Recientemente
escuché a unos locutores de radio venezolanos, afectos al chavismo, quejarse de
que, en Venezuela, se deificaron a los próceres de la guerra de la
independencia, con la intención de separarlos de la gente común, y así
asegurarse de que ‘el pueblo’ no tratara de emularlos, y se perpetuara la
opresión. Semejante exabrupto paranoico, es recordatorio del idiota verso de
una canción de Alí Primera sobre Bolívar: “[los políticos llevan flores a Bolívar]
para asegurarse de que esté bien muerto”.
Los simpatizantes
del chavismo parecen reconocer que, en efecto, hay un culto a Bolívar. Pero, en
vez de admitir que el gobierno de Chávez, por encima de cualquier otro, ha sido
el responsable de potenciar este culto, insólitamente estos locutores acusaban
a los opositores de promover la deificación de Bolívar. Y, la propuesta de los locutores
chavistas para desmitificar a Bolívar no consistía en señalar sus múltiples
errores morales y cuestionables decisiones, sino más bien en resaltar sus rasgos
humanos, propios de un mortal: su pasión por las mujeres, su baja estatura,
etc. En otras palabras, para asegurarse de que el culto a Bolívar continúe
inadvertidamente, muchos sectores del chavismo dan la apariencia de
desmitificarlo, pero sólo lo hacen en asuntos banales. En asuntos verdaderamente
sustanciales, la figura del divino Bolívar continúa intacta.
Así pues, el culto
a Bolívar sigue vivito y coleando en Venezuela. Negar la existencia de este
culto es sencillamente una desfachatez. Ya incluso muchos chavistas, quienes en
algún momento sostenían que tal culto no existe, terminan por admitir que sí
existe, pero como he mencionado, insólitamente culpan de ello a los gobiernos
anteriores, y exculpan a Chávez de ello.
Si bien estos
grupos se equivocan cuando tratan de exculpar a Chávez en su promoción del
culto a Bolívar, no les falta razón cuando sostienen que, en el pasado, ya la figura de Bolívar
fue elevada casi a un estatuto divino por los gobiernos. Probablemente el
gobierno de Guzmán Blanco, en la segunda mitad del siglo XIX, fue el que más
promovió el culto antes de que Chávez lo llevase a un nivel sin precedentes. Pero,
incluso al poco tiempo de la muerte de Bolívar, ya se empezaba a imponer en
Venezuela la presencia abrumadora del Libertador.
En nada de esto hay
discusión. Pero, sí es asunto debatido si el mismo Bolívar buscó o no su propia
deificación. Pues, vale advertir, puede rechazarse el culto a Bolívar sin
necesidad de dejar de admirar al Libertador. La imposición del culto a Bolívar
ha sido de tal magnitud en las recientes épocas, que muchos venezolanos
educados terminan por sentir asco ante la propia figura de Bolívar. Pero, quizás,
Bolívar no fue responsable de su propio culto, y en ese caso, sí podría tratar
de reivindicarse su legado. No obstante, me temo que no es éste el caso. Bolívar
sí promovió su propio culto (en lo
que sigue, me guiaré por algunos datos ofrecidos por el historiador John
Chasteen).
Bolívar siempre
sintió admiración política y atracción estética por el imperio romano. Y,
precisamente, el culto al emperador fue una institución muy notoria en Roma. La
Eneida¸ de Virgilio, es en buena
medida un texto propagandístico que pretende articular el pedigrí divino de los
emperadores. Pero, llegó un momento en que el culto imperial pasó a formar
parte de la propia religiosidad popular, y el emperador no era mero
descendiente de los dioses; antes bien, él mismo era un dios. Había en ese
culto una mezcla de convicción religiosa y cinismo político: los emperadores
sabían que su culto servía para garantizar su poder y estabilidad, pero
seguramente, al final llegaron a creer genuinamente en su propia condición
divina.
Pues bien, en su
carrera política, Bolívar tuvo tendencias autoritarias, quizás inspiradas en
los emperadores romanos. Y, lo mismo que éstos, promovió el culto a su persona,
aunque por supuesto, de forma más moderada, en virtud de su contexto histórico.
Bolívar se deleitaba inventando historias sobre su grandeza. Por ejemplo,
narraba que en su viaje a España durante su temprana adolescencia, llegó a
jugar con su futuro enemigo, Fernando VII (la familia de Bolívar era aristocrática,
y seguramente tenía conexiones con la realeza). Según la historia que narraba
Bolívar, tumbó accidentalmente el sombrero a Fernando, pero en su rebeldía
contra la autoridad monárquica, no se disculpó. También narraba Bolívar que, en
su viaje a Roma, se encontró con el papa, pero contrario a la costumbre, rehusó
besar sus sandalias. Y, además, supuestamente presenció personalmente la
coronación de Napoleón. Estas historias resultan muy sospechosas, pues nunca
fueron corroboradas por terceros. Un poco de suspicacia haría pensar que fueron
más bien inventos del propio Bolívar años después, para magnificar su imagen
como el gran rebelde heroico que, ya desde su adolescencia, no se doblegaba
ante la autoridad despótica.
Militarmente, Bolívar
no tuvo grandes talentos, y en el campo de batalla, no logró articular un gran
liderazgo entre sus hombres. Sus hombres no negaban su compromiso y audacia,
pero no era el líder valiente que otras figuras de los ejércitos patriotas sí
demostraron ser. Con todo, trató por otros medios de compensar esta carencia de
liderazgo basado en aptitudes militares.
Bolívar sentía que
su liderazgo era amenazado por Piar, el carismático mulato que atraía a las
masas de pardos. Y, así, para asegurar el monopolio del liderazgo y pavimentar
la vía del culto a su propia personalidad, Bolívar pronto sacó a Piar del
camino. Un leve acto de insubordinación por parte de Piar, el cual en circunstancias
normales hubiese recibido una tenue censura, fue castigado con la muerte. Fueron
muchos más insubordinados los mercenarios británicos, pero Bolívar los perdonó,
en buena medida porque éstos no representaban una amenaza a su liderazgo frente
a los soldados pardos.
Bolívar no toleraba
a nadie en igualdad de condiciones. Aquellos generales por los cuales siempre
tuvo lealtad (Sucre, Urdaneta, entre otros), siempre se asomaban inferiores a él.
El único militar de su misma altura con el cual se reunió, fue San Martín. Y,
naturalmente, el encuentro no fue fructífero. El ego engrandecido del
Libertador no permitió que ambos estrategas conciliaran esfuerzos para hacer más
eficiente la gesta independentista.
Pero, Bolívar era
un maestro del histrionismo, y sabía cuándo y cómo actuar frente a las masas, a
fin de alimentar su imagen heroica. Sabemos, gracias a sus cartas privadas, que
Bolívar consideraba a los negros una raza inferior. Pero, Bolívar estaba
plenamente consciente de que el grueso de sus ejércitos estaba conformado por
gente de color, y así, no desaprovechaba oportunidad para realizar actos que lo
exaltasen frente a los pardos. En alguna ocasión, saltó de su caballo para
abrazar a su nodriza, la negra Hipólita. Pero, plenitud de biógrafos coinciden
en que, si bien estos gestos pudieron tener una dosis de sinceridad, no faltaba
en ellos el cálculo político, y eran cuidadosamente realizados frente a las
masas.
De hecho, Bolívar
se convirtió en un maestro calculador político a la hora de enaltecer su
imagen. Sabía que su liderazgo dependía más de su carisma que de la
racionalidad de sus decisiones políticas, y así se encargó de cultivarlo. Hacía
brindis pomposos en las cenas y llenaba las copas de sus invitados; en una
ocasión se montó sobre una mesa, y aplastando las copas y las botellas, fue de
un extremo a otro, para alegorizar su paso por la América derrotando la opresión.
En la procesión
triunfal en Caracas tras la ‘Campaña admirable’ de 1813, llevaba una corona de
laurel a la usanza imperial romana. Gesticulaba dramáticamente en las
convocatorias de las masas, y según algunos de sus propios colaboradores, llegó
a contratar a gente del populacho para que con gritos lo proclamaran dictador
en esas asambleas populares. Inventaba también historias sobre sus
subordinados, para glorificar la gesta independentista. Antonio Ricaurte fue ejecutado
con una lanza por los españoles, pero Bolívar inventó que el mismo Ricaurte se
había inmolado, en un sacrificio para salvar el control de un fortín.
Bolívar era, pues,
un maestro de la comunicación y la manipulación carismática. Y, si bien nunca
promovió el culto a la usanza de los emperadores romanos, sí supo hacer uso de
la hipérbole y la dramatización, para cultivar entre las masas su autoridad. Fue
natural, entonces, que después de su muerte, sus seguidores llevaran a un nivel
más extremo aquello que Bolívar inició: Bolívar mismo sentó las bases de su
propio carisma, y el pueblo venezolano, ávido de un dios al cual seguir, transformó
ese carisma en culto.
Una de las grandes
lecciones que Bolívar dejó a la posteridad fue que, para gobernar Venezuela (y
toda América Latina, en general), hace falta más carisma que racionalidad. No
son las decisiones racionalmente tomadas, sino los histrionismos, las hipérboles
y las majestuosidades, los mejores recursos para mantenerse en el poder. Bolívar
era un genio de la comunicación de masas, incluso antes de la aparición de la
radio y la televisión.
Y, no en vano, Chávez
es genuinamente el más bolivariano de todos los presidentes que hemos tenido en
nuestra historia. Chávez ha seguido de cerca la estrategia de su padre ideológico.
La autoridad de Chávez, como la de Bolívar en su momento, depende de una variante
del culto imperial romano, y en esto, el Comandante ha sido un genio y
seguramente ha sobrepasado al Libertador en esta habilidad. Como Bolívar, Chávez
está pavimentando su propia deificación, la cual podría completarse
definitivamente después de su muerte. Pero, por supuesto, como bien advertía
Max Weber, una sociedad en la cual predomine la autoridad carismática por
encima de la racional, está condenada al estancamiento y el atraso, y por eso,
entre más enaltecemos a los héroes, menos progresamos. Éste es uno de los
legados lamentables que el Libertador nos ha dejado.
Dices "La imposición del culto a Bolívar ha sido de tal magnitud en las recientes épocas, que muchos venezolanos educados terminan por sentir asco ante la propia figura de Bolívar".
ResponderEliminarYo siento asco por el propio Bolívar por esas pequeñas cosas que vas soltando, algunas de las cuales ya sabía y otras no. Y desprecio el culto a Bolívar, precisamente porque, salvo por réditos políticos, nadie en su sano juicio promovería el culto al Napoleón de las Retiradas.
Creo que no sólo el culto a Bolívar es lamentable, sino que una persona educada y medianamente enterada de quién fue Bolívar se vería inclinada a odiarlo.
Por cierto, cuando mencionas a San Martín, ¿no crees que ahí también cabría Miranda (a quien, por cierto, Bolívar traicionó y vendió a los españoles)?