miércoles, 21 de marzo de 2012

Sobre Immanuel Wallerstein

Las tesis de Immanuel Wallerstein sobre aquello que él llama el ‘sistema-mundo’ no son muy innovadoras, pero no por ello dejan de ser interesantes. Todo se remonta, básicamente, a Marx. Como se sabe, el marxismo, en términos sencillos, postula lo siguiente: el capitalismo es un sistema de explotación. El trabajador suda y produce la riqueza, pero el capitalista la disfruta, y así, se da una relación de parasitismo injusto. Básicamente, el capitalista estafa al trabajador, apropiándose del producto de su trabajo, y remunerándolo muy por debajo de lo que realmente le corresponde.

Marx predijo que los obreros de los países industrializados algún día (más pronto que tarde) se cansarían de esto, se alzarían, y pondrían fin al capitalismo en una gran revolución. Pero, después de la muerte de Marx, esto aún no ocurría, o al menos no con la intensidad con que se esperaba. Entonces, Lenin sacó un as bajo la manga, para explicar la demora: los trabajadores de los países industrializados no se rebelan aún, porque hábilmente, el capitalismo ha preferido mantener más contentos a los trabajadores de sus países de origen. Pero, para seguir explotando trabajadores y con eso aumentar su riqueza, el capitalismo busca materias primas y mano de obra barata en territorios ultramarinos. Así, mantiene en buenos términos a los sindicatos nacionales, pero explota a los obreros y campesinos de las colonias. Esto explica el imperialismo.

Marx se concentró en las relaciones de explotación en el seno de las sociedades europeas. Lenin, en cambio, amplificó el análisis, y dirigió su atención a las relaciones de explotación entre las potencias europeas y sus colonias.

Esto sembró las bases para la llamada ‘teoría de la dependencia’ en América Latina. Básicamente, esta teoría postula que el subdesarrollo latinoamericano es el resultado natural de este proceso imperialista. Las potencias capitalistas han logrado imponer un sistema de dominio mediante una división internacional del trabajo. América Latina y otras colonias proveen materias primas y mano de obra no calificada. Las potencias coloniales extraen los recursos de esas colonias, los procesan y convierten en productos manufacturados, y los exportan a las colonias para su consumo. Al final, América Latina vende muy barato su trabajo, y las potencias venden muy caro sus productos manufacturados; este desbalance trae como consecuencia la desigualdad entre países.

Wallerstein ha tomado mucho de la teoría de la dependencia, pero ha precisado más su análisis. Wallerstein se ha propuesto estudiar cómo, a partir del siglo XVI, se ha venido a conformar aquello que él llama el ‘sistema-mundo’. A juicio de Wallerstein, desde el siglo XVI se ha emprendido un proceso globalizador que, ya en el siglo XX, ha incorporado a todos los territorios del planeta.

Este ‘sistema-mundo’ adelanta una división internacional del trabajo, y ha dado pie a una distinción entre tres tipos de países: centrales, periféricos y semiperiféricos. Los periféricos, como ha se suponerse, son los territorios colonizados. Su función en este ‘sistema-mundo’ es proveer recursos y mano de obra a un precio de gallina flaca. Los centrales son, por supuesto, las potencias coloniales. Éstas extraen los recursos, los procesan, y venden sus productos a un precio comparativamente mucho más alto que los recursos y el trabajo aportado por la periferia. Los países semi-periféricos tienen la función de servir de intermediarios comerciales entre los países centrales y periféricos, y además, fungir como base de operaciones para los ataques de un central contra otra potencia central rival.

El análisis de Wallerstein es especialmente innovador, porque pretende desenmascarar el modo en que el colonialismo persiste en el mundo. Atrás quedaron los imperios de conquista militar y anexión territorial. Los países de América Latina, África y Asia se independizaron, y se declara su soberanía. Pero ahora, postula Wallerstein, hay una nueva forma de colonialismo que, en vez de usar ejércitos y anexar territorios, usa dólares y expande sus redes comerciales.

Las grandes potencias siguen explotando a las colonias, a pesar de que, de iure, éstas ya no se reconocen como tal. Pero, de facto, siguen siendo colonias. Pues, siguen estando dominadas, ya no por un mandato político directo, pero sí por la conformación de un sistema mundial que ha dictado la división internacional del trabajo, y que se ha asegurado de repartir injustamente la riqueza entre las naciones. Los países de la periferia tienen su propia bandera, pero siguen vendiendo materias primas y mano de obra baratas, y siguen comprando productos manufacturados caros. Los países del centro ya no se ufanan de tener un imperio donde no se oculta el sol, pero se siguen aprovechando del sudor de los trabajadores de los países periféricos. Y, lo países semi-periféricos pretenden subir al escaño de países periféricos, pero no lograrán hacerlo, pues serán, por así decirlo, los ‘tontos útiles’ que mantendrán un agregado de comodidad, mientras sirvan los propósitos comerciales de los países centrales.

Mi reacción ante el análisis de Wallerstein es mixta. Por supuesto, es tentador aceptar la panorámica que nos ofrece: no es falso que un trabajador en una fábrica en Indonesia gana muchísimo menos que un trabajador en una fábrica en Barcelona, cuando ambos hacen el mismo esfuerzo; y que un teléfono celular en Finlandia cuesta muchísimo menos que un teléfono celular en Honduras, cuando incluso, son exactamente el mismo modelo.

Pero, es quizás demasiado simplista pensar en los términos de Wallerstein. El análisis de Wallerstein se parece mucho a la ideología de “somos pobres; la culpa es de ellos”, que hábilmente se denuncia en el Manual del perfecto idiota latinoamericano. Wallerstein admite que su análisis postula que el comercio internacional es un juego de suma cero. En otras palabras, el análisis de Wallerstein se hace eco de la vieja proclama de Montaigne, “la ganancia de un hombre es la pérdida de otro”. Para Wallerstein, la riqueza de las naciones no es propiamente producida, sino robada. Y, así, los países del centro son más ricos, no propiamente porque hayan planificado mejor o trabajado más, sino porque han robado la riqueza que han producido los países de la periferia.

Hay en economía una vieja falacia, y no es del todo claro que Wallerstein no escape a ella. Se trata de la falacia mercantilista de la suma cero. Esta falacia asume que, el nivel total de riquezas en el mundo siempre es el mismo, y que cuando un país se enriquece, otro se empobrece. Así pues, se le llama ‘suma cero’, porque asume que al balancear las ganancias de distintos países, la suma siempre es cero, pues cuando un país gana, el otro pierde.

Esto ha sido denunciado como una falacia muchas veces por plenitud de economistas. La riqueza de un país no se consigue necesariamente a expensas de la depredación de otro país, y el mero hecho de que un país aumente su riqueza no implica que otro país salga perdiendo. Es posible contribuir al aumento global de la riqueza, y en este sentido, cuando Noruega se hace más rico, la suma es mayor a cero, pues el aumento de la riqueza de Noruega no implica el empobrecimiento de Camerún.

Wallerstein forma parte de un debate extenso que, básicamente, orbita en torno a una pregunta fundamental: ¿cómo explicar por qué hay países más ricos que otros? La respuesta tradicional, planteada desde el siglo XVIII por Adam Smith, es que hay países que han logrado mayores niveles de de desarrollo por distintos motivos: mayor especialización laboral, mayores libertades económicas, mejor ética del trabajo, etc. En cambio, a partir de mediados del siglo XX, se ofreció la respuesta de la cual Wallerstein se hace eco: hay países ricos y países pobres, fundamentalmente porque los primeros roban a los segundos.

Yo me inclino por la primera opción; a saber: si bien ha habido relaciones de saqueo y explotación entre países, las diferencias son mucho más explicables por condiciones endógenas (fundamentalmente culturales) que por meras relaciones de depredación. España y Portugal saquearon, pero no lograron riquezas; Suecia y Noruega no saquearon, pero sí lograron riquezas; Etiopía no fue saqueada, y es uno de los países más pobres del mundo; Australia fue saqueada, y tiene óptimos niveles de desarrollo.

Con todo, debe reconocerse que esto es un debate que pica y se extiende, y que cada postura merece una atención muy detallada. Por eso, si bien las premisas de Wallerstein son cuestionables, su obra es valedera.

Por otra parte, la obra de Wallerstein es especialmente valorable porque, como los marxistas de antaño, no se ha impregnado de la retórica post-modernista y relativista que inunda a los críticos del imperialismo. Wallerstein ha dedicado grandes esfuerzos para criticar el imperialismo político y económico. Pero, Wallerstein no ha querido dirigir demasiadas críticas a la expansión cultural de la civilización occidental.

Como consecuencia del auge de los departamentos universitarios de ‘estudios culturales’ y ‘estudios postcolonialistas’, la crítica al imperialismo ya no es meramente política o económica, sino fundamentalmente cultural. Ya no se critica tanto que las trasnacionales vendan mercancías caras y compren mano de obra barata en los países periféricos. Más bien, el objeto de la crítica es que la cultura dominante occidental reemplaza a las culturas indígenas. Y, en este sentido, la lucha de estos críticos del imperialismo ya no es tanto intentar distribuir la riqueza entre los países del mundo, sino limitar la influencia cultural de Occidente, y preservar a toda costa los modos de vida de los pueblos colonizados.

Ésta es la lucha de críticos como Edward Said, Frantz Fanon, Enrique Dussel, Walter Mignolo, Tariq Modood y Gayatri Spivak, entre otros. Se trata de una gama de autores fundamentalmente eurofóbicos que, lamentablemente, han confundido la lucha por la igualdad política y económica entre naciones, con un relativismo romántico que pretende conservar modos de vida premodernos, y equiparar al brujo con el médico.

Recurrentemente, he defendido la idea de que es objetable el imperialismo económico y político. Pero, no es objetable el imperialismo cultural. Pues, aun si concedemos que las potencias occidentales han impuesto un sistema de dominio a escala mundial, han ofrecido también plenitud de innovaciones materiales e intelectuales cuyo empleo hace precisamente más eficiente la lucha contra los sistemas de dominación.

Wallerstein es crítico del imperialismo cultural, en la medida en que éste trata de expandir por la periferia los patrones de consumo de los países del centro, y así, asegurar mercados ultramarinos. Pero, eso no conduce a Wallerstein al extremo ridículo al que muchas veces llegan los críticos del imperialismo cultural, cuando sostienen, por ejemplo, que la enseñanza occidental de la matemática es un ataque imperialista, o que los chamanes deben ser protegidos frente al sabotaje de la medicina científica.

En las últimas décadas, la lucha contra el imperialismo ha encontrado como inspiración a dos filósofos alemanes decimonónicos. El primero es Marx; el segundo es Herder. Quienes siguen a Marx, analizan las relaciones de explotación económica, y pretenden revertir eso mediante alguna revolución mundial. Quienes siguen a Herder, en cambio, pretenden afincarse en un nacionalismo romántico que proteja la integridad de las culturas no occidentales, sin importar cuán despóticas e irracionales sean. Quienes siguen a Marx no han traicionado el progreso y la modernidad. En cambio, quienes siguen a Herder son retrógrados y reaccionarios que pretenden que los pueblos colonizados se estanquen en sus instituciones culturales ancestrales, y no asuman la modernidad.

Wallerstein forma parte del grupo de críticos del imperialismo que se inspiran más en Marx que en Herder. A diferencia de Said, Fanon o Dussel, Wallerstein no da señales de ser eurofóbico, y parece estar consciente de que, aun si el colonialismo ha hecho mucho mal en el mundo, muchas de las grandes ideas e instituciones procedentes de la misma Europa merecen ser universalizadas, y tienen el potencial para respaldar los movimientos de liberación colonial. Wallerstein no se ha dejado contagiar por el romanticismo anti-imperialista. Esto, me parece, merece un reconocimiento.

2 comentarios:

  1. Me parece sesgado el entendimiento de Wallerstein, por no decir reduccionista y caricaturizado. Lo que él plantea no es tanto que los ricos siempre roban a los pobres, sino un cuestionamiento de las premisas instaladas en las ciencias sociales. Para Wallerstein de lo que se trata es de desbordar precisamente el sesgo centrado en los Estados nación como unidades de análisis mayores, a saber, como sistemas sociales totales. Es por eso que para él se tiene que hablar de un sistema mundial, que traspasan las fronteras nacionales. Si no se entienden esas premisas de antemano es obvio que se tomará a Wallerstein de reduccionista.

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    1. Gracias por tu comentario. Hay una tendencia a que, cuando la gente siente mucha simpatía por un autor, cualquier crítica inmediatamente se considere sesgada, o que obedezca a una caricatura. Podría ser tu caso. Yo, por supuesto, no opino que mi crítica a Wallerstein sea sesgada; creo que sus escritos dejan muy clara la idea de que las corporaciones de los países centrales se enriquecen a expensas del esfuerzo de los trabajadores de los países periféricos. Eso, básicamente, conduce a la conclusión de que los países centrales son ricos porque los países perifericos son pobras; ergo, los países ricos han robado a los pobres. El mismo Wallerstein advierte que, bajo su análisis, el capitalismo global es un juego de suma cero. Como digo en el blog, no rechazo de antemano esa idea; quizás Wallerstein sí tenga razón. Pero, debe apreciarse que es un asunto muy disputado, pues plenitud de economistas han advertido que el creer que el capitalismo es un juego de suma cero es una falacia. Hará falta evaluar el asunto en mayor profundidad.

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