Un querido tío forma parte del contingente de veinticinco mil trabajadores de PDVSA que fueron despedidos en la huelga petrolera del 2003. Como la vasta mayoría de ese contingente, mi tío buscó opciones laborales en el exterior. Al principio, estuvo en España y México, pero finalmente encontró estabilidad en Arabia Saudita.
España y México son naciones culturalmente cercanas a la nuestra, pero Arabia Saudita es bastante ajena. Ni siquiera usan el calendario gregoriano, de forma tal que, sospechaba que el pasado 31 de diciembre sería nostálgico para él y su familia, pues no tendrían oportunidad de celebrar la llegada del año nuevo. Pues bien, resultó que estuvieron la víspera del año nuevo en Bahrein (un destino turístico cercano), y acudieron a una fiesta de año nuevo en el Hard Rock Café, al estilo americano. No era propiamente comer hallacas, pero al menos tuvieron un sabor más familiarizado, procedente de las franquicias norteamericanas. Después de todo, Arabia Saudita y Bahrein han incorporado masivamente franquicias capitalistas norteamericanas que han permitido a los trabajadores extranjeros y la población local, recrear la vida cultural norteamericana en tierras distantes.
¿Es esto bueno o malo? Siempre he tenido el deseo de visitar Arabia Saudita o Bahrein. Pero, si todo aquello ya está lleno de McDonalds y Hard Rock Café, ¿para qué gastar tanto dinero y viajar tantas horas de vuelo, si un viaje más corto y barato (por ejemplo, Aruba) me va a ofrecer lo mismo? Si viajo a Arabia Saudita para estar en un mal todo el día, ¿por qué no sencillamente ir al mall local, el cual seguramente tendrá las mismas tiendas, con los mismos productos y la misma atención? El sentido del turismo es precisamente experimentar algo distinto a lo que estamos habituados. Viajar miles de kilómetros para estar en un sitio virtualmente idéntico al hogar propio es una empresa aburrida y, hasta cierto punto, irracional.
Esto invita a hacernos eco del gran reproche que frecuentemente se lanza contra la globalización: ésta trae consigo una compulsiva homogenización del planeta, y destruye la diversidad cultural que antaño enriquecía a la experiencia humana. Para encontrar nuevamente el sentido del turismo y de muchas otras actividades humanas, es necesario resistir frente al gran monstruo uniformador que se traga todas las expresiones culturales locales, las cuales garantizan la diversidad.
Puedo entender este reproche, y comparto ese malestar por la globalización. Pero, deseo advertir que la valoración de la diversidad se ha convertido en un culto a lo diverso. Y, el culto a lo diverso puede ser tan peligroso como el culto a lo homogéneo. La diversidad es buena, pero debe tener sus límites. Y, lamentablemente, quienes gritan consignas contra la globalización con frecuencia pierden de vista los límites que debe tener la exacerbación de la diversidad.
La oposición entre uniformidad y diversidad tuvo un corolario en la filosofía. En el siglo XVIII, los filósofos ilustrados promovieron el universalismo en varios ámbitos. A partir de sus ideas igualitarias, los ilustrados mantuvieron la firme convicción de que todos los seres humanos pertenecen a una misma especie, la cual perfectamente puede abrazar la racionalidad. Y, en este sentido, ameritaba expandir por el planeta entero un conjunto de instituciones guiadas por el uso de la razón. Este ideal universalista fue políticamente ejecutado por la expansión miliar de la Revolución Francesa.
Los ejércitos franceses fueron brutales, y encontraron resistencia a su paso. Y, así, a la par de la resistencia militar a la Revolución Francesa, hubo una resistencia ideológica a la Ilustración, bajo la forma del Romanticismo y la Contrailustración. Estos movimientos pretendían poner frenos a la racionalidad, exaltando las emociones y la irracionalidad, en palabras de los románticos, la “tormenta y el arrebato”. Y, frente al universalismo ilustrado, los románticos y contrailustrados opusieron la exaltación de lo particular y diverso. Así, los ilustrados promovían un mundo cosmopolita, urbano y progresista; los románticos y contrailustrados promovían un mundo provinciano, feudal y tradicionalista. Los ilustrados soñaban con una Europa centralizada sin barreras nacionales; los románticos más bien promovían una Europa fragmentada en distintos Estados, cada uno con su particularidad cultural, la manifestación política del Volksgeist, el espíritu de cada pueblo.
El culto contemporáneo a la diversidad es en buena medida una herencia del romanticismo. Debe admitirse que la homogenización globalizante del mundo, promovida por las grandes corporaciones trasnacionales, tiene raíces en los ideales universalistas de la Ilustración. Y, en ese sentido, el malestar sentido por el hecho de que la invasión de malls y franquicias hagan que Arabia Saudita se parezca cada vez más a Venezuela (o a China, o a Madagascar, en fin, que el planeta pierda su diversidad), también se remonta a la Ilustración.
Pero, el universalismo de la Ilustración tiene más virtudes que vicios. Y, en función de ello, si bien es comprensible la añoranza por un mundo diverso, no debemos perder de vista que, en muchos casos, la diversidad no es deseable.
¿Es deseable una diversidad moral? Los ilustrados enfáticamente respondían que no, y en esto no se equivocaban. Urge que todos los habitantes del planeta se guíen por un mismo código moral. Sería sumamente lamentable que hubiese múltiples moralidades, de forma tal que algunos países censuren moralmente la violación, pero otros países la avalen. Si asumimos (como debemos) que la especie humana tiene una unidad psico-biológica, entonces debemos asumir que la fórmula para ser feliz (y, esto es precisamente lo que persigue la moral) debe ser la misma para todos los seres humanos. Los derechos humanos no contemplan particularidades culturales, afortunadamente. Sería terrible que, como culto a la diversidad, prescindiéramos de la homogenización de los derechos humanos, y defendiéramos unos derechos para los árabes, otros para los chinos, y otros para los latinoamericanos.
¿Es deseable una diversidad política? Quizás convenga que el poder esté más descentralizado, y en este sentido, la valoración romántica de la fragmentación feudal pueda ser aceptable. Pero, es urgente apreciar que conviene una homogenización ideológica: todos los habitantes del planeta deberían buscar la democracia. El culto a la diversidad puede conducirnos a favorecer sistemas teocráticos, monárquicos, tribales o incluso totalitarios, todo con el fin de hacer frente a la homogenización democrática, y mantener la diversidad de sistemas políticos. Pero, las consecuencias de esta diversidad son mucho peores.
¿Es deseable una diversidad epistemológica? Bajo cualquier parámetro, la ciencia es superior a cualquier otra forma de intentar conocer el mundo. Y, en este sentido, me parece perfectamente legítimo el deseo de que la ciencia imponga una homogenización epistemológica, y aniquile las supersticiones del mundo. Entre un mundo homogenizado lleno de científicos con un mismo método, y un mundo diverso lleno de brujos, exorcistas, chamanes y astrólogos, la primera opción es claramente preferible.
¿Es deseable una diversidad lingüística? Los románticos siempre defendieron la lengua como la manifestación más emblemática de la particularidad cultural de cada pueblo, y los promotores de la diversidad defienden a ultranza la conservación de la diversidad lingüística. Yo no estoy convencido de que incluso la diversidad lingüística sea conveniente. La babelización del mundo impone barreras comunicacionales entre los hombres, y esa precaria comunicación impide nutrirse de las experiencias de otros pueblos, pues éstos sencillamente no cuentan con los medios lingüísticos para hacerlas inteligibles a los demás. No en vano, Leibniz, uno de los grandes de la Ilustración, promovió el artificio de una lengua universal que precisamente sirviera para romper las barreras lingüísticas impuestas por la diversidad.
Aparte de todo esto, podemos seguirnos preguntando si conviene la diversidad en tantas otras actividades humanas que, precisamente debido a su homogenización, han propiciado más bienestar a la humanidad. ¿Es más preferible un único sistema métrico, o múltiples sistemas de medición? ¿Es más preferible una Cruz Roja internacional, o múltiples micro-organizaciones de médicos que no estén suficientemente coordinados entre países? ¿Es preferible unas reglas internacionales del fútbol fijadas por la FIFA, o más bien reglas locales que varían en cada campeonato? ¿Es preferible unas regulaciones estándar en los aeropuertos, o más bien que cada gobierno imponga sus propios criterios de seguridad en los vuelos, de forma tal que en vuelos norteamericanos no se pueda viajar con una ametralladora, pero quizás en vuelos australianos sí esté permitido? ¿Conviene que todos los ciudadanos tengan el mismo trato ante la ley, o más bien, que cada quien recibe un trato distinto en función de su color de piel? ¿Conviene integrar a los miembros de la sociedad en un sistema homogéneo, o más bien mantener su diversidad mediante la segregación?
La fascinación romántica con la diversidad tiene su atractivo. Pero, al final, nos damos cuenta de que esta fascinación por la diversidad no puede llevarnos muy lejos. En aspectos como la gastronomía, la música, la arquitectura o el turismo, la diversidad es bienvenida. Pero, en aspectos mucho más cruciales, como la moral, las leyes o la ciencia, la diversidad es peligrosa. Si bien el universalismo de la Ilustración ha sido corrompido por la macdonalización del mundo, es imperativo no desembocar en el extremo romántico de promover la feudalización del mundo y la aceptación incondicional de la diversidad.
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