El
sociólogo árabe del siglo XIV, Ibn Jaldún, hizo célebre una teoría de los
ciclos civilizacionales. Ibn Jaldún concedía mucha importancia (seguramente
excesiva) a la influencia del clima en la configuración de la sociedad, y
opinaba que el desierto hacía más fuertes y vigorosos a la gente. Así, los
beduinos están impregnados de un ethos guerrero
que no comparte el citadino. A partir de este vigor, el beduino es capaz de
vencer al citadino en una contienda militar. Así, resulta relativamente fácil y
común que le beduino se acerque a las ciudades, imponga su dominio, y dé inicio
a una era de esplendor cultural.
Pero,
una vez que el beduino ha llegado a la ciudad, empieza a achantarse. Pues, en
tanto ya no se enfrenta a las adversidades del desierto, la comodidad empieza a
debilitarlo. Ibn Jaldún hablaba tanto en términos psicológicos como
sociológicos. En términos psicológicos, el mismo individuo empieza a perder
vigor. En términos sociológicos, la sociedad se empieza a debilitar. Pues,
quizás no entre en decadencia en la misma generación del genuino recién llegado
a la ciudad, pero sí entra en un estado de decadencia a partir de la segunda y
la tercera generación.
Cuando
esta generación ya ha alcanzado un ciclo avanzado de decadencia, abre paso para
que una nueva ola de beduinos llegue a la ciudad, venza a los citadinos (cuyos
ancestros fueron también beduinos), y así se empiece nuevamente el ciclo.
Esta
hipótesis parte de alguna observación interesante, pero por supuesto, no tiene
gran rigor científico (aunque, ha de admitirse, tiene mucho más rigor que
muchas hipótesis formuladas por los sociólogos). Ibn Jaldún hablaba de la
sociedad árabe de su tiempo, y es difícil concebir que esta relación entre la
ciudad y el desierto se mantenga hoy. Con todo, Ibn Jaldún hizo el muy oportuno
señalamiento de que, en el transcurrir intergeneracional, hay ciclos. Y que, en
escenarios de conflicto, aquel rebelde que empieza oponiéndose a un sistema,
muchas veces termina ajustándose a él, con lo cual abre el paso para que surjan
nuevos rebeldes.
Esto,
me parece, es notoriamente evidente en la contracultura. Joseph Hearth y Andrew
Potter han escrito un graciosísimo (pero muy académico) libro, Rebelarse vende, en el cual analizan
cómo operan estos ciclos. El rebelde contracultural no se opone meramente a las
características opresivas del capitalismo, sean las excesivas horas de trabajo
o la injusta distribución del ingreso. El rebelde se opone al sistema en sí. En
este sentido, el hippie está más cerca del personaje de James Dean que de los
líderes sindicales: es un rebelde sin causa. El rebelde contracultural busca
estar en la minoría y enfrentar la mayoría, independientemente de cuál sea. Es
la actitud de “yo contra el mundo”, pero sin tener en cuenta cómo es el mundo,
y sin evaluar si realmente vale la pena enfrentarse a él. El rebelde
contracultural parece tomarse muy en serio la frase final de A puerta cerrada, “el infierno son los
otros”. Como un héroe byroniano (y, sin duda, Lord Byron fue uno de los
primeros rebeldes contraculturales), disfruta su soledad y su ostracismo.
Pero,
por supuesto, para hacer algo de ruido, el rebelde contracultural debe
asociarse con otros como él. Y, debe valerse de algún medio para alzar su voz
de protesta. La ironía está en que, en el momento en que busca esa asociación y
consigue los medios para difundir su mensaje, deja de ser el héroe solitario
que pretendió ser en un inicio. La imagen del hippie empieza siendo contracultural. Pero, tanto persuade el
hippie con su osada contracultura, que al final, se vuelve cool y parte del mainstream.
El hippie, como el beduino en la
teoría de Ibn Jaldún, tiene vigor, y logra impactar a la sociedad a la cual se
enfrenta. Pero, una vez que empieza a cosechar éxitos, es atrapado por el
sistema que vende la propia imagen del hippie.
Surge, entonces, una nueva estirpe de rebeldes contraculturales que luchan
contra la conformidad de quienes traicionaron la causa, y así, se da inicio a
un nuevo ciclo.
Hearth
y Potter destacan, por ejemplo, el patético caso de Kurt Cobain. Su música
‘alternativa’ pretendió ser un arrebato contracultural contra los hippies de la anterior generación que,
en su opinión, se habían vendido al sistema al convertirse en ‘yuppies’. Cobain empezó a proyectar la
imagen del nuevo rebelde que rehúsa a participar del conformismo en la sociedad
de masas. Pero, naturalmente, su imagen de rebeldía fue un rotundo éxito
comercial, y así, empezó a vender discos masivamente. Cobain se resintió por
ello, y deliberadamente empezó a producir música para que poca gente comprara sus discos, pero al final, no tuvo éxito en ese
curioso objetivo (sus discos más radicales tenían ventas aún mayores). Es
difícil saber si esta frustración lo condujo al suicidio, pero Hearth y Potter
no lo descartan.
Algunos
intelectuales de izquierda, como Hebert Marcuse, alcanzaron a ver este curioso
fenómeno. Y, como escapatoria, inventaron una curiosa teoría de la
conspiración: el capitalismo se apropia de los símbolos de la contracultura, a
fin de drogar a las masas. En cuanto supo que el Che Guevara podía representar
una amenaza al sistema, se apropió de su imagen y la comercializó, para
asegurarse de que las masas no asimilaran el verdadero mensaje de Guevara.
Yo
no me adscribo a esa teoría de la conspiración. No es el capitalismo, sino la
misma naturaleza desorientada y contradictoria de la rebeldía contracultural y
antisistema, la que propicia que la imagen del Che sea ahora un producto de
consumo masivo. El rebelde contracultural, al no tener un objetivo claro y
oponerse al sistema intrínsecamente, siempre estará en una encrucijada. Pues,
en la medida en que su voz se convierta en un canto de sirena, seducirá a los
demás y generará seguidores. Pero, precisamente, en la medida en que atraiga
seguidores, ya habrá conformado su propio sistema, y dejará de ser el héroe
romántico solitario, a partir de lo cual construyó su imagen en un inicio.
El
rebelde sensato se plantea objetivos, y una vez que los consigue, cesa en su
rebeldía. Pero, el promotor de la contracultura y los movimientos anti-sistemas
nunca conseguirá sus objetivos, precisamente porque su arrebato rebelde es
intrínseco, y nunca estará satisfecho, pase lo que pase. El rebelde sin causa
está destinado a ser rebelde eternamente. Y, aun si la revolución alcanzare los
ideales utópicos que se plantea, surgirá un nuevo rebelde contracultural que,
inspirado en gente como el Che Guevara, seguirá tirando piedras. Después de mi
visita a Cuba hace unos años, y haber presenciado el enorme culto a la rebeldía
que hay en ese país, me quedó la duda: ¿no teme la gerontocracia cubana que, en
su incentivo a la rebeldía, los jóvenes se vuelvan contra el propio régimen?
Recientemente,
el líder comunista español Salvador López Arnal me reprochaba de ser ‘conservador’
(e incluso, insólitamente llegó a atribuirme simpatías al Opus Dei y a
Pinochet), por el hecho de que no comparto el entusiasmo por el pelo largo y
otros símbolos contraculturales. López Arnal no alcanza a ver que hay rebeldes
justos e injustos. Luchar por mejoras salariales o el cese de la guerras
imperiales, es una rebeldía loable. Oponerse a un sistema, por el mero hecho de
tratarse de un sistema, es una actitud pueril condenada al fracaso, en virtud
de su propia naturaleza. Si el sentir desdén por la imagen del Che Guevara y el
símbolo de la paz es una muestra de conservadurismo, pues entonces, gozosamente
aceptaré la etiqueta de ‘conservador’.