El decálogo, tal
como ha sido recogido por la doctrina católica (vale advertir que hay varias
versiones en la Biblia) tiene apenas
seis mandamientos que son verdaderamente morales. Los otros son detalles
rituales o exigencias religiosas (santificar las fiestas, amar a Dios, no
desear impuramente, no usar el nombre de Dios en vano) que, en realidad, no
competen a la ética. Con todo, los seis mandamientos que sí son éticos (no
robar, no matar, no mentir, honrar a los padres, no codiciar bienes ajenos, no
cometer actos impuros) son una guía elemental para vivir satisfactoriamente y
alcanzar la felicidad.
Como se sabe, el
mandamiento de “no matar” es frecuentemente matizado por plenitud de
religiones. Casi todas las religiones permiten matar en defensa propia, o en
situaciones de combate. Otros grupos, más laxos en su interpretación, matan a
inocentes bajo la excusa de que Dios ordena esas acciones, y que al final, Él
se apiadará de las víctimas inocentes.
Pero, incluso en
estos actos, los terroristas religiosos buscan alguna forma de justificación. En
oposición a los comentarios de varios analistas, yo no opino que Osama Bin
Laden fuera un nihilista o un psicópata (o, al menos, no en el sentido
tradicional del término). Contrario a los que han matado por puro placer, Bin
Laden tenía un propósito: establecer un califato mundial. Sospecho incluso que
Bin Laden se lamentaba de la muerte de tantos inocentes, pero asumía que era un
mal necesario para restablecer las glorias pasadas del Islam.
Ha habido otras religiones mucho más laxas en
su prohibición de matar. La religión azteca, por ejemplo, exigía el sacrificio
ritual de cientos de personas diariamente. Pero, aun en religiones como ésta,
los asesinatos tienen algún propósito cósmico. En el caso de los aztecas, los
sacrificios humanos buscaban propiciar la salida del sol todas las mañanas.
Pareciera,
entonces, que ninguna religión promueve el asesinato como simple manifestación
de la anomia. Todos estos asesinatos motivados por la religión tienen alguna
intención. Ciertamente nos puede parecer moralmente reprochable estrellar
aviones contra edificios o sacar el corazón del pecho a los prisioneros de
guerra (como hacían los aztecas), pero al menos un atenuante (aunque bajo ningún
concepto una justificación) es que estas prácticas no son meros crímenes, como
sí lo es asesinar a inocentes durante el robo de un banco. La religión puede
inducir a las personas a matar, pero en tanto lo sagrado suele estar asociado
al orden social (así precisamente Durkheim a la religión), la religión no
promueve el crimen y la anomia propiamente. Ninguna religión, por ejemplo,
ofrece aval moral al robo. Y, en este sentido, la religión parece ser garante
de un mínimo de moralidad. La religión puede formar a fanáticos, pero no a delincuentes
comunes. El asesinato amparado por la religión tiene un propósito cósmico de
mayor envergadura, no meramente el robo, la extorsión y el engaño.
Pero, si hacemos un
esfuerzo, a lo largo de la diversidad cultural humana encontraremos expresiones
religiosas en las cuales se ofrece aval incluso a la actividad delincuencial
común, el robo y el asesinato. Por ejemplo, en el siglo XIX, los británicos se
enfrentaron a la secta de los thugs en la India. Esta secta, con numerosos
miembros, se había consagrado a Kali, la diosa negra de la muerte y el poder. Los
thugs tenían una técnica muy curiosa:
se unían a caravanas de viajeros, se ganaban su confianza (esto podría tardar
varios días), y en el momento indicado, los estrangulaban. Como se sabe, en la
India la vida está impregnada de misticismo en casi todas las esferas, de forma
tal que incluso estos asesinatos se realizaban con algunas contemplaciones
rituales. Los thugs no derramaban sangre en sus asesinatos, y usaban un pañuelo
purificado ritualmente para estrangular a sus víctimas.
El motivo de estos
asesinatos era fundamentalmente criminal: los thugs robaban a sus víctimas. No
había mayor propósito cósmico, a diferencia de otros asesinatos. Los thugs no eran
terroristas religiosos; eran básicamente delincuentes comunes. Pero, aun en sus
actividades criminales, los thugs creían estar cumpliendo su dharma, su deber cósmico. Los thugs
crearon así una religión que, a diferencia de casi todas las demás, amparaba el
robo y el asesinato común.
En fechas
recientes, en medio del caos criminal que vive México, también ha aparecido en ese
país un culto a la Santa Muerte. A pesar de que tiene devotos de todo tipo, un
considerable sector está compuesto por criminales, quienes se sienten amparados
en sus actividades antisociales por esta figura religiosa. Asimismo, hay en el
culto a María Lionza (en Venezuela), una corte ‘malandra’ (delincuente) a quien
se les rinde honores y se les pide favores, y en Caracas está creciendo el culto
a Ismael, el santo malandro. Todo esto ha sido poéticamente descrito por el
cantautor Luis Enrique en una de sus canciones: “el que lleva dinero le pide al
Señor que lo cuide; el que roba le pide al Señor que le deje robar”.
Muchos pastores y
sacerdotes acuden a las cárceles tratando de convencer a los antisociales de que
Dios les exige llevar una vida virtuosa. Pero, una religión que no permite el
robo y el asesinato común, no es atractiva a los criminales. Como respuesta, los
criminales inventan una religión que sea atractiva a los delincuentes.
La religión es uno
de las causas más comunes para que aparezca aquello que los psicólogos llaman ‘disonancia
cognitiva’: la incomodidad por la incoherencia entre distintas convicciones. La
religión tradicional prohíbe el robo, pero el delincuente religioso no quiere
dejar de robar. ¿Cómo resolver esto? O bien el delincuente inventa excusas
autocomplacientes (muchas de ellas en el estilo de Robin Hood) para robar, o más
radicalmente aún, sencillamente inventa una religión que sí le permita robar.
Esto plantea un
viejo debate en la historia de la filosofía, el llamado ‘dilema de Eutifrón’. En
uno de sus diálogos, Sócrates pregunta a Eutifrón si lo bueno es bueno porque los
dioses así lo dictan; o si los dioses exigen lo bueno, porque es bueno. Si lo bueno
es bueno sólo porque los dioses lo exigen, entonces en el caso de que los
dioses exijan el robo y el asesinato, estas acciones serían buenas. Pero,
precisamente, cuando encontramos religiones que avalan la delincuencia común,
las reprochamos. Esto es un indicio de que lo bueno es bueno, independientemente
de lo que los dioses dictaminen, y a lo sumo, los dioses exigen lo bueno porque
es bueno, y no viceversa.
La implicación de
esto es que la moral no reposa sobre la religión, y por extensión, no
necesitamos de ninguna revelación para saber que robar y matar es malo. Nuestros
juicios morales son autónomos, en el sentido de que no dependen de una fuente
sobrenatural. No es necesario invocar a Dios para convencer al delincuente de
que debe abandonar su actividad antisocial. Pues, en la medida en que el capellán
carcelario (impregnado de buenas intenciones) invoque a un Dios para tratar de
reformar a los convictos, éstos fácilmente podrán inventar un Dios que se
complazca con el crimen. Sectas religiosas como los thugs, o el culto a la
Santa Muerto y al malandro Ismael, dan fortaleza a aquella vieja proclama de Jenófanes
y Feuerbach: los dioses son proyecciones humanas. Así como los dioses de los etíopes
son negros, y los de los tracios tienen los ojos azules; los dioses de los
criminales son delincuentes. En la historia de la religión, ha sido mucho más
común que Dios se ajuste a los hombres, no los hombres a Dios. Para
salvaguardar la moral, es más prudente desvincularla de una institución tan
flexible como la religión.
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