Uno de los grandes
libros de filosofía política del siglo XX es La sociedad abierta y sus enemigos, de Karl Popper. El libro,
publicado en 1945, justo en el momento en que Europa vivía la pesadilla nazi,
intenta ser una exploración de las raíces ideológicas del totalitarismo. Popper
analiza la obra de tres grandes filósofos, a quienes él considera los ancestros
intelectuales del totalitarismo: Platón, Hegel y Marx.
El libro ha sido criticado, entre
otras cosas, por presentar una caricatura de esos autores. Esta crítica puede
ser válida, pero no deja de ser cierto que muchas de las cosas que Popper le
reprocha a esos filósofos, son verdaderas. Platón sí vio con buenos ojos la
censura de poetas, y sí propuso mentir al pueblo con mitos, a fin de cada quien
aceptase su lugar en la sociedad. Hegel sí promovió un culto al Estado. Marx sí
creyó que, en el conflicto de clases, era una necesidad histórica que hubiera
violencia.
A mi juicio, la parte más
interesante del libro es su análisis de Hegel. Popper reprocha en Hegel aquello
que él llamó el “historicismo”. En la filosofía de Hegel, está presente la idea
de que la historia de la humanidad es un proceso en el cual el “Espíritu” se
hace consciente de sí mismo (Hegel nunca deja claro qué es exactamente ese
Espíritu, ni tampoco cómo exactamente se hace consciente, y Popper le reprocha
su oscurantismo). Hegel opinaba que la historia de la humanidad está guiada por
algo así como un sentido providencial, y en ese sentido, resultan inevitables
ciertos acontecimientos políticos.
Popper denuncia esto como “historicismo”:
la idea de que la historia tiene un objetivo predeterminado en el cual
inevitablemente desemboca, y que en ese sentido, sirve para legitimar regímenes
políticos autoritarios, pues se interpretan como parte de ese proceso inevitable
de desarrollo histórico.
Todo esto es antitético a la
sociedad que Popper defiende, la sociedad abierta. En la filosofía de la
ciencia, Popper defendía la idea de que no podemos tener absolutas certezas en
el conocimiento científico, y por ello, continuamente debemos someter a
escrutinio las teorías que parecen muy seguras. Esto también aplica a la
política: continuamente debemos hacer revisionismo de los principios políticos.
Y, para hacer esos revisionismos, es necesaria una apertura que permita la
crítica y los retos.
En cambio, los enemigos de la
sociedad abierta, como Hegel, postulan que, en tanto es inevitable que la
historia desemboque en un sistema político determinado, no debe tolerarse esta
apertura, pues se estaría permitiendo ir en contra de las fuerzas de la
historia.
A medida que leo la crítica de
Popper a Hegel, no puedo evitar pensar en mi país, Venezuela. En 1998, llegó al
poder Hugo Chávez, un político que, en un principio, atrajo a las masas
denunciando los obvios abusos de los anteriores gobernantes. Pero, una vez
instaurado en el poder, Chávez empezó a emplear un lenguaje muy parecido al
historicismo de Hegel.
Más que cualquier otro político en
la historia de Venezuela, Chávez evocaba continuamente hechos históricos, y
sobre todo, la figura de Bolívar. No está mal hablar de historia, divulgar
conocimiento histórico a las masas, y brindar respeto a un personaje como El
Libertador. Pero, sí está mal apelar a un sentido metafísico de la historia
como justificación del autoritarismo. Y, a medida que Chávez se volvía más
autoritario, frecuentemente trataba de justificarse diciendo que su desempeño
político formaba parte de un proceso histórico que era ya indetenible.
Del mismo modo en que Hegel postulaba
que oponerse al Estado es virtualmente idéntico a oponerse al Espíritu y el
desarrollo de su autoconsciencia, Chávez dejaba entrever que, quienes se
opusieran a él, estaban en una batalla perdida, pues en su gobierno había una
suerte de mandato providencial, no propiamente de Dios (aunque en ocasiones
también invocaba a Dios como origen de su autoridad), sino de la propia
historia.
Chávez comúnmente empleaba frases
pegajosas como “llegó la hora de los pueblos”. En un pronunciamiento como ése,
hay una obvia intención historicista: el pueblo estaba esperando su turno en la
historia, y finalmente le ha llegado en el desarrollo histórico; oponerse a
Chávez es oponerse al inevitable desarrollo histórico. Otra frase comúnmente
empleada era “Bolívar despierta cada cien años”. De nuevo, con frases como
ésta, Chávez no solamente pretendía arroparse con la figura de Bolívar, sino
que postulaba que su gobierno formaba parte de una gran epopeya cósmica que
desataba fuerzas indetenibles, en tanto están inscritas en la historia. Esa
frase sobre Bolívar y los cien años, en realidad procede del poeta chileno
Pablo Neruda, que tanta admiración sintió por Stalin. No es casual.
Venezuela necesita cambios urgentes, si
pretende sobrevivir la gravísima crisis que atraviesa. Es obvio que el modelo
necesita revisionismos y modificaciones. Pero, estas cosas sólo se consiguen en
una sociedad abierta, la misma a la cual aspiraba Popper. En cambio, si se sigue promoviendo la idea de que el gobierno de Chávez no fue
una mera contingencia histórica, sino que estaba determinado por el inevitable devenir
de la historia, entonces esa rigidez impedirá cualquier reforma, y seguiremos enclaustrados en la sociedad cerrada. Nuestra política necesita una fuerte dosis
de pragmatismo para resolver los problemas más urgentes, y debe abandonar la
excesiva ideologización con la historia como marco de referencia.