Por
muy patriarcal que sea una religión, de alguna u otra manera se incorporarán
diosas al panteón. Zeus se casa con Hera y tiene muchas amantes. Y, si el dios
no tiene vida sexual, como Cristo, pues entonces, al menos se rinde culto a su
madre, por más que el catolicismo quiera hacer malabares semánticos diciendo
que “venerar” no es lo mismo que “idolatrar”. El culto a Bolívar no es
excepción. No puede haber un Libertador sin una libertadora, dios y diosa unidos en hieros gamos.
En
el culto bolivariano, por supuesto, esa diosa es Manuela Sáenz. A medida que la
figura de Bolívar ha sido apropiada por la extrema izquierda en Venezuela (no
siempre fue así; al principio, Bolívar era más bien el inspirador de regímenes
autoritarios derechistas), se ha querido incorporar una supuesta dimensión
feminista a su culto. Y así, se presenta a Sáenz como una suerte de heroína feminista
que no se deja oprimir por el patriarcado de la sociedad colonial.
Hay
algo de realidad en eso. A la vieja usanza del Ancien regime, a Sáenz la casaron, en un matrimonio arreglado, con
un comerciante inglés, Jaime Thorne. Sáenz, siempre inquieta, se aburría con
Thorne, a quien respetaba, pero no amaba con pasión. Cuando Bolívar entró
triunfalmente en Quito en 1822, puso sus ojos en Manuelita, y se inició un
romance de grandes pasiones.
Sáenz,
que ya tenía simpatías revolucionarias y había participado en conspiraciones
contra la monarquía, se unió a Bolívar en sus campañas. Vestía uniformes
militares y comandaba tropas. En una sociedad marcadamente machista, esta
osadía ciertamente es admirable. Pero, cabe también preguntarse si las
simpatías por el feminismo pueden interferir en el carácter meritocrático de
una sociedad. Pues, pronto se hizo evidente que las posiciones de liderazgo que
Manuelita alcanzaba eran en realidad debidas a su estatuto de amante del jefe. Desde
el primer momento, en los ejércitos de Bolívar hubo disputas por liderazgos y
ascensos. Algunos, como Manuel Piar, pagaron sus aspiraciones con la muerte.
Manuelita, en cambio, aseguró sus ascensos con sus deleites sexuales al
Libertador.
Cuando
Bolívar se hizo dictador de Colombia en 1828, Sáenz creció aún más en osadía.
En su magistral biografía de Bolívar, cuenta John Lynch que en el cumpleaños
del Libertador, Manuelita organizó una fiesta con miembros del alto mando
militar, colocó una estatua de Santander (quien había sido el vicepresidente de Colombia), e incitó a los militares a
disparar a la estatua.
Esto
propició que mucha gente cercana a Bolívar se quejara de la intromisión de
Manuelita en asuntos de Estado, pero Bolívar, hechizado con sus encantos,
trataba de excusarla en una carta al general Córdoba, diciendo: “En cuanto a la amable Loca. ¿Qué quiere Ud. que yo le diga a Ud.? Ud. la conoce de tiempo atrás. Yo he procurado separarme de ella, pero se no se puede
nada contra una resistencia como la suya”. Bolívar aseguraba a Córdoba que Sáenz “no se
ha metido nunca sino en rogar”. Lynch presume que ese “rogar” en realidad era
pedir concesiones para sus allegados, quienes la usaban como intermediaria para
que el dictador los favoreciese.
En
la historia venezolana, Manuela Sáenz pudo haber sido la primera mujer en
manipular a un presidente (o, en el caso de Bolívar, dictador), pero de ninguna
manera fue la última. De sobra son conocidos los casos de Blanca Ibáñez
y Cecilia Matos, con Jaime Lusinchi y Carlos Andrés Pérez, respectivamente. Tanto Ibáñez como Matos han quedado en la infamia. Pero,
extrañamente, como Bolívar, quedamos fascinados con Manuelita, a pesar de que
su conducta era muy parecida a la de esas amantes presidenciales. Al final,
Sáenz tuvo a su favor el manto protector del culto a Bolívar. Así es la
religión: nubla el entendimiento y arbitrariamente excusa a unos y condena a
otros, aun cuando los casos son muy similares.
Por
lo demás, vale preguntarse si Manuelita es un verdadero modelo feminista.
Ciertamente, no se dejó atrapar por la pasividad que se esperaba de ella en la
sociedad colonial. Pero, su modelo es más bien el de la mujer manipuladora que
tiene que valerse del sexo y la coquetería para conseguir poder. Si eso es
elogiable, entonces también debemos enaltecer como heroínas feministas a Blanca
Ibáñez dando órdenes a los militares, y a Cecilia Matos dirigiendo las
reuniones del tren ejecutivo. Algunas feministas, supongo, dirán que, en efecto,
dadas las limitantes que impone el poder patriarcal, esa manipulación es un
recurso válido del cual se valen las mujeres para empoderarse. Pero, si de
verdad buscamos la liberación femenina, sería mucho más prudente enaltecer a
mujeres que han avanzado hacia la liberación sin necesidad de atar a los
hombres con sus vellos púbicos.
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