El crítico
literario palestino Edward Said fue célebre, entre otras cosas, por hacer una
crítica cultural del imperialismo. Allí donde Lenin denunciaba a los poderes
imperiales por su explotación económica y política, Said denunciaba el daño
psicológico que los imperios imponían sobre sus súbditos. A veces, este daño es
explícito, pero en muchas ocasiones, alegaba Said, es muy sutil. Los poderes
coloniales produjeron literatura en la cual se presentaba una imagen
distorsionada del Oriente, y a juicio de Said, todo esto formaba parte de una
estrategia para legitimar el dominio de los poderes occidentales.
Uno de los autores
más severamente criticados por Said fue el británico Rudiyard Kipling. Kipling
formó parte de la aristocracia colonial británica de la India. En sus obras hay
mucho colorido oriental, pero precisamente, Said denuncia que hay una
distorsión imperialista. En obras como Kim
o El libro de la selva, los
indios aparecen como personajes híper-sexualizados, místicos, irracionales,
dependientes, etc.
Algunos críticos de
Said, como Ibn Warraq, disputan el juicio de Said respecto a Kipling. Pero, en
realidad, queda poca duda de que Kipling, quien vivió la época imperial en su
apogeo, tuvo inclinaciones hacia la legitimación del imperialismo mediante su
obra. De hecho, Kipling es quizás más conocido por ser el autor de un poema explícitamente
imperialista, La carga del hombre blanco.
El poema fue escrito en 1899, un año después
de la guerra entre EE.UU. y España. En esa guerra, EE.UU. adquirió posesión de
Filipinas, pero los norteamericanos debatían qué hacer en ese territorio. Kipling
escribió el poema, en buena medida como una exhortación al presidente
norteamericano Teddy Roosevelt, para que colonizara más agresivamente a las
Filipinas.
Pero, contrario a las
exhortaciones imperiales de épocas pasadas, Kipling invocaba el beneficio de
los propios colonizados. Pues, éstos son criaturas “mitad demonios, mitad
niños”, que no son capaces de gobernarse a sí mismos, pero con la ayuda del
hombre blanco, alcanzarán la civilización. Así, Kipling veía el colonialismo
como una suerte de vocación humanitaria. Y, lejos de ser una actividad de
explotación para aventajar a los europeos, Kipling entendía más bien el
colonialismo como una suerte de ‘carga’ para el hombre blanco, un deber que
tenía que cumplirse.
Comprensiblemente,
Kipling ha sido vapuleado, especialmente en esta época tan sensible a los daños
ocasionados por la experiencia histórica del colonialismo. Kipling es
enjuiciado como un poeta ingenuo que, a diferencia de los políticos imperialistas
cínicos, sí creía en la nobleza del colonialismo, y que su ingenuidad fue útil
a los administradores coloniales hipócritas. Kipling representa la arrogancia
imperial europea, obsesionado con imponer la civilización occidental. Fue
responsable, además, de haber sublimado el racismo con su poesía, al enaltecer
la supuesta superioridad del blanco por encima de la gente de color.
Creo que Kipling y
su ideología merecen una defensa parcial frente a estas críticas. Ciertamente
Kipling habló de la superioridad del hombre blanco frente a la criatura ‘mitad
demonio, mitad niño’, y su selección de términos parece implicar que la
superioridad está inscrita en la biología. Y, también es un hecho que el
imperio británico (pero, no el francés)
divulgó la idea de que, en efecto, las diferencias culturales están inscritas
en la biología de los seres humanos.
Pero, el hecho de
que no haya razas superiores no implica que no haya culturas superiores. Los
ojos azules, la piel blanca o la nariz perfilada no son superiores a los ojos
negros, la piel oscura o la nariz chata. Pero, me parece perfectamente
aceptable postular que una sociedad con sistema político parlamentario es más
deseable que una sociedad con reyes tribales; una sociedad secularizada es
preferible que una sociedad impregnada de misticismo; una sociedad con alto
desarrollo tecnológico es preferible a una sociedad con tecnología precaria;
etc. Así pues, no es posible establecer una jerarquía racial, pero sí es
posible establecer una jerarquía civilizacional al comparar el rendimiento y la
funcionalidad de distintas sociedades. Esta posibilidad de comparación, de
hecho, es la premisa que guía cánones como el ‘Índice de desarrollo humano’ (el
cual establece una jerarquización de naciones a partir del bienestar que ofrece
a sus ciudadanos), de la ONU. Suponer lo contrario es caer en un relativismo
cultural que no permite asegurar que se vive mejor en Noruega que en Burundi. Por
supuesto, no puedo aceptar la descripción brutal que Kipling hace, al referirse
a los no occidentales como ‘medio demonios, medio niños’, pero sí me parece
perfectamente defendible la idea de que, en balance, los pueblos no
occidentales tienen un menor nivel de civilización, y que la vida civilizada es
preferible a la no civilizada.
Bajo estos
parámetros no biológicos, las
sociedades europeas sí fueron superiores a las no europeas. Quizás Kipling
opinaba que las personas de color tenían un impedimento biológico para alcanzar
estos logros civilizacionales. En ese caso, yo no compartiría la opinión de
Kipling: me parece que cualquier ser humano tiene la capacidad de asimilar
cualquier cultura. Pero, precisamente en función de esa flexibilidad, me parece
loable presentar las ventajas que disfrutamos a aquellos que, por distintas
razones (ninguna de las cuales es biológica), no gozan de nuestros beneficios.
Ellos tendrán la capacidad de asimilar nuestras costumbres, y eventualmente
resolver sus problemas.
Precisamente la
convicción de que no existe impedimento biológico para asumir una cultura,
implica una visión universalista del mundo. Y, así, bajo esta visión, si
disfrutamos algo, tenemos la obligación de extender estas ventajas al mundo
entero. Es moralmente objetable que yo descubra la vacuna contra SIDA, pero
sólo desee vacunar a mi familia, y no busque extender esta vacuna a la
humanidad entera. Quien descubra esta vacuna, tendrá la ‘carga’ de llevarla a
los demás.
Pues bien, me
parece perfectamente loable tratar de extender los logros y ventajas de la
civilización occidental al mundo entero, y en esto, el hombre occidental tiene
una carga. Y, es éste precisamente el ideal de Kipling. Ciertamente los
términos en que los presentó son objetables. Su poesía simplifica en demasía la
comparación entre occidentales y no occidentales, al punto de que retrata a los
segundos como poco más que bestias que necesitan ser domesticadas por el hombre
blanco (por ejemplo, evoca en un verso, “contemplad a la pereza e ignorancia
salvaje”). Pero, el núcleo del concepto no es en sí objetable. Plenitud de
sociólogos han adelantado la tesis, por ejemplo, de que efectivamente en Europa
hubo mayor ética del trabajo que en otras regiones del mundo (ésta fue una de
las célebres tesis de Max Weber).
Uno de
los versos exhorta a “llenar la boca del hambre”. De nuevo, el núcleo del
concepto es perfectamente aceptable. Si un país ha logrado prosperidad con su
cultura, ¿no resulta conveniente que esta cultura sea extendida a pueblos menos
privilegiados, precisamente como modo de levantarlos? La evocación a “llenar la
boca del hambre” es elocuente: ¿cómo podemos oponernos a que las naciones ricas,
por ejemplo, traten de salvar de la hambruna a Etiopía (un país que, vale
agregar, fue sólo brevemente colonizado)?
La ideología de
Kipling, no obstante, fue empleada con brutal cinismo por los poderes
imperiales. Gran Bretaña, Francia, Holanda, España o Portugal no fueron movidos
por intenciones humanitarias. No buscaron llenar la boca del hambre a los
colonizados, sino más bien extraer recursos para llenar los bolsillos de los
colonizadores. En balance, el colonialismo como experiencia histórica ha sido
destructivo.
Pero, urge separar
a la experiencia histórica del concepto propiamente. Es injusto juzgar al
cristianismo por los crímenes de las cruzadas, al marxismo por los crímenes de
Stalin, o al liberalismo por los crímenes de Pinochet. Pues bien, es igualmente
injusto juzgar a Kipling por el cinismo de los colonialistas. El colonialismo
como sistema de explotación es perfectamente objetable. Pero, el concepto de la
‘carga del hombre blanco’ (siempre y cuando no entendamos ‘hombre blanco’ en
una dimensión no biológica, sino meramente cultural, es decir, como ‘la persona
occidental’) no es propiamente objetable. Pues, existe el deber de
universalizar aquellas instituciones que han propiciado la mayor suma de
felicidad entre los seres humanos.
La experiencia histórica
del colonialismo usó esto como excusa barata para explotar. Es censurable
expandir los beneficios civilizacionales por la fuerza. Pero, no debe
renunciarse a la idea de que la especie humana conserva una unidad, y que los
avances de una civilización no deben quedarse confinados a sus límites, sino
que deben ser expandidas universalmente. Lo ideal es que esta expansión se
realice por vía de la persuasión pacífica, y no por vía de la imposición
forzosa. Pero, de hecho, así ya está ocurriendo. Los médicos sin fronteras,
organizaciones de ayuda humanitaria, apoyo a los refugiados, etc., llevan las
ventajas de la civilización occidental a aquellos pueblos vulnerables. Quizás
haya algún vestigio de colonialismo pernicioso en estos esfuerzos, pero sería
sencillamente una insensatez sostener que, el concepto de extender ayuda a los
más necesitados, es objetable en sí mismo. Estos cuerpos humanitarios, y no los
poderes coloniales de antaño, son los verdaderos herederos de la carga del
hombre blanco.