Almorzaba
recientemente en casa de mis padres, y una amiga de la familia me decía que
admiraba a Ecuador por estar más ‘avanzados’ que nosotros (Venezuela) en
materia de derechos indígenas. Ciertamente, Ecuador ha radicalizado sus políticas
indigenistas. Se ha acelerado el proceso de repartición de tierras, y los
grupos indígenas gozan de mayor autonomía jurídica, al punto de que, en varias
esferas de la vida política de ese país, reciben trato preferencial.
Pero, yo no
considero eso un avance. Más bien lo considero un retroceso. El progreso de una
sociedad está en avanzar hacia un sistema de igualdad de oportunidades, donde
la ley no contemple excepciones o privilegios en función del origen étnico de sus
ciudadanos. Durante la primera mitad del siglo XX en el sur de EE.UU., por
ejemplo, las infames leyes de Jim Crow concedían mayores beneficios de iure a la población blanca, por
encima de la población negra. Hizo falta una radical reforma igualitarista para
poner fin a este brutal sistema de discriminación.
Buena parte de las
políticas indigenistas pretenden articular una forma de discriminación. Los
indigenistas, por supuesto, disimulan esto llamándolo ‘discriminación positiva’.
Su justificación consiste en señalar que, puesto que los indígenas han sido
grupos oprimidos en el pasado y siguen siendo vulnerables, son acreedores de protecciones
especiales. Esta justificación no es descabellada: ¿quién se atreve a negar el
brutal genocidio a partir del siglo XVI, y la posterior marginación de los indígenas?
Por ello, no me opongo a la restitución de tierras y un moderado sistema de
ayuda económica para ayudar a estos grupos vulnerables.
Pero, sí me opongo
a la protección cultural de los indígenas,
si esto implica excepciones al cumplimiento de las leyes. Los indígenas no sólo
pretenden mejorar su condición económica; también pretenden salvaguardar sus
tradiciones, varias de las cuales, resultan incompatibles con la vida moderna
occidental. Pero, los gobiernos indigenistas están dispuestos a ofrecer
privilegios, de forma tal que todos los ciudadanos tienen que cumplir algunas
leyes, excepto los indígenas. Lo destacable acá es que estas excepciones a la
ley no se proclaman como medio para mejorar la condición socioeconómica de los
indígenas o aliviar su marginación, sino bajo la excusa de preservar sus
costumbres y honrar sus llamados ‘derechos grupales culturales’.
Esta discusión no sólo
se da en países latinoamericanos. Los países del Primer Mundo cada vez son más
culturalmente heterogéneos a partir de las olas de inmigración, y muchos
inmigrantes traen costumbres culturales que, en ocasiones, son irreconciliables
con las leyes de la nación. Los promotores del multiculturalismo apelan a los ‘derechos
grupales’, y alegan que, para verdaderamente vivir en una democracia, el Estado
debe flexibilizar su aparato jurídico, y hacer excepciones con algunos grupos
culturales minoritarios. El filósofo Will Kymlicka es uno de los más destacados
defensores de esta postura.
Me parece que la
posición de Kymlicka es una distorsión de lo que realmente significa la
democracia. Bajo un sistema democrático, la igualdad ante la ley es un
principio fundamental. Una de las grandes luchas de las revoluciones modernas
fue precisamente acabar con los privilegios de nacimiento. En una sociedad verdaderamente
democrática, la ley es para todos.
Los grupos
vulnerables, por supuesto, requieren una especial protección. Es razonable que
los discapacitados estén exentos de cumplir algunas leyes. Pero, el estar
discapacitado no es una elección; la identidad étnica sí lo es. Así, al elegir
vivir en sociedad, hay un mínimo de leyes que cumplir. Si las costumbres de un
pueblo no le permiten acatar las leyes del Estado, entonces ese pueblo debe
renunciar a los beneficios que el Estado le ofrece. Si los indígenas quieren
que el Estado les ofrezca educación, atención médica, tierras y herramientas
para la siembra, etc., entonces como contraprestación deben acatar las leyes
que el Estado ha impuesto para todos.
En contraposición a
Kymlicka, el filósofo Brian Barry, por ejemplo, se opone a que los sijs (un
grupo religioso cuyos hombres llevan turbantes grandes) estén exentos de
conducir motocicletas sin casco en Inglaterra. La ley del casco es para todos. Si
el sij realmente desea conservar su turbante, entonces debe renunciar a ir en
motocicleta. Pero, supongamos, una persona macrocefálica, no tendrá disponible
ningún casco (ninguno le cabrá). ¿Debe prohibírsele andar en motocicleta? Quizás
por razones de seguridad, sí debe prohibirse. Pero, con todo, hay una
diferencia la persona macrocefácila y el sij: la primera no tuvo elección, la
segunda sí. Y, así como la primera no puede ajustarse, el segundo sí puede
hacerlo.
Recientemente he visto
en Maracaibo situaciones similares. Debido a la brutal epidemia de crímenes que
estamos viviendo, los bancos ahora prohíben que sus clientes entren con gorras.
En el pasado, los atracadores las han usado, para esconder parte de su rostro. He
visto personalmente cómo los guardias de seguridad exigen a las personas con
gorras, que se las quiten. Pero, las monjas católicas entran, y nadie les exige
que se quiten el hábito de la cabeza.
En Francia ha sido
notoria la disputa sobre el velo de las muchachas musulmanas en los colegios. El
Estado les prohíbe llevar el velo, a fin de respetar la secularidad del espacio
público. Si bien soy celoso defensor del secularismo, esa medida me parece torpe,
pues en realidad, el velo no es un símbolo público impuesto a los no musulmanes;
sencillamente forma parte de la vestimenta privada de las muchachas musulmanas.
No creo que el secularismo de una institución se vea amenazado porque sus
miembros lleven un velo. Si yo fuera francés, no me opondría al velo musulmán
en los colegios, siempre y cuando también se permitan crucifijos y símbolos
religiosos de otras tradiciones.
Pero, el caso de
las monjas en los bancos es muy distinto. Pues, lo mismo que con muchos grupos
indígenas, se contemplan excepciones al cumplimiento de la ley, a partir del
privilegio cultural. Es importante destacar acá que, quienes articulan esta política,
no invocan la marginación histórica y vulnerabilidad socio-económica de las
monjas como justificación. Antes bien, promueven la excepción a partir de la
premisa de que, en función de su vida cultural, este grupo tiene derecho a
violar la ley.
Regresamos así a los
tiempos coloniales. El clero, por el mero hecho de ser clero, tiene derechos
que el resto de los mortales no tiene. Pero, irónicamente, esta discriminación
se pretende hacer bajo el disfraz de ideales de una supuesta izquierda
progresista. El privilegio del clero ya no se invoca a partir de la ideología
reaccionaria que enaltece el trono y el altar, sino en nombre de la diversidad
y el respeto a las minorías. Y, bajo esta ideología, no sólo el clero, sino
también los indígenas, o cualquier otro grupo con rasgos culturales especiales,
adquieren privilegios negados al resto de la población.
Esta izquierda es
una farsa. En vez de preocuparse por las condiciones de miseria y explotación
en el mundo (como tradicionalmente hizo la izquierda marxista), se obsesiona
con la diversidad y las identidades. En su preocupación por respetar a toda
costa las particularidades, impone nuevas condiciones de desigualdad. La
verdadera izquierda progresista exigiría a la monja que en el banco, remueva el
hábito de su cabeza, como lo hace el resto de los mortales. La verdadera
izquierda progresista no cedería ante el chantaje de los ‘derechos grupales’. Son
los individuos, y no los grupos, los depositarios de derechos. Pues, precisamente
a partir de estos derechos individuales, se articula la genuina igualdad. Conceder
derechos grupales implica que unos tienen privilegios que otros no tienen, y así,
se establece una nueva forma de desigualdad, ya no medida a partir del poder o
el dinero, sino a partir de la exención de las leyes. Es hora de detener esto; lex omnibus.
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