El gobierno maquilla estas acciones como supuestos convenios bilaterales en los que Venezuela se beneficia mucho. Y, así, enfáticamente niega que se regale petróleo a Cuba; antes bien, se intercambia petróleo por médicos. No es muy difícil detectar el enorme embuste que todo esto representa. Los cubanos necesitan petróleo muchísimo más de lo que nosotros necesitamos médicos. El petróleo venezolano ha servido para levantar la economía de Cuba; en cambio, los médicos cubanos han representado más bien un aumento en el gasto público para Venezuela (pues, el gobierno venezolano adquiere la obligación de mantenerlos), se les ha atribuido varias muertes por casos de mala praxis y, además, ha desplazado a médicos nacionales en las ofertas laborales.
El trasfondo de todo esto, por supuesto, no es una genuina solidaridad con Cuba (a pesar de que, todo parece indicar que Chávez sí siente una admiración genuina y personal por Fidel Castro y la revolución cubana) y los otros países parásitos. Los verdaderos motivos del supuesto altruismo petrolero son en realidad bastante egoístas: la chequera petrolera permite comprar apoyo internacional, y así, Chávez exitosamente ha proyectado su imagen por la región, la cual ha sido un eficaz instrumento para afincarse en el poder. Es preferible pavimentar las calles de Harlem que las calles de Cabimas, pues habrá más proyección en el distrito neoyorquino.
Pero, supongamos que estas motivaciones egoístas no estuvieran presentes, y que Chávez genuinamente quisiera ayudar a nuestros “hermanos” haitianos, bielorrusos, cubanos, bolivianos y nicaragüenses. ¿Aún así serían objetables los regalos petroleros? La mayoría de los opositores a Chávez opinarían que sí. Se alega que, está bien regalar comida, pero nunca si en casa hay hambre. Yo, en cambio, me inclino a pensar que, quizás, regalar petróleo a otros países no necesita ser moralmente objetable.
Hay en ética una discusión muy antigua, representada por dos posturas básicas: el comunitarismo y el cosmopolitanismo. La postura comunitarista sirve como sustento de las ideologías nacionalistas. El ultra-nacionalista francés Jean Marie Le Pen la resumió brutalmente: “Prefiero a mis hijas más que a mis sobrinas; mis sobrinas más que a mis primos; mis primos más que a mis vecinos; mis vecinos más que a mis compatriotas; mis compatriotas más que a los extranjeros. ¿Qué de malo tiene?”.
Bajo esta postura, tenemos obligaciones éticas con aquellos que están en nuestro entorno, a saber, aquellos que forman parte de nuestra comunidad. Si convivimos a diario con alguien, tenemos la obligación de auxiliarlos. Pero, no tenemos la obligación de socorrer a un niño hambriento en un país lejano, pues sencillamente, no forma parte de nuestra comunidad. La comunidad de ese niño debe ser la encargada de socorrerlo, no nuestra comunidad. Así, según esta postura, los cubanos deben resolver sus problemas, y nosotros los nuestros. Sacrificar el bienestar de los miembros de nuestra comunidad, para contribuir al bienestar de los miembros de otra comunidad, se alega, es inmoral. Por ello, los buenos gobiernos son aquellos que celosamente defiendan una forma de nacionalismo: el interés de los gobernantes debe ser primero proteger a los ciudadanos de la nación, y sólo después, a los ciudadanos de otras naciones. Por ello, en la medida en que Chávez regala petróleo venezolano a los no venezolanos, es un traidor a la patria (es por lo demás irónico que Chávez califique a sus opositores de apátridas, cuando en realidad sus regalos petroleros son la antítesis de una política genuinamente nacionalista).
Esta postura, filosóficamente defendida por Alsdair Macyntyre, se ampara en una visión fragmentada de la humanidad, afín al romanticismo del siglo XIX. Los románticos alemanes opinaban que la humanidad puede dividirse en distintas naciones culturales (las cuales deberían coincidir nítidamente con sus gobiernos), y que, debido a la particularidad de cada una de estas naciones, deben actuar de forma comunitaria, concentrando su atención en sus ciudadanos, y dejando que los ciudadanos de otras naciones sean atendidos por sus respectivos gobiernos, pues las diferencias entre naciones son lo suficientemente rígidas como para no permitir óptimamente un flujo entre unas y otras. Para los románticos, el ser humano tiene un arraigo a lo local y a su comunidad. Y, para no perder ese sentido de identidad, los gobiernos deben privilegiar a sus ciudadanos por encima de los extranjeros.
El romanticismo del siglo XIX fue en buena medida una reacción a la Ilustración del siglo XVIII. Los ilustrados recapitularon una antigua tradición originada en los cínicos y los estoicos. Mucho más que identificarse con esta o aquella nación, estos filósofos se identificaban con la humanidad entera. Así, frente a la pregunta, “¿de dónde eres?”, ofrecían la respuesta de Diógenes: “soy ciudadano del mundo”. Esta postura, conocida como ‘cosmopolitanismo’, postula que entre los seres humanos, pesan más las semejanzas que nos unen, que las diferencias que nos separan. Así, la humanidad entera tiene la capacidad de asumir básicamente las mismas instituciones, y que las supuestas particularidades culturales, tan enaltecidas por los románticos, en realidad son construcciones artificiales. En ese sentido, la identidad debe estar dirigida, no hacia los miembros de la comunidad, sino a la totalidad de la especie humana. El corolario ético de este universalismo es que tenemos obligaciones morales con todos los seres humanos. Y, a la hora de administrar nuestro socorro, no debemos tener en contemplación cuán cercanos los beneficiarios son a nosotros, pues todos los seres humanos están igualmente próximos a nosotros.
Naturalmente, la ética cosmopolita es antitética al nacionalismo. Bajo esta ética, si he elegir entre ayudar a un niño haitiano severamente desnutrido, o a un joven venezolano que necesita recursos para cursar estudios universitarios, debo favorecer la primera opción, pues la necesidad tiene más prioridad que el origen nacional, a la hora de prestar socorro. Del mismo modo en que Le Pen brutalmente recapitula su nacionalismo expresando su preferencia por los parientes antes que por los ciudadanos, el propio Jesús de Nazaret recapitula una postura cosmopolita: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: Estos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mateo 12: 46-50). Bajo esta posición, regalar petróleo a Cuba no es moralmente objetable, pues la solidaridad no tiene fronteras.
¿Cuál de estas dos posturas tiene mayor consistencia moral? En principio, la postura comunitarista y nacionalista, es afín al sentido común. Ayudamos a los demás con la expectativa de que los demás nos ayuden. Y, para eso, es necesario ser solidario con aquellos próximos a nosotros. Ayudar a alguien lejano no nos beneficiará. No tiene mucha justificación socorrer a los bielorrusos, pues éstos difícilmente nos van a servir de algo, si llega el momento en que nosotros necesitemos ayuda.
Además, Le Pen parece decir algo bastante intuitivo: todos tenemos la tendencia a favorecer a los nuestros primero, y a los foráneos después. De hecho, posiblemente incluso esto tenga una base genética: los psicólogos evolucionistas nos informan que, en la sabana africana, nuestros ancestros vivían en pequeñas bandas. Había más posibilidades de sobrevivir frente a depredadores y enemigos, si se privilegia primero a los miembros del grupo, por encima de foráneos. Este sentido de identidad comunitaria, en detrimento del cosmopolitanismo, fue seguramente clave para la supervivencia. Y, en aquellas circunstancias, los individuos cuyos genes los inclinaban más hacia las actitudes cosmopolitas, perecieron sin dejar descendencia. Además, al privilegiar a los miembros de nuestro propio grupo de parentesco, damos más oportunidad para que, aquellos que llevan nuestros genes, los reproduzcan. Quienes no favorecieron a los propios, no fueron exitosos en propagar sus genes. Por eso, probablemente tengamos una inclinación natural al tribalismo, sustento del comunitarismo y el nacionalismo.
Pero, a esto se debe presentar la recurrente objeción del filósofo G.E, Moore, frente a aquellos que alegan que, lo moral es idéntico a lo natural. El hecho de que algo ocurra en la naturaleza no implica que sea moralmente objetable. Seguramente tenemos genes que nos inclinen hacia la violación (los violadores tendrían más oportunidad de dejar descendencia), pero no por eso la violación es moral. Debemos evitar así la falacia naturalista: el hecho de que los sentimientos nacionalistas sean naturales, no implica que sean buenos. Además, si llevamos el argumento comunitarista un poco más lejos, entonces debemos justificar toda forma de nepotismo, pues siempre debemos favorecer a nuestros parientes por encima de los demás. Hasta donde sé, ningún filósofo moral se ha atrevido a hacer una defensa del nepotismo.
Aunado a eso, debemos tener en cuenta que las condiciones en las cuales hoy vivimos son muy distintas de las condiciones de la sabana africana. Las tecnologías y el comercio han permitido integrarnos en una aldea global. Y, en esa aldea, en la que todos estamos cada vez más interconectados, ya las comunidades no están lo suficientemente aisladas como para suponer que los ciudadanos de una nación deben ser atendidos sólo por sus gobiernos. Hoy, como en ninguna otra época de la historia de la humanidad, podemos afirmar que el hombre ha encontrado unidad con todos los habitantes del planeta. El alto nivel de interconexión permite suponer que, quizás en un futuro, los bielorrusos sí podrán ser recíprocos con nuestra solidaridad.
Con todo, así como la justificación de Le Pen conduce a un nepotismo brutal, el cosmopolitanismo de Jesús conduce a un abandono brutal de la prioridad en nuestras relaciones sociales. El nepotismo en la administración pública es reprochable, pero intuitivamente también es reprochable la atención indiscriminada que los padres ofrezcan a todos los niños, en vez de privilegiar en algunas cosas a sus hijos.
Frecuentemente advierto que buscar un término medio puede ser una estrategia errónea. Pero, en la oposición entre nacionalismo y cosmopolitanismo, propongo precisamente buscar un término medio. Si bien tenemos obligación moral con todos los miembros de la especie Homo sapiens, quizás podamos privilegiar ligeramente a aquellos que están más próximos a nosotros. En el caso del regalo del petróleo a otras naciones, no me parecería moralmente objetable destinar recursos a un niño desnutrido haitiano, por encima de una escuela venezolana que pide fondos para realizar una fiesta de graduación. Eso forjará un mundo más cosmopolita, en el cual, al final, todos nos sintamos parte de una misma aldea global, y las guerras, muchas veces alimentadas por el nacionalismo, cesen. El problema, no obstante, está en que la motivación de Chávez en su regalo petrolero no es tanto una moral cosmopolita, sino más bien una inmensa sed de poder. Por otra parte, es necesario evaluar si las motivaciones son relevantes a la hora de valorar moralmente las acciones, pero esto es asunto para otro escrito.
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