D’SOUZA, Dinesh. The End of Racism. Free Press. 1996, 756 pp.
Dinesh D’Souza se ha dedicado en los últimos años a defender proyectos de poca talla intelectual. Recientemente, por ejemplo, ha escrito un libro, a medio camino entre la psicología y el análisis político, para especular sobre las intenciones ocultas de Barack Obama: desangrar la riqueza de EE.UU., y repartirla entre los países del Tercer Mundo, todo ello, supuestamente, bajo la inspiración intelectual del padre de Barack Obama. Por supuesto, hay muy poco rigor en estos alegatos.
Igualmente, D’Souza
se ha dedicado a defender a capa y espada los contenidos doctrinales de la
religión cristiana frente a la nueva ola de ateos, e incluso, se ha convertido
en un evangélico renacido (a saber, alega haber tenido un renacimiento
espiritual profundo). En muchos de estos debates frente a ateos, D’Souza ha
salido mal parado. Además, D’Souza ha asumido la típica posición conservadora
norteamericana en temas como la homosexualidad, las investigaciones con células
madres, etc., y de nuevo, sus argumentos son propios de un dinosaurio.
Pero, antes de su
vuelco al cristianismo conservador norteamericano, a mediados de la década de
los noventa, D’Souza estaba mucho más dispuesto a aplaudir el legado de la
Ilustración, el racionalismo, e incluso el materialismo y el ateísmo. Y, si
bien en muchos aspectos D’Souza se parece a los trogloditas conservadores, hay
siempre en su obra el tono académico, erudito y racionalista que caracterizó a
la Ilustración.
A mediados de la
década de los noventa, D’Souza hizo gran despliegue de sus habilidades
argumentativas, para someter a crítica las asunciones tradicionales de la
izquierda norteamericana en torno al problema del racismo. Así pues, el título
de esta obra, The End of Racism (‘El
final del racismo’) es provocador, pero precisamente, invita a la reflexión.
Contrario a lo que
sugiere el título, D’Souza no opina que en EE.UU. el racismo haya llegado a su
fin. Pero, sí opina que ha menguado significativamente, y que en función de
eso, los líderes de las comunidades que antaño sufrieron racismo (especialmente
los negros), deben cambiar su estrategia, pues de lo contrario, perjudicarán
significativamente a quienes supuestamente buscan proteger.
D’Souza empieza por hacer cierto revisionismo
de la historia del racismo y la esclavitud en el mundo y EE.UU. Recuerda, en
primer lugar, que los griegos y romanos no eran racistas (en continuidad con la
muy documentada tesis del eminente historiador Frank Snowden), y que si bien
practicaron la esclavitud, no le otorgaron un carácter racial. La imagen del
amo blanco y el esclavo negro fue la excepción, y no la regla, en la historia
de la esclavitud.
De hecho, cuando
empezó la trata transcontinental de esclavos, en buena medida fueron los mismos
reyes africanos quienes vendieron esclavos a los mercaderes árabes y los
compradores europeos. D’Souza destaca el hecho, desconocido por muchos, de que
virtualmente todos los pueblos del mundo han practicado la esclavitud
(incluidos los mismos africanos), pero sólo algunos países occidentales
(fundamentalmente Francia e Inglaterra) se propusieron poner fin a esta
lamentable práctica.
En los mismos
EE.UU., advierte D’Souza, hubo amos negros. Pero, por supuesto, esto fue la
excepción. Frecuentemente se acusa a los fundadores de EE.UU. de ser
hipócritas, pues escribieron una constitución que contemplaba la igualdad de
los seres humanos, pero no concedía libertad a los esclavos. Pero, D’Souza
destaca que, precisamente por querer aferrarse a la igualdad de los seres
humanos, los pensadores de la ilustración, y los fundadores de EE.UU. en
particular, desembocaron en el racismo. Al contemplar la igualdad de los seres
humanos, en vez de liberar a los esclavos, terminaron por razonar que los
esclavos no eran propiamente seres humanos.
Así, opina D’Souza,
el racismo fue una consecuencia de la esclavitud, y no viceversa. Su
entendimiento es fundamentalmente marxista, y D’Souza así lo reconoce: la
ideología del racismo surgió como un aparato ideológico para proteger las
relaciones de explotación esclavistas. Y, en poco tiempo, el racismo como
ideología se fue consolidando, incluso con un barniz científico: a lo largo del
siglo XIX aparecieron teorías que buscaban establecer una jerarquía entre los
seres humanos a partir de sus atributos biológicos.
A inicios del siglo
XX, el antropólogo Franz Boas hizo un ataque demoledor a las teorías raciales.
Samuel Morton, por ejemplo, había concluido que, en promedio, los cráneos de
personas blancas son más grandes que los de personas de otros grupos raciales,
pero Boas aptamente documentó que incluso el tamaño del cráneo varía en función
de la alimentación. La obra de Boas abrió la puerta para criticar la
jerarquización racial de los seres humanos. En este sentido, la obra de Boas es
sumamente estimable.
Pero, advierte
D’Souza, Boas no sólo pretendió demoler la jerarquización racial entre los
seres humanos, también pretendió demoler la jerarquización cultural entre los seres humanos. Y, así, no sólo luchó contra el
racismo, sino que terminó por defender el relativismo cultural: así como no hay
razas superiores, tampoco hay culturas superiores. Y, ahí, opina D’Souza,
empezaron los problemas. Pues D’Souza considera que, si bien no hay razas
superiores a otras, sí hay culturas superiores a otras. Y, es perfectamente
viable encontrar patrones universales de medida, para concluir que una cultura
es más avanzada que otra.
Desde entonces,
lamenta D’Souza, el relativismo cultural ha crecido desenfrenadamente, y es la
ideología predominante en las universidades latinoamericanas. Así, se ha
terminado por defender que, no sólo el color blanco de piel no es superior al
color negro (una postura perfectamente aceptable), sino que la cultura
occidental no es superior a la cultura africana (una postura muy cuestionable).
Al final, el relativismo cultural ha sentado las bases para sostener que debe
aceptarse la cultura, sin importar cuán disfuncional sea. Y, a partir de esto,
D’Souza empieza a considerar los problemas de la población negra de EE.UU. Pues,
la cultura negra de EE.UU. tiene plenitud de elementos disfuncionales y
objetables, pero en vez de someterlos a crítica y promover su reforma, los
líderes de esas comunidades se amparan en el relativismo cultural, para
postular que su cultura es tan defendible como otras.
A inicios del siglo
XX, destaca D’Souza, hubo un debate entre dos intelectuales negros
norteamericanos: Booker T. Washington y W.E.B. Du Bois. El primero opinaba que
la población negra de EE.UU. debía plantearse seriamente la asimilación al
resto de los EE.UU., y así conseguir promover su posición social, especialmente
mediante la educación. Washington es hoy criticado por su actitud complaciente
frente al racismo, pues con aire de subordinación, exhortó a los negros
norteamericanos a aceptar su inferioridad social. Du Bois, en cambio, opinaba
que era mucho más urgente la lucha en contra de la discriminación, pues la
asimilación era fútil si los negros seguían siendo ciudadanos de segunda.
D’Souza opina que,
en el contexto de este debate, la posición de Du Bois era mucho más sensata. De
hecho, en parte la posición de Du Bois estimuló la lucha por los derechos
civiles en los años sesenta, mientras que los segregacionistas blancos muchas veces
se valieron de las opiniones de Washington para legitimar las leyes de Jim Crow
(leyes segregacionistas). Pero, advierte D’Souza, hoy la situación ya ha
cambiado. Ahora que los negros no sufren la misma discriminación de antaño, les
resulta urgente replantearse la estrategia, y tomar el camino que proponía
Booker T. Washington, no propiamente en aceptación de la inferioridad, pero en
la promoción de la educación y la asimilación al resto de la sociedad.
La lucha por los derechos civiles en la década
de los sesenta fue una empresa sumamente loable, y D’Souza así lo reconoce. Martin
Luther King se echó sobre sus hombros la lucha por poner fin al brutal régimen
segregacionista que, agrego yo, resultaba muy similar al apartheid sudafricano. Pero, D’Souza opina que hoy el liderazgo
negro de EE.UU ha traicionado la lucha de Martin Luther King. Pues, en vez de
promover la asimilación y la lucha por la igualdad de oportunidades, el
liderazgo negro actual más bien promueve el separatismo y la exigencia de trato
especial privilegiado a la población negra de EE.UU.
Hoy, por supuesto,
continúa la discriminación en contra de los negros. Pero, muy
controvertidamente, D’Souza insiste en que buena parte de esta discriminación
es racional, y que de ella son más
responsables los negros que los propios blancos. Por ejemplo, D’Souza invita a
pensar en un joven negro en una ciudad norteamericana que, en plena noche, no
logra que ningún taxi lo recoja. Obviamente, el joven negro se siente frustrado,
y con justa razón. Pero, ¿de quién es la culpa? D’Souza considera que el
taxista tiene buenos motivos para no recoger
a ese joven, pues lamentablemente, tiene las estadísticas en su contra. Es
mucho más probable que un joven negro sea delincuente, que un joven blanco. El
joven negro no debería reprochar al taxista por no detenerse (después de todo,
el taxista sólo quiere resguardar su vida); debería reprochar mucho más a los
miembros de su grupo étnico, cuyas acciones destructivas propician que otros
grupos étnicos (y no exclusivamente blancos, pues como bien recuerda D’Souza, muchos
de los taxistas que no recogen a negros son negros ellos mismos) discriminen
racionalmente en contra de los negros. Esta misma discriminación racional también
aplica a otros fenómenos raciales conocidos en EEUU: la falta de ofertas en los
créditos, la devaluación del valor de vecindarios si se mudan personas negras,
etc.
El problema,
insiste D’Souza, es que la población negra de EE.UU. es seriamente
disfuncional. Y esa disfuncionalidad no se debe sólo al racismo. Pues, la
población de inmigrantes africanos (así como otros inmigrantes), por ejemplo,
es honesta, trabajadora y pujante. El problema, más bien, radica en la población
negra descendiente de esclavos, cuyo liderazgo ha sido complaciente con su
disfuncionalidad, bajo la idea de que todos los problemas internos de la
comunidad negra son atribuibles al racismo, y que no hay nada que criticar a
los propios negros.
Ante el fracaso de
la población negra norteamericana en muchas esferas de la vida social, D’Souza
se plantea tres explicaciones. La explicación ofrecida por los líderes negros
es que la alta criminalidad, el bajo puntaje escolar, el estancamiento socio-económico,
etc., se debe al pasado de esclavitud, discriminación y racismo. D’Souza
reconoce que (contrario al título del libro), algo de racismo queda en la
sociedad norteamericana, pero su influencia no es lo suficientemente grande
como para explicar el fracaso actual de la población negra.
Algunas personas
han tratado de explicar el fracaso general de los negros apelando a
explicaciones biológicas. Desde el siglo XIX, se ha planteado la inferioridad
racial de los negros en términos muy crudos. En el siglo XX, han surgido algunas
explicaciones más refinadas, señalando que, por varias razones evolutivas, los
negros tienen menor capacidad intelectual. Comprensiblemente, estas
explicaciones han sido intensamente reprochadas. D’Souza advierte que muchos de
los reproches a estas explicaciones son más ideológicos que científicos. Pero,
con todo, D’Souza reconoce que las hipótesis sobre la relación entre razas e
inteligencia no tienen mucho sustento.
Ante la
insuficiencia de esas dos explicaciones, D’Souza prefiere apelar más bien a la
falta de autocrítica entre los propios negros. El fracaso de los negros en
EE.UU. no es tanto debido al racismo, ni tampoco a su supuesta inferioridad
racial. Se debe al hecho de que, bajo la consigna del relativismo cultural, se
ha asumido que todas las culturas tienen el mismo valor, y que por ende,
ninguna cultura es criticable. Y en esto, opina D’Souza, los líderes negros
actuales tienen una gran dosis de responsabilidad.
Pues, en vez de
dirigir su liderazgo a la reforma interna de la comunidad negra, justifican las
acciones destructivas de los negros como una suerte de protesta legítima en
contra del sistema. Por ejemplo, D’Souza analiza la reacción en torno al rap. La
mayoría de los artistas de rap tienen líricas sumamente destructivas, glorifican
el crimen, y son misóginas y homofóbicas. Pero, en vez de reprochar a los
artistas de rap, la mayoría de los líderes políticos negros aplauden este género
como una forma genial de protesta. Igualmente, los líderes negros reprochan a
todo aquel negro que trate de asimilarse a la cultura blanca, al punto de que
aquel negro que adopte los hábitos académicos de la elite, hable con gramática inglesa
correcta, y disfrute la estética occidental, será reprochado de ser un traidor,
un ‘óreo’ (negro por fuera, blanco por dentro).
A D’Souza le
preocupa especialmente el modo en que este torcido liderazgo negro está
haciendo estragos en la academia norteamericana. En nombre del
multiculturalismo, amparado en el relativismo cultural, muchos líderes negros
exigen que se enseñen teorías disparatadas en los salones de clase. En EE.UU.
hay reproches severos si los creacionistas enseñan sus disparates en las
universidades, pero nadie parece protestar, por ejemplo, frente al avance de
los afrocentristas en las universidades. Éstos enseñan que los griegos robaron
la filosofía a los africanos, que los negros son biológicamente superiores a
los blancos, y en algunas vertientes más extremas, que los negros son
creaciones de un dios bueno, mientras que los blancos son creaciones de un
demonio.
Quizás D’Souza
exagere un poco su alegato sobre el ‘fin del racismo’. Hay aún muchos rincones
de EE.UU. en los cuales el racismo sigue latente. Pero, en su nado contra la
corriente, D’Souza ha hecho una gran labor. Pues, allí donde la mayoría de los
sociólogos no se atreverían a señalar los defectos del liderazgo negro, D’Souza
los expone con claridad. Y, D’Souza muy elocuentemente descubre la raíz del
problema: el relativismo cultural. A inicios del siglo XX, la antropología
prestó el gran servicio al demostrar la igualdad biológica entre los seres
humanos. Pero, lamentablemente, también proclamó la igualdad cultural entre los seres humanos. Y,
mediante esta proclama, impidió emitir juicios de valor frente a una cultura
disfuncional. Gracias al hecho de que asumimos que no hay mayores diferencias biológicas
entre los humanos, se ha puesto fin a la segregación de iure. No obstante, es necesario ahora admitir que unas culturas rinden
mejor que otras, y a partir de esto, criticar aquellas que no funcionan bien,
para así promover reformas. Si el liderazgo negro de los EE.UU. desea continuar
la labor de Martin Luther King, debe empezar por elaborar una autocrítica.
Un tema espinoso y muy bien tratado. Yo he tomado clase con Dussel y me acorde él al leer esto... eventualmente no me agrado y dejé de entrar a su clase.
ResponderEliminarGracias por tu comentario. Supongo que vives en México. No tengo simpatía por Dussel. Acá lo critico explícitamente: http://opinionesdegabriel.blogspot.com/2011/12/critica-enrique-dussel.html
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