Hace poco estuve en
Salt Lake City, en el estado de Utah, en EE.UU. Es una ciudad fascinante por su
historia y por ser sede de un grupo sumamente enigmático, los mormones. Una de
las atracciones más interesantes de la ciudad es su centro genealógico. Parte
integral de la doctrina mormona es la importancia de la familia, y su unidad
eterna. Los mormones tienen la curiosa enseñanza de que es posible bautizar a
los ancestros ya difuntos que no fueron mormones. Y, a partir de esta extraña
premisa, con su acostumbrada intensidad, se han venido a convertir en los
principales expertos en genealogía.
Esto motivó la
construcción de ese centro genealógico en Salt Lake City. Es impresionante.
Tiene instalaciones de avanzada, y la mayor base de registros de nacimiento de
todo el mundo. Durante mi visita, pude apreciar alguna partidas de nacimiento de
miembros de la familia Andrade en la Maracaibo de inicios del siglo XX. Pero,
mi interés no fue más allá de esa pequeña curiosidad, y no procuré atar los
cabos entre las conexiones de mis posibles ancestros.
La disciplina de la
genealogía tiene mi respeto. Requiere la ejecución de complejas técnicas de
documentación, paciencia y arduo trabajo; sirve como herramienta para reconstruir
muchos episodios históricos; es útil, además, para estar atentos a posibles
enfermedades genéticas. Pero, hay aspectos de la genealogía que me resultan
odiosos.
Los mormones, por
ejemplo, tienen interés en construir genealogía por motivos estrictamente
religiosos, y muchas veces, esto conduce a situaciones lamentables. En una época
se supo que los mormones estaban bautizando a muchos judíos ejecutados durante
el holocausto, y la comunidad judía protestó enfáticamente. Me parece que la
reacción de los judíos es comprensible, pero también me parece que los mormones
están en pleno derecho de bautizar a los difuntos que ellos quieran. Es
sencillamente un ataque a la libertad de culto, el pretender prohibir a un
grupo religioso que emplee nombres de difuntos en sus bautizos, aun si esos
nombres proceden de ancestros de otro grupo. Yo, por ejemplo, he visitado Cuba,
y he dejado estampas con mi imagen a algunos amigos allá. Quizás, algún babalao ha usado mi imagen para hacer
una brujería en mi contra, pero sería sencillamente opresivo impedir al babalao que, en una ceremonia privada,
haga con mi foto lo que a él plazca.
En todo caso, mi
incomodidad con la genealogía no se debe sólo porque, como en este caso, puede
abrir disputas entre grupos religiosos, sino también porque incentiva actitudes
contrarias a la democracia liberal. En un sistema donde el pueblo gobierna
mediante la representación, y las funciones son asignadas en función de los méritos,
es innecesario conocer la procedencia familiar de los funcionarios. En el Ancien regime, la genealogía era
fundamental. Se conocía el pedigrí de cada funcionario, y si un personaje no
lograba demostrar su abolengo, tenía suma dificultad en ascender socialmente.
De hecho, la
genealogía es el fundamento de los sistemas de castas propios de las sociedades
premodernas. Mediante le genealogía, se encierra al individuo en su grupo. La
genealogía es el principal obstáculo a la aparición de la clase en oposición a la casta. Pues, en una sociedad de castas, la mera
acumulación de riquezas no permite la movilidad social, si no se cuenta con el
requisito de la noble ascendencia.
Plenitud de sociólogos
han advertido que uno de los requisitos para que una sociedad se modernice, es
precisamente el debilitamiento de los lazos de parentesco en la sociedad. Henry
Maine, en particular, señalaba que uno de los rasgos centrales de las
sociedades tradicionales es la distribución de funciones a partir de rasgos no
adquiridos, sino adscritos mediante el parentesco. Así, la sociedad moderna no
está tan concernida con la búsqueda de genealogías, en buena medida porque ha
internalizado mucho más los ideales meritocráticos e igualitaristas. La
presunción moderna es que todos los seres humanos tienen básicamente los mismos
derechos y deben tener las mismas oportunidades para alcanzar las mejores
posiciones, independientemente de su pasado familiar.
En la sociedad
tradicional, el colectivo impone al individuo su destino: el hijo de
comerciante será comerciante, y el hijo de zapatero será zapatero. En cambio,
una de las grandes transformaciones de la sociedad moderna es precisamente el
individualismo: al menos a nivel ideológico, el individuo no es prisionero del
legado de sus ancestros, y tiene la capacidad de hacerse su propio destino.
En el plano político,
las sociedades tradicionales han dedicado especial atención a las genealogías.
Pues, el gobernante no se legitima tanto por sus acciones, sino por su
descendencia. Los romanos, por ejemplo, dedicaron suma atención a esto. La Eneida, de Virgilio, además de ser un
gran poema, es también un texto propagandístico que pretende reafirmar la
ascendencia divina de los emperadores romanos. Por supuesto, muchas de estas
genealogías fueron inventadas (es obvio hoy que los emperadores no eran
descendientes de los dioses), pero el pueblo incauto no tenía el suficiente
conocimiento como para colocarlas en duda.
En nuestros días, algunos gobernantes
pretenden seguir legitimándose sobre la base del parentesco. La monarquía
jordana, por ejemplo, invoca como principal motivo de legitimidad, no sus méritos
políticos (los cuales, en realidad, han sido escasos), sino el hecho de que sus
monarcas son miembros de la familia Hachemí, descendientes de Mahoma.
Cabría esperar que
Venezuela, una nación cuyo origen se remonta a la ruptura con la monarquía española
(una de las que más obsesionada ha estado con las genealogías) y la sociedad
colonial estratificada en castas, asumiera el individualismo moderno, y formase
un sistema social en el cual, el pedigrí fuese secundario en importancia frente
a los méritos. En buena medida, por supuesto, esto se ha logrado. Pero, quedan
vestigios, y por supuesto, estos remanentes se manifiestan en la política.
Cuando Hugo Chávez
llegó al poder en 1998, hubo la expectativa de que este nuevo líder se
enfrentara a los amos del valle, y de una vez por todas, democratizara la
sociedad e hiciese irrelevante los pedigrís y las genealogías en la
jerarquización de la sociedad. Un militar resentido de la perdida Sabaneta de
Barinas, se pensaba, acabaría de una vez por toda con cualquier vestigio de
nobleza.
No fue así. Chávez
ciertamente estaba consciente de que su abolengo era muy limitado, en comparación
con los grandes amos del valle a los cuales se enfrentaba. Pero, insólitamente,
a la manera de los romanos, Chávez inventó su propio abolengo. Empezó a
enaltecer a un tal Maisanta, un obscuro caudillo llanero sin ninguna
trascendencia en la historia de Venezuela. No obstante, este Maisanta es
supuestamente tatarabuelo de Chávez, y así, el Comandante fue sembrando la idea
de que él era descendiente de un gran guerrero del pasado. Se repetía la
historia de los hachemitas: el poder se legitima mediante el recurso a los
ancestros.
Correctamente, por
muchos años la oposición venezolana ha criticado este abuso de Chávez. Pero,
insólitamente, ahora la oposición pretende ganarle a Chávez en su propio juego.
Como ningún otro presidente en la historia de Venezuela, Chávez ha potenciado
el culto a Bolívar. En vez de denunciar este culto, y sepultar a Bolívar de una
vez por todas, la oposición quiere ahora legitimar a su candidato mediante el
recurso de la genealogía.
Recientemente,
varios genealogistas han publicado que, después de unas supuestas
investigaciones muy serias, se ha descubierto que Bolívar es tío de Enrique Capriles
(acá). Uno de esos genealogistas es mi amigo personal, el profesor Juan Carlos
Morales Manzur. Éste es un investigador serio, y confío en su integridad, de manera
tal que, de antemano, no disputo la veracidad de sus alegatos.
Pero, hay un obvio
trasfondo político en todo esto, y esto es criticable. El ‘descubrimiento’ de
la genealogía divina (en Venezuela, Bolívar es un dios) de Capriles surge en
plena campaña electoral, y como contraparte de la reconstrucción facial de Bolívar,
adelantada por el gobierno de Chávez. Quizás mi amigo Morales tenga un interés
genuino en la genealogía, y su búsqueda de la verdad sea íntegra. Pero, es evidente
que a quienes promueven esta noticia no les interesa tanto la verdad genealógica,
sino el mero hecho propagandístico de que, su gallo pelea, tiene rancio abolengo.
Mediante el culto a
Bolívar, Chávez quiere presentar su imagen como el descendiente ideológico de
Bolívar. La oposición pretende presentar a Capriles como el verdadero pariente de Bolívar, pues no
es meramente un vínculo ideológico, sino también biológico. Chávez es pariente del forajido Maisanta; Capriles es pariente
del Libertador de América.
Esto es un juego
destructivo para Venezuela. Mediante su obsesión genealógica, el gobierno y la
oposición hacen retroceder a nuestro país al Ancien regime, a una suerte de sistemas de castas, en el cual, para
poder ocupar posiciones importantes, es necesario presentar como credencial un árbol
genealógico. La preocupación por los ancestros es un rasgo típico de la
mentalidad reaccionaria que no confía en los méritos y las capacidades
individuales, valores cumbres de la sociedad moderna.
Frecuentemente trato
de convencer a los líderes indígenas que se desprendan de su preocupación por mantener
las tradiciones de sus ancestros, y abracen la vida moderna (yo, por ejemplo,
soy descendiente de indígenas timotocuicas, pero no por ello soy preso de mis
ancestros; tengo la suficiente independencia como para formarme una opinión
sobre cuál es el mejor estilo de vida, sin necesidad de considerar cómo
vivieron mis antepasados). La premisa de mi argumento, por supuesto, es que podemos
y debemos ser autónomos de nuestros ancestros. Pues bien, hago esta misma
exhortación a Chávez y Capriles: no me interesan quiénes fueron sus
antepasados. Me interesa qué país van a ofrecer a mis descendientes.
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