No conozco cómo vivieron aquella situación los guatemaltecos. Pero, sí conozco de cerca cómo la vivieron los venezolanos. Hubo alguna oposición interna a que Venezuela ocupara ese puesto. El razonamiento era sencillo: según el alegato de los venezolanos que se oponían a que su país integrase el Consejo de Seguridad, Venezuela tenía un gobierno autocrático, y ocupar un puesto en el Consejo de Seguridad de la ONU sería una especie de beneficio inmerecido. El gobierno, naturalmente, se defendió, señalando su supuesto carácter democrático.
Pero, ése no fue el único razonamiento del gobierno. De hecho, pesó mucho más como argumento que todos los venezolanos tienen el deber nacionalista de respaldar a Venezuela en las causas extranjeras, y quienes no lo hicieran, serían ‘apátridas’. En otras palabras, para los venezolanos no era suficiente buscar motivos ideológicos para respaldar la entrada de su país al Consejo de Seguridad. Antes bien, los ciudadanos deben defender a la nación en el concierto internacional, sea cual sea su ideología política. No se trata de una disputa entre un gobierno de izquierda y un gobierno de derecha, sino de una disputa entre una nación foránea y nuestra nación. Y, es perfectamente natural que cada persona defienda a su nación. Por ello, nos corresponde defender a nuestra nación, aun si no estamos de acuerdo con sus gobernantes.
Esta actitud fue emblemáticamente recapitulada por Stephen Decatur, un capitán norteamericano quien, en pleno fervor patriótico a inicios del siglo XIX, pronunció la infame frase: “mi país, para bien o para mal”. Desde entonces, ésta ha sido la frase que ha servido de fundamento al nacionalismo embrutecedor de la era moderna.
La nación ocupa hoy el lugar que, en siglos anteriores, ocupaba la religión. En épocas pasadas, cambiarse de religión era un gravísimo motivo de censura. Hoy, al menos en los países democráticos, se ha garantizado la suficiente tolerancia y libertad como para que una persona que haya nacido en el seno de una religión, se convierta a otra. En términos generales, en la contemporaneidad las personas tienen la suficiente autonomía como para tomar posturas al margen de las posturas religiosas dominantes en el colectivo.
Pero, ese privilegio no existe frente al nacionalismo. Éste exige suprema lealtad a los ciudadanos. Y, a diferencia de la religión en nuestra época, el ciudadano no cuenta con la suficiente autonomía como para escoger una u otra nacionalidad. Una persona puede seleccionar ser católica, y tiene la perfecta libertad de renunciar a su religión cuando sienta que los dogmas de esa religión son sencillamente inaceptables. Pero, una persona no ha seleccionado ser venezolana, y tampoco tiene la opción de renunciar a su nacionalidad cuando le parece que los alegatos de su gobierno, hechos en nombre de la nación, son inaceptables.
El nacionalismo suprime la libertad de conciencia. En virtud del lugar de nacimiento de las personas, el nacionalismo les exige que acepte un conjunto de creencias, sin contemplación por el fuero autónomo de la conciencia. El nacionalismo no permite que el ciudadano juzgue moralmente a la nación; antes bien, impone sobre el ciudadano la consigna: “mi país, para bien o para mal”. Cuestionar los mitos nacionalistas se convierte así en traición a la patria.
Con esto, la nación desplaza a cualquier otra marca de identidad en el mundo contemporáneo. Las discusiones ideológicas quedan relegadas a un segundo plano. No es tan relevante quién es comunista o capitalista, sino quién se parece culturalmente a nosotros, y quién no. Por ejemplo, durante la Guerra de las Malvinas, una sanguinaria dictadura militar tomó la decisión de invadir un territorio bajo la soberanía de una monarquía parlamentaria. Ambos sistemas de gobierno pueden ser reprochables, pero un mínimo de sensatez debería hacer concluir que es mucho más objetable la dictadura militar que la monarquía parlamentaria. No obstante, durante aquella guerra, se esperaba que todos los países latinoamericanos apoyasen la causa de la dictadura argentina.
El motivo no era tanto un asunto de justicia (muy poca gente conoce los detalles de la disputa territorial de las Malvinas, la cual es bastante compleja), sino de nacionalismo. Es natural que los latinoamericanos apoyen a los argentinos, en virtud de que comparten con nosotros más vínculos culturales. Puede ser que los argentinos estén gobernados por unos gorilas, y que estén equivocados en su reclamo territorial, pero, una vez más: mi país (o mi pueblo), para bien o para mal.
Desde la segunda mitad del siglo XX, los procesos de descolonización han intensificado aún más esta tendencia. En las sociedades democráticas de Occidente, se ha alimentado aquello que ha venido a llamarse la ‘política de la identidad’. En virtud de que el colonialismo apabulló a muchos pueblos nativos con una ideología racista que infundía graves complejos de inferioridad, ahora los descolonizadores pretenden remediar ese daño, exacerbando el orgullo étnico de los pueblos colonizados a toda costa.
Cuando empezó la Guerra Fría, se pensó que el nacionalismo cedería, y que lo relevante en la política sería la ideología. Pero, las brutales experiencias de Yugoslavia, Ruanda y otros casos trágicos, ha revelado que, en el acontecer político, la vinculación ideológica es apenas secundaria frente a la vinculación étnica. Los políticos triunfan, no tanto porque ellos representen las ideas políticas de las masas, sino porque representan su mismo grupo étnico. En el momento en que se desmembraba Yugoslavia, un croata comunista sentía que lo representa mejor un político croata capitalista, que un político serbio comunista. Puede ser que ese político croata fuera un corrupto, pero para el votante croata, el hecho de que compartieran la etnicidad pesaba por encima de todo lo demás.
Hoy, cada vez más nos balcanizamos en América Latina. La violencia de los Balcanes empezó por la exacerbación del nacionalismo. Los ciudadanos de la antigua Yugoslavia habían perdido la capacidad racional de tomar decisiones políticas. De ellos se apoderó la idea de que el destino había fijado la obligación de defender a un grupo de gente, independientemente de su composición ideológica. Los serbios, croatas, eslovenos y bosnios debían defender a sus países a toda costa, para bien o para mal. Todo lo demás es secundario.
La semilla de la balcanización ya está sembrada en los latinoamericanos. Debemos aceptar la grandeza de Bolívar, Martí o San Martín, sin importar si realmente estos personajes son merecedores de elogios o no. Debemos aupar a nuestros equipos de fútbol, sin importar si nos gusta más el estilo de juego de equipos de otras naciones del mundo. Debemos visitar los destinos turísticos de nuestros países primero, sin importar si disfrutamos mucho más yendo Disney World. Poco a poco, se va internalizando más la infame frase, “mi país, para bien o para mal”. Cuando ya la frase haya echado raíces firmes en la conciencia colectiva, no habrá nada para detener a un tirano que exija cometer atropellos en nombre de la patria, y que las masas sientan la obligación de seguirlo. Afortunadamente, aún estamos a tiempo de corregir.