de los principales
objetivos de ataque en su libro es la ideología imperialista de la ‘carga del
hombre blanco’, a saber, la supuesta misión civilizadora que las grandes
potencias europeas se abrogaron, como excusa para dominar a los países del
Tercer Mundo.
Como
corolario de sus críticas a la misión civilizadora del imperialismo europeo, Parenti
critica severamente la llamada ‘teoría de la modernización’, según la cual,
para que los pueblos del Tercer Mundo puedan enrumbarse hacia el desarrollo y
mejorar sus condiciones de vida, deben importar tecnologías e instituciones
modernas procedentes de las potencias ya modernizadas. A juicio de Parenti,
esta teoría de la modernización no es más que el brazo intelectual de la
justificación del imperialismo. Las teorías del subdesarrollo, opina Parenti,
son un mito colonialista que legitima la depredación.
Pero,
¿no cae en cuenta el mismo Parenti que su denuncia del feudalismo tibetano, y
su apología de la modernización china en ese país forman parte precisamente de
la ideología que él tanto reprocha? Los chinos se han abrogado una misión
civilizadora, y así, bajo su ideología, están llevando los beneficios de la
organización social moderna a una región subdesarrollada y atrasada (en otro lugar he escrito sobre la misión civilizadora china en el Tíbet; acá). Las mismas
condiciones feudales que existieron en el Tíbet antes de la invasión china, existían
en la India antes de la llegada del colonialismo británico (como bien observó
Marx), o en el Perú y México antes de la llegada de los conquistadores
españoles. Si estamos dispuestos a defender parcialmente la invasión china bajo
la excusa de que llevaron instituciones modernas a un pueblo atrasado, entonces
debemos también defender parcialmente a las potencias europeas que,
indiscutiblemente, erradicaron (o al menos moderaron) muchas formas de
esclavitud y feudalismo en América, Asia y África.
Es curiosa
la forma en que, por ejemplo, en Against
Empire, Parenti denuncia el mito del “nativo perezoso”. A su juicio, los
pueblos del Tercer Mundo nunca han sido perezosos; más bien han sido
representados así por los poderes coloniales como una manera de degradarlos
moralmente. Pero, insólitamente, al escribir sobre los lamas del Tíbet, alega
que son personas que se acostumbraron a disfrutar riquezas sin trabajar. Según
parece, los nativos no son perezosos, excepto los lamas del Tíbet.
La
incoherencia de Parenti es emblemática de la relación de la izquierda frente al
imperialismo. La izquierda clásica, aquella de Marx y Engels, no vio
estrictamente con malos ojos el imperialismo (pero, no por ello no denunció los
abusos colonialistas), precisamente porque supo apreciar casos como los del Tíbet:
el imperialismo de las potencias puede ser una fuerza benéfica para erradicar
los obstáculos que se presentan frente a la modernización del hoy llamado ‘Tercer
Mundo’. Pero, a partir del siglo XX, los movimientos de decolonización no sólo
se limitaron a denunciar los abusos de las potencias coloniales, sino que también
criticaron la misma ideología de la misión civilizadora y la modernización. A
partir de entonces, empezaron a elogiarse sociedades atrasadas, y a rechazar la
influencia cultural europea.
Pues
bien, si la izquierda pretende recuperarse de su declive tras el fracaso soviético,
debe retomar el camino original de Marx y Engels, y apreciar que es urgente la
asimilación de las instituciones modernas, muchas de las cuales fueron expandidas
por las potencias coloniales. La izquierda debe reconocer, como hace Parenti,
que la presencia china en el Tíbet ha sido más positiva que negativa en la
medida en que ha puesto fin al feudalismo en ese país, aun a pesar de los
innegables abusos que ha cometido el poder chino en esa región. Pero, esa misma
izquierda debe reconocer también, como no lo hace Parenti, que la mayor parte
de los pueblos de África, Asia y América previo al contacto con los europeos,
vivían en condiciones deplorables y que el colonialismo, aun con sus innegables
crímenes, constituyó una mejora para muchísimos países del Tercer Mundo, en la
medida en que se expandieron por el mundo entero las instituciones básicas de
la modernidad.
En su
reproche del feudalismo tibetano, Parenti es especialmente crítico del mito del
Shangri-La, el lugar imaginado por el
novelista británico James Hilton. Este novelista imaginaba un reino en algún
lugar del Himalaya, donde la gente tenía una vida idílica. Parenti
correctamente denuncia que este mito romántico no es más que una sublimación
fantasiosa del feudalismo tibetano, del cual hasta el día de hoy se valen
muchos defensores de la secesión tibetana para promover su causa.
Pues bien, precisamente,
un fenómeno muy parecido ocurre en buena parte de la izquierda latinoamericana.
Así como Hilton imaginaba el Shangri-LaI,
santos patrones de la izquierda latinoamericana, como José Carlos Mariátegui,
han imaginado un paraíso socialista inca precolombino en Siete ensayos sobre la realidad peruana, oportunamente refutado por
el historiador Louis Boudin. Y, así como el mito del Shangri-La se ha empleado para rechazar la modernidad que han
llevado los chinos al Tíbet, las fantasías de Mariátegui se han empleado para
rechazar las instituciones modernas que las potencias europeas aportaron al
continente americano. El feudalismo y otras formas premodernas de explotación,
sean tibetanas o precolombinas, deben desaparecer. Ojalá la izquierda termine
de entender esto, y sea más consistente en sus reproche.