domingo, 16 de marzo de 2014

Reseña de "El posmodernismo ¡vaya timo!". Autor invitado: José Antonio Castilla Gómez



Hace cuatro años fui al Alcázar de Segovia con un grupo de alumnos italianos de intercambio. Me acompañaba un profesor de Filosofía. Era invierno: en ningún sitio había pasado –ni he vuelto a pasar– tanto frío como dentro de aquel edificio. Eso, unido al hecho de que me acordé de las barbaridades que se cometían en los castillos y ciudades medievales, me hizo decirle a mi colega: “Qué cutre y triste debía de ser la vida aquí.” Para mi sorpresa, él reaccionó casi indignado: “¿Y hoy qué? ¿No ves los telediarios, las matanzas de inocentes que hay por todo el mundo?” 


Unas semanas después vi en el salvapantalla de su ordenador una reconstrucción impresionante de una ciudad precolombina, que me mostró con una sonrisa: “Y dicen que eran salvajes.” Entonces lo comprendí, o creí comprenderlo: mi colega estaba muy desencantado con su vida y culpaba al progreso.

Pero realmente no lo había comprendido todo. Fue mucho después, cuando acabé de leer El posmodernismo ¡vaya timo!, cuando supe darle nombre a la “filosofía” de aquel colega y de tantas otras personas que hasta entonces había conocido.

Y es que yo no pensaba que las diversas posturas que cuestionaban las conquistas de la razón, la ciencia, la tecnología y el progreso en general podían englobarse bajo una común bandera: la del posmodernismo. Si bien no se trata de un “movimiento” definido por unos límites precisos, es casi imposible que el individuo que reniega del progreso no sea al mismo tiempo un relativista tan descarriado como irritante. Como muestra, otro botón tomado de aquellas mis conversaciones con el colega filósofo. Cuando otro día conversábamos sobre el paso del mythos al logos y comenté que los primeros filósofos abrazaron la racionalidad para explicar lo que los hombres primitivos habían mirado con los ojos de un niño ingenuo, repuso: “No, pero ésos tambien se sirvieron de su racionalidad”. Y aunque llevaba razón, no la llevaba en el sentido que él quería decir y a mí entonces se me escapaba.

Ese sentido y todos los principios –si es que podemos llamarlos así– del posmodernismo quedan meridianamente aclarados en la obra de Gabriel Andrade.

Para empezar, su origen izquierdista. No estoy de acuerdo con Roberto Augusto, cuando opina que el posmodernismo no es un movimiento básicamente de izquierdas. Lo fue exclusivamente en su origen y lo sigue siendo principalmente, si bien es cierto que a estas alturas ya se ha convertido en una corriente de pensamiento transversal que recorre todo el espectro político y no conoce límites de edad, clase social, formación. Los posmodernistas que yo he conocido son fundamentalmente de izquierdas, pero sé de muchos otros que no lo son. Se dan de hecho todas las combinaciones que uno podría imaginar: la última con la que he topado era una profesora de Química e ideología anarquista, o algo parecido, que además de posmoderna de izquierda extrema dotada de una sólida formación científica, no se consideraba posmoderna, ya que ella y toda la izquierda, a su parecer, era deudora de la Ilustración. Unos días antes la oí decir que toda aquella Física y Química que enseñaba a sus alumnos era “hipotética”, y otro día que durante una sesión de reiki había tenido una suerte de viaje astral. Lo dicho: para todos los gustos.

Pero aunque en efecto se den todas las combinaciones imaginables, no debemos olvidar la realidad actual: la izquierda está infestada e infectada, casi totalmente tomada, por el posmodernismo. Los reductos racionalistas, como los diversos círculos escépticos, son una gota en el océano, algo de lo que por cierto, ellos no quieren enterarse. Disonancia cognitiva.

No es el único caso en el que la padecen. También están confundidos en su visión de la historia, y me temo que lo seguirían después de leerse la sinopsis histórica que Andrade traza en torno a la evolución de los conceptos izquierda y derecha desde los tiempos de la Revolución Francesa. Sinopsis no sólo afortunada, sino además, en mi opinión, de lectura obligatoria en todos los centros escolares: “La retórica izquierdista latinoamericana y española no ha podido (o querido) advertir las diferencias entre la derecha liberal y la derecha reaccionaria y suele aglutinarlas como un solo enemigo”. Para comprobar hasta qué punto esta confusión reina entre los escépticos de izquierda, basta con darse una vuelta por el Facebook o el Twitter de sus representantes más destacados. Omito nombres, porque quedaría feo.

Con igual acierto, y sin fisuras, refuta Gabriel Andrade las diversas imposturas intelectuales del posmodernismo: el relativismo gnoseológico y cultural (no considero fisura la ausencia de un argumento lógico contra el principio de no contradicción, por la misma razón que él aduce: tendríamos que abandonar de inmediato cualquier lectura, cualquier discusión), la realidad como construcción social, la occidentofobia, la idealización del primitivismo, el tercer feminismo y otros disparates, todos imbuidos de ignorancia (ni siquiera saben que el relativismo ya estuvo en boca de los sofistas y de Pirrón), hipocresía (ni se los creen realmente ni los llevan a la práctica a la hora de la verdad) y en general autorrefutantes. El autor nos convence – o debe convencer– de que existe ahí fuera una realidad inmanente, independiente de nuestros deseos y que existiría por sí misma aunque nuestras mentes no estuvieran aquí para establecer su naturaleza, sus características, sus leyes: “nuestros enunciados serán verdaderos sólo en la medida en que representen acordemente esa realidad externa.”

Hasta aquí ninguna objeción, sino todo lo contrario: todas y cada una de las tesis del autor están defendidas magistralmente y con un estilo y una forma, impecables, contundentes, poderosos. El problema comienza, en mi opinión, cuando pretende trasladar la certeza que tenemos sobre la realidad objetiva, sobre el ser, al inaprehensible, resbaladizo y acomodaticio terreno de la moral, es decir, al deber ser. Y lo confieso: como a Gabriel Andrade, ya me gustaría que eso fuera posible, válido, gnoseológicamente legítimo (defenderé que desde un punto de vista puramente pragmático, sí lo es). Pero no lo es, y creo que podemos afirmarlo con igual rotundidad: que es la Tierra la que gira en torno al Sol y no al revés, fue verdad cuando todo el mundo pensaba lo contrario y lo seguirá siendo hasta que eso deje de ocurrir y ya no estemos nosotros para constatarlo; pero que esa revolución planetaria sea buena o mala, justa o injusta, conveniente o inconveniente, bella o fea, estremecedora o insípida, misteriosa o rutinaria, todo eso cae de lleno en el terreno de la Estética, es decir, de lo relativo. Dicho de otro modo: no sólo no me parece desacertado extender la crítica al relativismo hasta los confines de la moral, sino que es objetivamente imposible (y añadiría -pero entonces incurriría en autorrefutación- "éticamente reprobable").

Si encima acudimos al muy impreciso, debatido y subjetivo recurso de la “felicidad”, como norte y referente absoluto de esa moral que pretendíamos construir, el terreno se vuelve aún más resbaladizo. Aquí, en mi opinión, los posmodernos sí aciertan, aunque seguramente no por los motivos que ellos creen. Puedo estar de acuerdo con Andrade en que una mujer bien situada económicamente, que va al gimnasio y lleva una vida aparentemente normal es más “feliz” que un subsahariano que se muere de hambre o cualquier persona sometida a tortura en un rincón ignoto del planeta. Pero eso no me hace saber qué es la felicidad, concepto que no ha dejado de ser evanescente desde que los filósofos helenísticos se obsesionaron con la idea de que existía. Ni siquiera voy a entrar en la cuestión de qué siente, detrás de su fachada, realmente esa mujer media bien acomodada, ni recordar el tremendo éxito que entre ese público feliz tienen los psicotrópicos, los fármacos y los libros de autoayuda que prometen aquello que ni siquiera sabemos definir.  Tan sólo señalaré que a lo sumo puedo discernir diversos grados de sufrimiento, angustia o malestar.
 
Esto no significa que la razón, la Ilustración, la Ciencia, estén en un error. Tengo la impresión de que el autor, al igual que otros escépticos y filósofos en general, sienten la necesidad de una "ciencia de la moral" con el fin de justificar la superioridad de la Ciencia sobre otras supuestas formas de conocimiento. Pero creo que no es necesaria esa pretensión. Podemos estar seguros de que la Ciencia está en lo cierto, y ni siquiera necesitamos aplicarle el calificativo de “superior” ni ninguno similar para hacerla prevalecer. Simplemente prevalece por méritos propios (todos estaremos vivos para comprobar el éxito de los transgénicos y otras técnicas de manipulación). No requiere que nosotros, los “filósofos”, acudamos en su auxilio. Si los poderes benefician a las ciencias por medio de subvenciones e incluso se preocupan por combatir las pseudociencias, no necesitarán justificar su batalla, porque ésta y su victoria serán “legítimas” de facto en la medida en que los más fuertes o aptos terminarán prevaleciendo. Es más, me aventuro a pronosticar un resultado a largo plazo para esta lucha entre Ciencia y pseudociencia: a medida que aquélla vaya resolviendo los problemas físicos y “espirituales” a que nos enfrentamos a lo largo de nuestras vidas, todo el mundo se volverá hacia ella, hasta que al final las pseudociencias se esfumen para siempre, por inoperantes más allá del limitado efecto placebo.

Acabo de mencionar los poderes. La obsesión de los posmodernistas con el poder ocupa el capítulo 9 del libro. Este punto está íntimamente relacionado con la tesis que acabo de exponer: el hecho de que ciertamente el poder ejerza una coerción sobre la población por medio de su archipiélago carcelario, no lo deslegitima ni convierte en conspiranoica ni disparatada la tesis según la cual esa coerción y ese archipiélago existen. Sin duda, las “enfermedades mentales” y las restantes conductas consideradas peligrosas para el colectivo (ciudad, nación, especie) son construcciones sociales, no en la medida en que existen o no (de hecho, existen), sino en la medida en que son tildadas de “anormales”, “patológicas” o lo que sea. Podríamos enumerar muchas formas de manipulación y hostigamiento por parte del Estado, desde toda la ideología de la nobleza (valor, honor, gloria, patria) hasta la persecución de sectas que luego llegaron a ser religiones oficiales. Constructos sociales. Dicho lo cual, estoy de acuerdo con la idea del Estado y de Gabriel Andrade de que deben existir cárceles y disciplina en los centros escolares. Pero repito: que esté de acuerdo en que nosotros seamos los fuertes y los disidentes sean “controlados” no significa que la coerción no exista.  



José Antonio Castilla Gómez
Madrid, España.
sphakteria@yahoo.es
 

9 comentarios:

  1. ¡SANTÍSIMO SACRAMENTO!

    ¡Exijo una explicación! Yo conocía, debido a compañeros, algunas de las "lúcidas" frases y pensamientos postmodernos, como "Todo vale" y "El hombre ha muerto"; me parecieron desde casi siempre unos disparates. Pero esto... "E=MC*2 Es machista", no lo entiendo, trato y trato, le doy vueltas pero no lo entiendo.

    Puedo entender el origen y el porque de algunas de las otras frases, pero esta... sencillamente no la digiero, que alguien me la explique por favor, como un humilde y vulgar estudiante de ingeniería pido una explicación sencilla, no es necesario que me manden una tesis, solo una aclaración de dónde salió semejante potaje intelectual, porque como ya he dicho, trato pero no lo entiendo.

    Saludos.

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    1. Hola Francisco, la feminista Luce Irigaray es la artífice de esto. Segun recuerdo (tengo que revisar bien el dato), decía que la ecuación es machista porque "privilegia la velocidad de la luz por encima de otras velocidades necesarias para nosotros". De todas formas, acá lo explican: http://laovejaferoz.blogspot.com/2012/04/un-grupo-de-feministas-desentrana-la.html

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  2. La coeecciòn existe en todas las sociedades,sin el sistema de control serìa imposible gobermar.El posmodernismo plantea el fin de las ideologias y esto no es cierto por lo menos para mi

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    1. Efectivamente, la coerción es necesaria para gobernar.

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    2. Estoy de acuerdo en que la coerción es necesaria para gobernar, al menos cierto grado de ella; pero no estoy de acuerdo, María, en que los postmodernos hayan vaticinado el fin de las ideologías.

      Este vaticinio es el propio de ciertos neoliberales, entre ellos el célebre Francis Fukuyama, influido por el sistema hegeliano. Dicen estos neoliberales que el "fin de la historia" es la democracia liberal representativa; una idea ingenua, cuando no malvada.

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  3. Las ideologias son parte se la condiciòn humana

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  4. No he leído el libro de Gabriel Andrade, pero me gustaría hacer algunos comentarios modestos. Los haré en este comentario y en el siguiente. Me disculpo por los errores que puedan contener.

    Creo que se comete el error de confundir “postmodernismo”, un estilo arquitectónico, con postmodernidad, un conjunto de doctrinas filosóficas más o menos similares. La confusión no tiene demasiada importancia.

    Me parece intolerable el comienzo de la reseña. Da la sensación, o quizá sólo me la dé a mí, de que el autor emplea argumentos ad hominem para desacreditar a los postmodernos: no nos interesa el supuesto desencanto de ese supuesto profesor de filosofía, a quien el autor ni tan siquiera nombra. Dicho profesor no puede defenderse, y, además, el desencanto de una persona que se dice postmoderna no significa que todos los postmodernos esgriman sus argumentos motivados por este sentimiento; lo cual, dicho sea de paso, no es del todo ilegitimo, aunque el argumentar sólo debiera fundarse en la reflexión. La postmodernidad puede rebatirse sin necesidad de estas cosas. Parece mentira que yo, un estudiante, tenga que recordar que, en el proceder intelectual, lo que se exige es el rebatir argumentos, y no el desacreditar a quienes sostienen formas de entender el mundo diferentes a las nuestras. Y, si se menciona a alguien, por mucho que el texto sea publicado en Internet, hay que nombrarlo con nombres y apellidos. En cualquier caso, el desencanto de los postmodernos -insisto- nos tiene que dar igual; a mí sólo me importan sus argumentos. No me parece lícito que una reseña, por muy superficial que sea, saque a colación estos asuntos irrelevantes, o que, en todo caso, únicamente tienen relevancia para quienes se sienten desencantados, si bien la postmodernidad es en buena medida una reacción desencantada a la ilustración y a algunos de sus más célebres -permítanmelo- “relatos”.

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  5. Debo hacer notar que, al hablar de progreso, conviene considerar diferentes ámbitos: el progreso técnico es evidente; el científico, no tanto, o al menos no podemos afirmarlo tajantemente; el ético tampoco puede afirmarse de manera taxativa.

    La técnica y la fabricación de herramientas están en algunos casos relacionadas con el desarrollo científico; cabría decir que existe una suerte de relación de codeteminación: el desarrollo de la técnica favorece el desarrollo científico, y éste es la condición de posibilidad del desarrollo de nuevas técnicas y herramientas. Pero, como el propio Mario Bunge recuerda, el desarrollo de la técnica no siempre significa un evidente desarrollo científico. Veremos lo que sucede en el futuro con las principales teorías de las ciencias físico-matemáticas; puede que la física relativista de Einstein, que corrigió o amplió la mecánica newtoniana, se vea a su vez modificada o corregida por otras teorías. En resumen: puede que la ciencia actual nos haya servido para fabricar nuevas herramientas y elaborar nuevos procesos técnicos, pero no podemos estar seguros de su nivel de desarrollo; para ello tendríamos que contemplar el conjunto de la historia humana como si fuéramos dioses, desde fuera. Nótese que el sostener dudas sobre el desarrollo de la ciencia no implica el relativismo cognitivo.

    El progreso ético, o, si se quiere, social, o político, es evidente, al menos en un sentido teórico, pero no en el ámbito práctico. Las ideas de la ilustración (las de carácter liberal y las igualitaristas, que ambas son importantes, aunque las segundas tienen -me la juego- un origen histórico anterior a las revoluciones inglesa y francesa) están en general contempladas en constituciones y códigos de un buen número de países. Sin embargo, la prevalencia del neoliberalismo está generando sociedades de individuos aislados, y los estados nación son reflejos pálidos de formas de convivencia reales, de carácter comunitario, digámoslo así, como las polis griegas, por poner un ejemplo célebre. Hoy, la libertad irrestricta del ámbito económico, que favorece el abuso, se ha trasladado al ámbito social; es la “realidad líquida”, expresión empleada por Bauman para referirse a los débiles lazos sociales tan propios de nuestras sociedades. El individualismo y el desarraigo se imponen en las sociedades postindustriales. ¿Esto es progreso? En el ámbito ético, sólo existe un progreso: el vínculo, que nuestro mundo deshace por momentos, debido a ideas neoliberales y, podría decirse, de carácter darwinista en el sentido social que tiene este término.

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  6. Un último comentario, en este caso sobre el “relativismo”, asociado a la postmodernidad. Si yo estoy bien enterado, el término hace referencia a diversas doctrinas. En cualquier caso, nótese que la física de Einstein es relativista: las mediciones dependen del sistema de referencia; ya no hay, como pensaba ingenuamente Newton, tiempo y espacio absolutos. Y nótese que, en opinión de Rorty, el relativismo debe entenderse como el que la esencia de las cosas está determinada por el contexto; o sea, la esencia de las cosas no es independiente del contexto de sentido y las relaciones establecidas entre las diferentes realidades. Es una teoría filosófica opuesta a lo que podríamos llamar “esencialismo”.

    En fin, ciertos postmodernos han sido desenmascarados por Alan Sokal y Jean Bricmont en su célebre libro “Imposturas intelectuales”, que yo recomiendo encarecidamente; pero la postmodernidad es un fenómeno cultural muy complejo; también lo es el “relativismo”, que no siempre tiene que ver con el poner en duda la capacidad del hombre para conocer la realidad. En su sentido más “blando”, la postmodernidad es poner en duda la ingenua idea de progreso humano, que, como he intentado indicar, es una idea de progreso “vulgar”, dicho esto en el sentido de que con ella no se distinguen los diferentes progresos. También es poner en duda la idea, quizá de origen ilustrado, que identifica al hombre como el verdadero dios que todo lo sabe y todo lo puede.

    Un cordial saludo, y disculpen por la extensión; he intentado ser breve, pero no lo he conseguido.

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