miércoles, 30 de enero de 2013

La gaita es el opio del pueblo zuliano



            Como es sabido, la gaita zuliana era originalmente un género de música protesta. Sus líricas reclamaban las condiciones precarias del Estado Zulia, y el reparto tan injusto de la riqueza petrolera desde Caracas. Desde 1958, todos los presidentes de la IV República fueron objeto de burla y críticas en las composiciones gaiteras. Hugo Chávez modificó eso. Con su concentración de poder, logró imponer la autocensura entre los gaiteros, y hoy la gaita protesta sencillamente no existe.
            Pero, ahora, se ha dado un paso aún más lejos. Ya la gaita no sólo ha dejado de servir como medio de confrontación frente a las tendencias opresivas de los gobiernos, sino que se ha convertido en su cómplice. La gobernación del Estado Zulia cayó recientemente en manos del Partido Socialista Unido de Venezuela. Una de sus primeras medidas ha sido exigir a las emisoras de radios colocar gaitas en su programación, como medio de protección de la cultura local zuliana.
            En varias ocasiones, me he opuesto a medidas como ésta. En primer lugar, es sencillamente violatoria de la más libertad individual en los gustos musicales. El Estado pretende imponer a la gente aquello que debe escucharse. Si las emisoras de radio colocan música de otra región, ha de ser porque hay tal demanda en el mercado. El Estado interfiere, obligando a las emisoras de radio colocar música que, sencillamente, la mayoría no quiere escuchar. Ocurrirá con la música algo parecido al fenómeno que Ludwig Von Mises preveía en el socialismo: puesto que al eliminar los mercados, los gobiernos no tienen manera de saber cuáles son las demandas reales de la gente, se terminarán produciendo rubros que no serán consumidos por nadie.
            En segundo lugar, estas medidas de proteccionismo musical enaltecen aquello que los románticos llamaron Volksgeist, el espíritu del pueblo. Y, en ese sentido, incentivan una mentalidad provinciana y nacionalista que obstaculiza el pleno desarrollo de una cultura cosmopolita. Se asume que la cultura zuliana es ‘pura’ y que debe estar libre de influencias extranjeras, sin caer en cuenta que jamás ha habido culturas puras, y que, precisamente, la misma cultura zuliana surgió como amalgama de elementos extranjeros. La exaltación del Volksgeist termina por encerrar en una camisa de fuerza nacionalista a los ciudadanos: presume que, para ser zuliano, es obligación comer patacón y escuchar gaita. Quien no lo haga, es un traidor.
            Pero, ahora, encuentro un tercer motivo para rechazar estas medidas de proteccionismo. Desde hace años, los zulianos hemos luchado por mayor autonomía en nuestras decisiones políticas, y mayor control de nuestros propios recursos, especialmente el petróleo. En la fase final de la IV República, tuvimos notables progresos en esta lucha. A partir de 1998, no obstante, hubo terribles retrocesos. El gobierno de Hugo Chávez fue despojando de competencias a los gobiernos locales, al punto de que la administración de puentes y carreteras fue trasladada al gobierno central en Caracas.
            La imposición de gaitas en la radio es una cortina de humo para contener el descontento de los zulianos frente al saqueo del gobierno central de Caracas. Francisco Arias Cárdenas, el actual gobernador, ha empleado el viejo truco romano de ofrecer pan y circo. Hábilmente ha manipulado los sentimientos nacionalistas románticos de los zulianos: con la retórica que apela a la protección cultural de la música zuliana, se ha presentado como un político comprometido con los intereses de la región zuliana.
            El problema con todo esto es que Arias Cárdenas ha defendido al Zulia en aquello que no debe defender, y no ha defendido al Zulia en aquello que sí debe defender. Ha impuesto la gaita a las emisoras de radio, pero no ha reclamado el regreso de la administración de los puentes y carreteras.
Y, así, la gaita se ha convertido en el opio del pueblo zuliano. Caracas sigue explotando al Zulia. Pero, para disimular esa explotación, nos ofrece la distracción de la gaita. El gobernador no mueve un dedo para retomar los puentes y carreteras, pero mueve todo su aparato coercitivo para imponer música (sobre los propios zulianos). Nuevamente, nos intercambian los espejitos por el oro. Es evocadora la caricatura de la conquista española, en la cual el indígena dice: “Vinieron. Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: ‘Cierren los ojos y recen’. Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia”. Pues bien, ahora, los zulianos cerramos los ojos y nos extasiamos con la música, nos dan la gaita, y nos quitan el petróleo.
En esta discusión, hay un trasfondo filosófico. A inicios del siglo XIX, Herder, uno de los artífices del concepto del Volksgeist, enalteció la identidad cultural de cada nación, y la necesidad de protegerla frente a las influencias foráneas, sin importar cuán progresistas fueran esas influencias, y cuán retrógradas fueran las manifestaciones culturales locales. Unas décadas después, Marx vio el peligro de este nacionalismo cultural. A juicio de Marx, el nacionalismo es un aparato ideológico del cual se valen las clases dominantes para afianzar su dominio. Como la religión, el nacionalismo cultural es opio para el pueblo, en la medida en que distrae a los explotados respecto a sus verdaderos motivos de explotación.
Pues bien, a partir de esta apreciación de Marx, me parece urgente apreciar que quien ofrece música procedente de otro país no es ningún explotador. El verdadero explotador es quien depreda recursos de una región, y no permite a sus propios ciudadanos administrar su propia riqueza y tomar decisiones relevantes en el manejo de sus recursos. Marx advertía que los explotadores se valen de trucos para hacer olvidar a los explotados su condición. Pues bien, me temo que la gaita se ha convertido en otro truco más para que nos olvidemos del despojo de nuestros recursos materiales.

jueves, 24 de enero de 2013

El chavismo radical y Malí



         Siempre hay un sector de la izquierda que, como este caricaturista, se opondrá a las bombas. Pero, por supuesto, se opondrá a las bombas sólo si éstas proceden de alguna potencia occidental: no se opuso cuando Cuba atacó Angola o la URSS bombardeó Afganistán. Lo curioso, no obstante, es que el presidente francés que autorizó la intervención en Malí procede del propio partido socialista de su país. Y, el gobierno de Hugo Chávez en Venezuela, el cual recurrentemente critica las intervenciones occidentales en África y el Medio Oriente, misteriosamente calla frente a la intervención francesa en Malí.
            En realidad no sorprende que el gobierno de Chávez permanezca callado frente a la intervención francesa en Malí. Amadou Toumani Touré, un firme aliado de Chávez, fue presidente de ese país hasta inicios del 2012. Tribus tuareg, en el norte de Malí, iniciaron una campaña militar, reclamando secesión para conformar un nuevo país, Azawad. Touré tuvo dificultad en manejar esta situación, y en esta coyuntura, sus militares le dieron un golpe de Estado.
Aprovechando el caos político, los Tuareg avanzaron en su ofensiva, pero además, contaron con el apoyo de un grupo insurgente islamista, Asnad Dine. En poco tiempo, los islamista tomaron control de la ofensiva, y su objetivo ya no era apoyar la secesión de Azawad, sino gobernar todo Malí con la shariah, la ley islámica. A medida que Asnad Dine avanzaba, imponía una severa versión de la shariah (comparable con la de los talibanes). El gobierno de Malí, conformado por los militares golpistas, pero también en alianza con algunos sectores del derrocado Touré, ha solicitado ayuda a Francia para detener el avance islamista. Francia ha accedido a esa petición. Todos los analistas militares coinciden en señalar que, si Francia no hubiese intervenido, Asnad Dine hubiese ya controlado Malí, pues su capacidad militar es abrumadoramente superior a la del gobierno en Bamako.
 Es natural, entonces, que el gobierno de Chávez no se oponga a la intervención francesa, pues aprecia que, a la larga, esta intervención auxilia a su aliado en Malí. Ciertamente las bombas francesas ayudan a quienes derrocaron a Touré, pero en esta coyuntura, es el mal menor frente a un enemigo mucho peor que no está dispuesto a reconocer, ni a los militares golpistas, ni a los seguidores de Touré.
Pero, como siempre, hay más papistas que el Papa. Y, aun si el gobierno de Chávez ha sido sabio en no reprochar a Francia su intervención, el chavismo tiene sectores en sus bases que reprochan la intervención francesa, sin detenerse a considerar la complejidad de la situación.
Esto es sintomático de un sector confundido de la izquierda. En su reproche al neo-colonialismo occidental, a la globalización y a la modernidad en general, están dispuestos a permitir que cualquier fuerza alternativa prospere, sin importar de quién se trate. En un gesto de suprema idiotez política, Michel Foucault apoyó la revolución islámica de Irán, y así, en nombre de la izquierda, dio aval a un régimen de ultraderecha (jamás una teocracia podrá ser de izquierda). Pues bien, del mismo modo, los grupos radicales chavistas que se hacen eco de esta caricatura, prefieren que en Malí impere una versión radical de la shariah, por encima de alguna versión del código napoleónico. Nuevamente, la ultraizquierda prefiere a la ultraderecha.
Podría alegarse, por supuesto, que Francia tiene motivos ocultos para intervenir. Seguramente Francia tiene intereses económicos en una de sus antiguas colonias. Antaño, la “justa intención” fue un criterio importante del ius ad bellum, el derecho a ir a la guerra. Pero, hoy los eticistas y juristas han cambiado de opinión: es muy difícil saber cuál es la verdadera intención de una intervención militar. Nadie está en la cabeza de Holland como para saber qué lo motiva realmente. Sólo podemos evaluar los hechos observables. Y, éstos son claros: un ejército atroz está amenazando a un gobierno que, si bien no está legítimamente constituido, al menos es el mal menor. Permitir que Asnad Dine tome el control de Malí es abrir paso a la más brutal opresión en el corazón de África, la cual fácilmente puede ser expandida al resto del continente, y a Europa misma.
Hay también la crítica, expresada en esta caricatura, de que no es posible divulgar la libertad, la igualdad y la fraternidad por vía armada. Invadir países en nombre de los ideales revolucionarios franceses es una profunda muestra de cinismo. Las ideas democráticas deben nacer en el seno de cada nación, nunca deben ser impuestas desde afuera.
Yo discrepo. Ciertamente lo más deseable es que cada país logre desarrollar sus propias instituciones. Pero, en ocasiones llegan momentos críticos, y se hace necesaria una ayuda foránea para impulsar las reformas internas, especialmente si los adversarios internos son avasalladores. El Che Guevara hizo lo propio en Bolivia, no veo por qué Francia no pueda pretender exportar sus ideales revolucionarios a aquellas zonas que así lo soliciten.
 Napoleón es hoy reprochado por su expansionismo militar, pero sería insensato negar que, mediante las bayonetas, Napoleón modernizó a una Europa anclada en la opresión del Ancien regime. El caso de España, me parece, es emblemático. En el siglo XIX, España estaba en la cola del progreso en Europa: persistía la inquisición, había una monarquía absolutista, el clero dominaba. Había un grupo de españoles, los afrancesados, quienes favorecían la influencia revolucionaria francesa. Cuando Napoleón invadió España, se erradicaron muchas de las instituciones opresoras propias del Ancien regime. Por vía de la bayoneta, España tomó el primer paso para salir del atraso representado por el trono y el altar.
Hubo, por supuesto, muchísimas atrocidades en la invasión napoleónica a España. Incluso un afrancesado, Francisco de Goya, denunció vivamente los abusos franceses. La invasión napoleónica a España no tuvo justificación. Pero, no por ello debemos ignorar que, por vía de la bayoneta, en ocasiones sí se puede imponer satisfactoriamente la democracia y los ideales de la revolución francesa en un país. Napoleón fracasó en su intento de enrumbar a España por el progreso, pues su intervención militar fue desastrosa, y ocasionó mucho más daño del bien que pudo derivarse de aquella empresa.

 
Pero, como bien nos recuerda Dinesh D’Souza, la imposición de la democracia mediante la bayoneta en Alemania y Japón a partir de 1945 no ha sido un fracaso. Si no hubiera sido por la intervención de potencias foráneas, esas dos naciones estarían aún hoy inmersas en la forma más brutal del fascismo. El buen analista debe advertir que, en ocasiones, es necesario un empujón desde afuera, para impulsar la democracia y detener sus amenazas internas. Hasta el 2012, Malí había sido uno de los países en África que mejor consolidaba su democracia. Hoy está severamente amenazada. Un empujón desde afuera bien podría ayudar a rescatarla.
Los grupos radicales chavistas, como casi siempre, opinan a la distancia. No se han detenido a apreciar que la mayoría de los mismos ciudadanos de Malí favorecen la intervención francesa, del mismo modo en que los kuwaitíes favorecieron la intervención occidental en el Golfo Pérsico en 1991, o incluso, la mayoría de los mismísimos franceses favorecieron el desembarco de tropas norteamericanas y británicas en Normandía en 1945. En el fondo, estos grupos radicales chavistas tienen un profundo desprecio por los otros pueblos del mundo. Quieren teocracias islámicas de ultraderecha, pero para los demás. En su obsesión por oponerse a Occidente a toda costa, no les importa que Malí pierda su democracia y sea gobernada por una minoría de fanáticos religiosos.
  

miércoles, 23 de enero de 2013

La antropología y la traducción



Hoy está muy en boga la idea de que no hay culturas superiores a otras. En muchas ocasiones he disputado esto. Es sentido común aceptar que no están al mismo nivel moral, una cultura que practica sacrificios humanos, y una cultura que organiza ayudas humanitarias a las víctimas de un tsunami en otra región del mundo. No están al mismo nivel intelectual, una cultura que no conciba la relación entre el coito y el parto, y una cultura que haya descubierto la existencia del ADN.
            Pero, a la hora de jerarquizar el nivel intelectual de las distintas culturas, los antropólogos culturales inclinados hacia el relativismo advierten que debemos asegurarnos de que hemos traducido correctamente los alegatos de los pueblos aparentemente en inferioridad intelectual.
           Si, como Noam Chomsky, aceptamos que existe una gramática universal inscrita en el cerebro de todos los seres humanos, entonces no deberíamos tener mayor dificultad en admitir que todas las lenguas son perfectamente traducibles entre sí. A simple vista, parece que Chomsky efectivamente tiene razón. Pero, desde hace mucho tiempo, varios lingüistas, antropólogos y filósofos han señalado las dificultades de la traducción.
            El filósofo W.O. Quine, por ejemplo, planteaba un famoso caso: un antropólogo vive con una tribu y está intentado aprender su lengua. De repente, pasa un conejo, y un miembro de la tribu grita “¡gavagai!”. La primera inclinación del antropólogo es postular que esa palabra significa “conejo”. Pero, quizás, podría significar “objeto que pasa rápido”, o “nuestra cena”, o “vayamos de cacería”.
            Estas dificultades son más comunes de lo que parecen. Para intentar resolverlas, los lingüistas recomendarían incorporar una dimensión pragmática en el estudio de las lenguas: analizar no sólo qué denotan las palabras, sino cómo se usan en determinados contextos. El antropólogo tendrá que vivir mucho tiempo en la tribu, para poder descifrar qué significa exactamente ‘gavagai’.
            Los antropólogos que disputan la superioridad intelectual de nosotros los modernos occidentales sostienen que, esta jerarquización entre mente ‘moderna’ y mente ‘primitiva’ muchas veces se basa en errores de traducción y confusiones lingüísticas. Y, alegan los antropólogos, en plenitud de ocasiones, muchas conductas y creencias supuestamente irracionales entre los no occidentales, tienen su correspondencia analógica entre los occidentales modernos, pero existe un sesgo a considerarlas ‘primitivas’ si forman parte de otra cultura.
            Por ejemplo, tengo un amigo firmemente católico que se burla de que los hindúes tienen 330 millones de dioses, y que son una religión politeísta. En respuesta, yo le he señalado que el catolicismo tiene miles de santos, vírgenes, ángeles, querubines, demonios, etc., de forma tal que él también es un politeísta. Su respuesta (típica entre católicos) es que ellos veneran a los santos y vírgenes, pero sólo adoran a Dios, el cual es uno. Por ello, son monoteístas.
            Esto, me parece, es jugar con palabras. Pues, las 330 millones de entidades a las cuales los hindúes les rinden culto, han sido catalogadas como ‘dioses’ por los occidentales. Pero, el término sánscrito para esas entidades es deva. Si, en vez de atenernos a la traducción tradicional, traducimos ‘deva’ por ‘entidad espiritual’, y Brahman por ‘Dios’, entonces el hinduismo es una religión tan monoteísta como el catolicismo, con una única deidad suprema, y miles de entidades espirituales subalternas.
            Pero, los problemas no sólo se limitan a la traducción de palabras, sino al entendimiento de algunas prácticas aparentemente irracionales. En muchas sociedades existe alguna forma de totemismo. En estos sistemas religiosos, la gente afirma ser un animal. Es fácil para un psiquiatra alegar que esto es un delirio psicótico. O, en todo caso, algunos antropólogos de antaño (como Lucien Levy Bruhl) interpretan esto como evidencia de una ‘participación mística’: los primitivos no piensan lógicamente, y creen que pueden ser humanos y no-humanos a la vez.
            Con todo, cuando escuchamos a José Luis Rodríguez decir “yo soy el Puma”, nadie opina que este cantante es psicótico o que no tiene la capacidad de razonar a partir del elemental principio lógico de la no contradicción. El antropólogo Claude Levi-Strauss fue célebre, entre otras cosas, por postular que las creencias del totemismo no son propiamente aseveraciones de una identificación mística con animales, sino formas metafóricas de expresar relaciones sociales entre clanes representados por animales. De nuevo, todo esto sugiere que muchos juicios que jerarquizan intelectualmente a las culturas proceden de erróneas traducciones, y que antes de apresurarse a decir “cultura X es irracional por creer tal cosa”, es necesario indagar bien el contexto en el cual se enuncian las creencias.
            Del mismo modo, algunas prácticas pueden ser erróneamente interpretadas. Es fácil, por ejemplo, burlarse de un practicante de la religión vudú por creer que, al colocar alfileres sobre la figurilla de una persona, ésta será perjudicada. El antropólogo J.G. Frazer, postulaba que esto era típico de una mentalidad primitiva que acude a principios de magia basada en simpatía (asumir que las cosas que se parecen, o que alguna vez estuvieron en contacto, mantienen alguna conexión). Pero, en una feroz crítica a Frazer, el filósofo Ludwig Wittgenstein advertía que nosotros los modernos besamos las fotos de nuestros seres queridos: ¿acaso eso es evidencia de que persiste la creencia de que ese beso se extenderá a la persona fotografiada, y por ello somos irracionales? De nuevo, es necesario indagar con mayor profundidad contextual para saber si el sacerdote vudú que inserta agujas sobre la figurilla espera realmente un efecto mágico instantáneo, o si más bien se trata de un simple gesto de odio, algo similar a un psicodrama terapéutico.
            Yo dudo mucha de la existencia de Dios. No creo, por tanto, que exista una entidad sobrenatural que derrame sus bendiciones sobre los seres humanos. Pero, diariamente, yo pido la bendición a mis padres. Cuando me ven hacer esto, muchos amigos inmediatamente saltan a preguntarme: “si no crees en Dios, ¿por qué pides la bendición?”. En América Latina, por supuesto, pedir la bendición es una forma de mostrar cariño y respeto, independientemente de la creencia en poderes carismáticos sobrenaturales.
Quizás un antropólogo procedente de otra cultura, a la manera de Frazer, habría saltado a denunciar que, diariamente, un profesor universitario en Maracaibo (es decir, yo), solicita poderes sobrenaturales procedentes de sus padres. Ese mismo antropólogo sostendría que en las modernas fiestas de Halloween, los adolescentes masivamente creen que las calabazas se convierten en objetos animados en medio de danzas y disfraces que invocan espíritus malignos.
De esa forma, estoy dispuesto a conceder a los antropólogos relativistas que, antes de jerarquizar intelectualmente a distintas culturas, debemos hacerlo con más cautela. Frazer y la primera generación de antropólogos no tuvieron la suficiente cautela como para evaluar rigurosamente en su contexto, cada práctica y creencia aparentemente irracional. Hoy, afortunadamente, la antropología exige trabajo de campo para evitar incurrir ese tipo de confusiones.
Con todo, el hecho de que hoy los antropólogos son más cuidadosos a la hora de traducir y describir, no implica que no podamos intentar jerarquizar intelectualmente a las culturas en función de su desempeño intelectual. Aun si los antropólogos han indagado más y han ubicado más cuidadosamente las creencias y prácticas en cada contexto, siguen reportando que, por ejemplo, el sacerdote vudú que coloca alfileres sobre un muñequito no sólo ejerce catarsis en un psicodrama; antes bien, cree realmente en la eficacia de su magia, y pretende que su acción directamente perjudique al enemigo. Una práctica como ésa, tiene que seguirse considerando intelectualmente inferior al oficio de un científico en su laboratorio.

lunes, 21 de enero de 2013

El relativismo en la psiquiatría



            Si nos atenemos a la psiquiatría ortodoxa, el célebre libro de Richard Dawkins, The God Delusion, es erróneo en su propio título. El libro ha sido traducido al castellano bajo el título El espejismo de Dios, pero en realidad, la palabra inglesa ‘delusion’ es preferiblemente traducida ‘delirio’, de forma tal que el título correcto sería “El delirio de Dios”.
            Uno de los primeros autores en dirigir su atención a los delirios fue Karl Jaspers. Jaspers identificó un delirio como una creencia falsa, firme e incorregible (no hay forma de convencer de que la creencia es falsa, aun con evidencia latente). Pero, eventualmente, los psiquiatras añadieron un criterio: para ser considerada ‘delirio’, una creencia debe estar al margen de lo que crea la mayoría de las personas en el contexto cultural.
            Así pues, la creencia en brujas en una sociedad occidental contemporánea podría ser un delirio, pero esa misma creencia, en una tribu africana, no sería delirio, en tanto el contexto cultural es concordante con la creencia. Bajo esta óptica, la creencia en Dios podría ser errónea, pero no delirante. Pues, es obvio que en nuestra cultura, la mayoría de las personas acepta la existencia de Dios. No hay tal cosa como un ‘delirio colectivo’. Al convertirse en colectiva, una creencia ya deja de ser delirio.
            Esta consideración ha permitido la entrada de una forma de relativismo en la psiquiatría. Cada vez más, los psiquiatras están inclinados a distinguir lo normal de lo patológico en función de cada contexto cultural. Se ha llegado a postular que el DSM-IV, el compendio de enfermedades psiquiátricas, tiene un sesgo occidental moderno y que, como suelen denunciar los representantes de la anti-psiquiatría, en realidad es una forma de ejercer control sobre aquellas personas que no se ajustan a los patrones de conducta impuestos por la sociedad moderna.
            Así pues, el relativismo ha encontrado terreno fértil en la psiquiatría, al advertir que, aquello que se considera enfermedad mental en una sociedad, no es necesariamente considerado patología en otra. Y, en función de eso, antes de apresurarse a catalogar como síntoma de enfermedad alguna conducta en particular, el psiquiatra debe impregnarse de la cultura del individuo en cuestión, para poder determinar hasta qué punto su conducta realmente está al margen de la normalidad en esa cultura.
            Todo esto es evocado por la historia sobre un reino compuesto por gente que, al beber inadvertidamente veneno, empezó a enloquecer. El rey aún no había enloquecido, pero los súbitos, enloquecidos por el veneno, empezaron a postular que el rey estaba loco por no ser como ellos. Para ‘curarse’ y ser como el resto de la población, el rey decidió tomar el veneno, y así dejar de ser ‘loco’ en la medida en que se asimiló a la ‘normalidad’ de la población.
            Todo esto parece muy sensato. Pero, como con toda forma de relativismo, es necesario manejar esto con sumo cuidado. Hay dos formas de relativismo: el descriptivo y el normativo. El relativismo descriptivo se limita a sostener que, entre distintas culturas, efectivamente hay distintas creencias y prácticas. El relativismo normativo, en cambio, da un paso más lejos y no sólo se limita a sostener que entre culturas hay diferencias de prácticas y creencias, sino que, la moralidad (de las prácticas) o la veracidad (de las creencias) dependerán de su contexto social. Bajo esta doctrina, si una cultura cree que la práctica X es moral, o que la creencia Y es verdadera, entonces efectivamente, en ese contexto cultural, X es moral, y Y es verdadera.
            Podemos aceptar el relativismo descriptivo, pero debemos rechazar el relativismo normativo. Ciertamente los aztecas opinaban que el sacrificio humano no era inmoral, pero no por ello, el extirpar corazones humanos como parte de un ritual deja de ser inmoral. Los campesinos en la Edad Media creían que la Tierra era plana, pero no por ello, esa creencia era verdadera. Quizás esas prácticas y creencias fueron aceptadas por la mayoría en sus respectivos contextos, pero el mero hecho de que sean aceptadas por la mayoría no hace moral a las prácticas, o verdaderas a las creencias. Tanto los aztecas como los campesinos medievales estaban sencillamente equivocados.
            Me parece que de la misma forma debemos razonar respecto al relativismo en la psiquiatría. Podemos aceptar que, efectivamente, aquello que es considerado patológico en una sociedad, no es considerado patológico en otra. Pero, no por ello, ciertos tipos de creencias o conductas dejan de ser patológicas. Algunas conductas son patológicas (o normales), independientemente de lo que piense la mayoría en un determinado contexto cultural.
            La epilepsia, por ejemplo, es considerada por muchas culturas chamánicas como un don espiritual. Los síntomas de la epilepsia sirven para acceder al mundo de los espíritus, y propiciar rituales de curación. Asimismo, la masturbación y la homosexualidad han sido consideradas enfermedades mentales por algunas culturas (entre ellas, la misma civilización occidental en fechas recientes).
            ¿Implica ello que la epilepsia puede ser normal, y la homosexualidad y la masturbación pueden ser patológicas? No lo creo. La epilepsia es patológica y la masturbación es normal, independientemente de lo que opine la mayoría en un determinado contexto social.
            Es prudente, por supuesto, aplicar una dosis de relativismo en la psiquiatría, y adquirir conciencia de que, efectivamente, algunas enfermedades mentales son construcciones sociales cuyo entendimiento no puede ser trasladado nítidamente de una cultura a otra. Pero, es necesario mantener a la raya a este relativismo cultural en la psiquiatría. La mayoría de las enfermedades mentales no son construcciones sociales; antes bien, tienen una base neuronal firme.
Quizás, después de todo, Richard Dawkins sí tenga razón, y la creencia en Dios sea un delirio, independientemente de cuánta gente acepte esta creencia. Con todo, yo no estaría dispuesto a encerrarla en la casilla de los ‘patológico’, pues si bien me inclino a no compartir la creencia teísta, creo que tanto los ateos como los teístas tienen argumentos en su postura, lo suficiente como para evitar la etiqueta de ‘delirio’, la cual supone, como sostenía Jaspers, es una creencia abiertamente falsa e incorregible.  

jueves, 17 de enero de 2013

Uri Geller y el chamán Quesalid



           Uri Geller fue un fenómeno impresionante: doblaba cucharas con la mente, adivinaba el pensamiento de otras personas, alegaba poder levitar, etc. Sus destrezas agarraron incautos a muchos, incluyendo intelectuales terriblemente ingenuos. Gracias a la ardua labor investigativa del gran James Randi, Geller fue expuesto como un fraude. Randi, un ilusionista de larguísima experiencia, detalló cada uno de los trucos que empleaba Geller.
            Randi en en sí mismo un ilusionista, y en ese gremio, hay un código de caballería que exige no divulgar sus técnicas al público. El problema, no obstante, es que Geller pretendía convencer a la gente de que sus presentaciones no eran meros trucos, sino verdaderos poderes paranormales. Randi sintió el deber de desenmascarar a Geller, quien se aprovechaba cínicamente de la gente. Los intelectuales están muy agradecidos con la labor de Randi. Gracias a Randi, se incentivó el pensamiento crítico, y hoy parece mucho más difícil que aparezca un charlatán estafando a la gente, so pretexto de realizar prodigios paranormales.
            La academia alaba a Randi por su labor investigativa frente a un charlatán occidental. Pero, cuando surge un escéptico que desenmascara a charlatanes en culturas no occidentales, inmediatamente saltan los antropólogos a acusar a estos escépticos de promover una forma de ‘imperialismo cultural’: sabotean y destruyen las creencias locales con conceptos procedentes de la hegemonía científica occidental. Muchos científicos han señalado que la acupuntura o la medicina ayurvédica, por ejemplo, son prácticas fraudulentas. Los antropólogos de la medicina defienden a quienes promueven estas prácticas, bajo la excusa de que, si bien no tienen una ‘eficacia biológica’, sí tienen una ‘eficacia simbólica’.
            El antropólogo que inventó este concepto de ‘eficacia simbólica’ fue Claude Levi-Strauss. Al analizar las curaciones de chamanes, Levi-Strauss postulaba que, con sus performances, los chamanes ofrecían bienestar social a sus clientes mediante el despliegue de símbolos de su propia cultura. El chamán intenta curar a la gente, no con las propiedades bioquímicas de sus remedios, sino haciendo sentir mejor al cliente mediante un ritual de curación. En otras palabras, el chamán se vale de símbolos culturales que, eventualmente, pueden servir de placebo para curar al enfermo.
            Levi-Strauss narra una historia interesantísima, originalmente recopilada por el antropólogo Franz Boas. Quesalid era un miembro de la tribu de los Kwakitul, en Norteamérica. En esa tribu abundan chamanes, pero Quesalid sospechaba que sus actos eran trucos fraudulentos. Quesalid quiso desenmascararlos, y para ello, se hizo estudiante de los chamanes, para así aprender sus trucos.
            Quesalid aprendió un truco básico: a la hora de intentar curar a un enfermo, podría morderse su propia lengua hasta que sangrara. Así, cuando el enfermo estuviera acostado, Quesalid podría colocar su boca sobre alguna parte del cuerpo del enfermo, escupir la sangre que procede de su propia mordida, y alegar que expulsó la sustancia que estaba generando el mal en el cuerpo del enfermo. Eventualmente, Quesalid perfeccionó esta técnica fraudulenta.
            Pero, para sorpresa del escéptico Quesalid, este truco curaba a muchos enfermos. Obviamente, se trataba de un efecto placebo. Quesalid decidió convertirse en un chamán hecho y derecho. Él mismo sabía que era un fraude, pero su fraude tenía una gran “eficacia simbólica”. Nunca desenmascaró a sus maestros, y siguió viviendo su mentira.
            La gran hipocresía promovida por los antropólogos médicos está en aplaudir la ‘eficacia simbólica’ del chamán Quesalid, pero oponerse al fraude de Uri Geller. No podemos ser tan arbitrarios; un mínimo de sensatez requiere más consistencia. Si, como Levi-Strauss, estamos dispuestos a admirar la ‘eficacia simbólica’ de un chamán que se muerde su propia lengua hasta que sangre, entonces también debemos admirar la ‘eficacia simbólica’ de un ilusionista que doble cucharas con la mano, pero alega hacerlo con la mente. Así como Quesalid hacía una gran performance con despliegue de símbolos, Uri Geller también era un gran show man. Y, presumo que, así como mediante el efecto placebo, Quesalid curó a algunos enfermos, Geller también pudo hacer sentir mejor a aquellas personas ingenuas que creyeron en sus trucos.
            No vale excusarse en la idea de que Quesalid no estafaba a la gente, mientras que Geller cobraba exorbitantes comisiones por sus presentaciones. Muchísimos antropólogos han documentado que, en las sociedades tribales, los chamanes cobran también por sus ‘servicios’. En Kenia, por ejemplo, una consulta a un adivino o chamán puede ser el equivalente del valor de una vaca.
            Quesalid (y, preusmo que también Geller) es emblemático del chamán pragmático que cree que con su ‘mentira piadosa’, ayuda a la gente (y, por supuesto, se ayuda a él mismo cobrando una comisión). No le importa buscar la verdad. Si tiene la opción de vivir feliz mintiendo, la asume. Los antropólogos aplauden este desprecio por la verdad en otras culturas, y es por ello que critican que un escéptico occidental irrumpa a desenmascarar los trucos de los chamanes. En 1995, por ejemplo, se estrenó un programa televisivo en India, Guru Busters, en el cual indios occidentalizados recorrían aldeas indias exponiendo los fraudes de los gurús. No faltaron antropólogos que señalaban que aquello era una ‘usurpación’ y sabotaje de la vida tradicional de la India, y que los racionalistas indios no alcanzaban a comprender la ‘eficacia simbólica’ de los gurús.
            La gran virtud de Occidente, en cambio, ha sido su compromiso irrestricto con la verdad. El científico, heredero de la revolución científica iniciada en la Europa del siglo XVII, busca la verdad independientemente de sus consecuencias. Alguna performance podrá tener ‘eficacia simbólica’, pero si esa performance se basa sobre una mentira, el científico occidental siente el deber de denunciarla. La verdad duele, pero es la verdad.
            Y, es precisamente este compromiso con la verdad, lo que ha contribuido a una dramática mejoría en las condiciones de vida de los países occidentales, al compararlos con otros países. China elevó sustancialmente su esperanza de vida, en el momento en que fue abandonando su medicina tradicional, y asumió la medicina científica occidental. La ‘eficacia simbólica’ tiene un poder curativo muy limitado; a lo sumo, curará males sujetos al efecto placebo. Pero, no todo en la medicina se resuelve con placebos.
            Quizás Quesalid cumplió una misión a corto plazo: mediante el placebo, curó a algunas personas con su ‘eficacia simbólica’. Pero, a largo plazo, el engaño de Quesalid ha sido perjudicial. En su deseo de prolongar una mentira, Quesalid le robó a su tribu la posibilidad de fomentar un espíritu crítico que, a la larga, les hubiese ofrecido muchísimas más ventajas.
De  la misma forma, quizás a corto plazo, Randi hizo daño a alguna gente, al quitarles la ilusión de ver a un mentalista hacer grandes prodigios, e impedir que algún efecto placebo operara. Pero, con su labor escéptica, Randi ha sentado las bases para el pensamiento crítico. Eso, a la larga, curará muchas más enfermedades que las charlatanerías. Por ello, grito a todo pulmón: ¡larga vida a Randi!, y ¡basta de relativismo en la antropología cultural!

miércoles, 16 de enero de 2013

En defensa de Sir James George Frazer



            Para la mayoría de los antropólogos contemporáneos, J.G. Frazer es uno de los grandes villanos del pasado. Frazer es emblemático del armchair anthropologist, el antropólogo de sillón que escribe enciclopedias sobre costumbres exóticas, sin jamás haber conversado con algún nativo en su vida. Frazer elaboró toda una teoría de la magia y la religión, a partir de una oscura referencia de Virgilio a propósito de un enigmático ritual en el culto a Diana.
Esta crítica es muy válida. Si la antropología pretende ser una ciencia, no puede conformarse con emplear un método de recolección indirecta de datos. Se requiere de más observación directa. Hoy, afortunadamente, los departamentos de antropología exigen trabajo de campo a sus miembros, ya no es aceptable hacer antropología meramente desde el sillón.
Pero, más que por su ausencia de trabajo de campo y sus fallas metodológicas, Frazer es duramente criticado por sus presunciones teóricas. Junto a E.B Tylor, Frazer sentó las bases de una antropología evolucionista que relega a los pueblos no occidentales, a una posición inferior en la escala de la evolución intelectual de la humanidad.
A juicio de Frazer, las manifestaciones culturales de los nativos son fases previas a la ciencia, conducidas por errores intelectuales. Frazer dedicó mucha atención a la magia: la consideraba un intento primitivo por establecer relaciones de causalidad en el mundo. En esto, se parece a la ciencia. Pero, a diferencia de la ciencia, la magia establece relaciones causales erróneas. Los magos creen que con elaborar una danza, o recitar unas palabras, pueden hacer llover o mejorar la cosecha. Bajo el esquema de Frazer, la humanidad tiene la necesidad de explicar y controlar el mundo, y la magia es una forma errónea de lograr ese acometido. En vez de estudiar rigurosamente las relaciones de causalidad, la magia se limita a las relaciones homeopáticas y de contagio: creer que aquellos objetos que se parecen son los mismos, o aquellos que alguna vez estuvieron en contacto son idénticos.
Frazer es típicamente denunciado como el promotor de una ideología imperialista victoriana que degrada a los pueblos no occidentales, al representar sus costumbres como supersticiosas y estúpidas. Los colonizadores se valieron de esta ideología para imponer su dominio, bajo la excusa de llevar ciencia y racionalidad a los ‘pueblos atrasados’.
Y, frente a ello, los antropólogos contemporáneos, impregnados de relativismo cultural, defienden la idea de que la magia no es inferior a la ciencia, sencillamente distinta. Asimismo, postulan que no hay pueblos intelectual o culturalmente superiores a otros, y que cada costumbre cultural debe ser entendida en su contexto, y no puede ser juzgada ‘desde afuera’ por un científico que proceda de otra cultura.
Uno de los que más explícitamente denunció a Frazer fue el filósofo Ludwig Wittgenstein. Éste formuló la lamentable idea de que existen ‘juegos del lenguaje’, inconmensurables entre sí.  Eso impide que alguien que participe en un juego del lenguaje, pueda juzgar como absurda o falsa la proposición de alguien que participe en otro juego del lenguaje. Así como un jugador de baloncesto no está en posición de criticar a un futbolista por patear la pelota en su juego, un científico no está en posición de criticar a un mago por pretender recitar unas palabras para hacer llover, pues está en su propio juego.
Wittgenstein criticó a Frazer explícitamente en un cuaderno publicado póstumamente, Observaciones a la rama dorada. En su obra, Frazer había llamado ‘primitivos’ a quienes practicaban la magia, precisamente por no haber tenido la capacidad de racionalizar óptimamente su pensamiento. Wittgenstein, en cambio, llama ‘primitivo’ a Frazer por juzgar las creencias de los primitivos bajo sus propios parámetros positivistas.
Y, además, añade Wittgenstein, Frazer es muy injusto con los ‘primitivos’, pues los ‘modernos’ tienen prácticas similares a las señaladas por Frazer, pero con todo, no las juzga negativamente. Por ejemplo, los modernos besan las fotos de familiares. Pero, dice Wittgenstein, no por ello consideramos que los modernos pretenden que ese beso se extienda a la persona retratada. Es sencillamente un acto simbólico. Pues bien, también debería considerarse un mero acto simbólico, y no un error de razonamiento, cuando un mago quema la estatuilla de algún enemigo.
Ciertamente esta última crítica por parte de Wittgenstein tiene mucho asidero. Antes de apresurarnos a juzgar alguna práctica o creencia como irracional, debemos asegurarnos de que no se trate de algún gesto simbólico. Con todo, Wittgenstein se equivocaría al pensar que todos los rituales realizados por los magos son meramente simbólicos. De hecho, plenitud de antropólogos competentes, que han trabajado de cerca con magos por largos periodos de tiempo, han documentado que, efectivamente, los rituales de la magia no buscan meramente expresar simbolismos, sino más bien manipular directamente el mundo.
La otra crítica levantada contra Frazer, aquella que sostiene que no podemos juzgar otras creencias y prácticas desde nuestra perspectiva, es muy débil. Posturas como las de Wittgenstein, y la mayor parte de los antropólogos culturales que recomiendan entender una cultura ‘desde adentro’ (en la jerga antropológica, esto se llama la ‘perspectiva emic’), son una variante más del relativismo.
Este relativismo niega que exista una verdad trascendente, sino que cada cultura construye un sistema coherente de prácticas y creencias. En todo caso, alegan los relativistas, puede juzgarse la coherencia interna de cada cultura, pero nunca a un elemento aislado. En ese sentido, si las prácticas del mago son consistentes con el resto de los elementos que conforman su ‘forma de vida’ (otro término predilecto de Wittgenstein), entonces no debemos juzgarlas negativamente.
Me parece urgente oponerse a este relativismo, y defender a antropólogos como Frazer. El problema del relativismo es su desprecio por la verdad. Una creencia o práctica puede ser coherente con los otros elementos del sistema en el cual está inmerso, pero aun así puede seguir siendo falsa. Tenemos plena justificación para reprochar a quienes crean que la tierra es plana, independientemente de si esa creencia es coherente con el resto de los elementos de su ‘forma de vida’. Importa poco si el mago tiene un ‘juego del lenguaje’ distinto del científico. Lo importante son los hechos: al indagar sobre los hechos del mundo, sabremos quién está equivocado, y quién no; quién tiene creencias razonables, y quién tiene creencias absurdas.
Frazer llamó al pan ‘pan’, y al vino ‘vino’. Es de sentido común que, quien explique la enfermedad como una invasión de gérmenes está más próximo a la verdad, y tiene mayor grado intelectual que quien explique la enfermedad como el acoso de espíritus malignos. Es de sentido común que, quien pretenda perjudicar a otra persona colocando agujas sobre un muñequito, no sólo está equivocado, sino que participa de una suerte de delirio. No vale sostener que el científico tiene ‘su versión y el mago tiene ‘otra versión’. No; un mínimo de sensatez nos debería conducir a admitir: el científico está en lo cierto y tiene un mayor grado de desarrollo intelectual; el mago se equivoca en su creencia, y está en un menor grado de desarrollo intelectual.
La ciencia ha ofrecido una sólida base cognitiva para promover espectaculares mejoras en las condiciones de vida de nosotros, los modernos. Pero, para que la ciencia mantenga su integridad y nos siga ofreciendo las enormes ventajas que nos ha concedido en los últimos tres siglos, es menester partir de la suposición de que la ciencia es superior a la magia. Si no hacemos esto, todo valdría, y la disciplina que requiere la ciencia ya no valdría el esfuerzo. Por ello, se hace cada vez más necesario rechazar argumentos como los de Wittgenstein, y recuperar la visión positivista de Frazer.

sábado, 12 de enero de 2013

Los límites de la antropología médica



            Entre los antropólogos culturales, el peor pecado que se puede cometer es el ‘etnocentrismo’. Y, el remedio, es una dosis de relativismo cultural. Esto tiene mucho sentido. Debemos evitar pensar que otras culturas son como la nuestra. No todas las culturas valoran lo que nosotros valoramos, entienden el mundo como nosotros lo entendemos, etc.
            No tengo nada que objetar a este relativismo, pues es meramente descriptivo. El problema, no obstante, es cuando el relativismo se torna normativo. Bajo esta variante del relativismo, no sólo debemos reconocer que otras culturas tienen otros valores, costumbres y modos de entender el mundo, sino que no debemos interferir sobre esos valores distintos. El relativismo cultural descriptivo se limita a sostener que las otras culturas son diferentes a nosotros. El relativismo cultural normativo, en cambio, da un paso más y sostiene que las otras culturas deben ser diferentes a nosotros.
            En la antropología médica, ocurren estas dos variantes de relativismo. Los antropólogos de la medicina buscan describir las maneras de entender los procesos de enfermedad y salud en las distintas culturas. Documentan creencias de todo tipo sobre las enfermedades y los remedios. Oportunamente, estos antropólogos advierten que no todos los pueblos del mundo creen que las infecciones son causadas por gérmenes; algunos pueblos creen que la epilepsia es causada por espíritus malignos, etc. La labor de estos antropólogos es sumamente loable, pues con gran espíritu enciclopédico, han buscado documentar las diversísimas concepciones de la salud y la enfermedad entre los seres humanos, la gran mayoría de ellas ajenas al entendimiento científico de la enfermedad.
            No obstante, la antropología médica se empieza a convertir en un problema cuando los antropólogos no sólo documentan prácticas medicinales ajenas a la medicina científica, sino que también las promueven. Y así, una vez más, dan el salto del relativismo descriptivo al relativismo normativo. Los antropólogos médicos son los principales culpables de la difusión de la terapia alternativa y folklórica. No se limitan a documentar que tal cultura cree que la gripe es causada por la influencia de espíritus malignos, sino que alientan a esa cultura a seguir con esas creencias irracionales.
            La medicina científica occidental es abrumadoramente superior a la medicina folklórica de otras culturas, y a la llamada ‘medicina alternativa’ que lamentablemente prospera en las mismas sociedades occidentales. Los avances medicinales, basados en el método científico, han mejorado dramáticamente las condiciones de vida y salud de los países que han sustentado sus sistemas sanitarios en la medicina científica moderna.
            Con todo, lo antropólogos de la medicina se empeñan en querer salvaguardar la importancia de conservar brujos, curanderos y chamanes. Algunos antropólogos en extremo relativistas, sostienen que sencillamente la verdad no existe, y que las teorías científicas son tan válidas como las teorías folklóricas y alternativas sobre la salud y la enfermedad. Otros antropólogos moderan su relativismo, pero sostienen que, aun si las teorías de la medicina folklórica son erradas, sirven un propósito loable, y por ello, cumplen una función muy importante.
En opinión de estos antropólogos, la enfermedad no es estrictamente una condición biomédica. También intervienen factores socio-culturales. Y, para lograr una óptima cura, no deben atenderse sólo los factores biomédicos que generan enfermedad, sino también aquellos factores socio-culturales que, desde el contexto del paciente, facilitan el proceso de curación. Los chamanes no atacan propiamente a los microorganismos que generan las infecciones, pero organizan un performance teatral que ofrece confort a los pacientes, y esto contribuye a la mejoría. Como alguna vez señaló el antropólogo Claude Levi-Strauss, el chamán no es biomédicamente eficiente, pero sí provee una ‘eficiencia simbólica’ que propicia un estado de bienestar en el paciente y su entorno social, el cual juega un papel importante en la cura.
            Muchas veces envuelto en una verborrea innecesaria (muy típica de los postmodernistas), básicamente el argumento de los antropólogos médicos es éste: en las enfermedades hay un gran componente psicosomático, y la medicina folklórica y alternativa puede servir como un importante placebo que sirve de gran ayuda en los procesos de curación. Además, sostienen estos antropólogos, muchas enfermedades son ‘socialmente construidas’ (es decir, no existen propiamente en la realidad, sino que son un producto de la sociedad donde aparecen), y para ello, es más eficiente un remedio que proceda de la misma sociedad que ‘construyó’ la enfermedad en cuestión.
            Quizás estos argumentos tengan un peso relevante en la psiquiatría. Se han documentado varios ‘síndromes culturales’, a saber, desórdenes mentales que aparecen en contextos culturales muy específicos (malayos que creen que su pene va a desaparecer, indígenas que creen que un espíritu se apodera de ellos y practican canibalismo, etc.). En vista de que estos desórdenes tienen un origen cultural específico, quizás las terapias de la psiquiatría no sean muy efectivas, y convendría usar la medicina de las propias culturas en las cuales surgen esos desórdenes.
            También es cierto que existen enfermedades psicosomáticas, o en todo caso, que varias enfermedades son condicionadas por niveles de estrés y ánimo, especialmente aquellas relacionadas con el sistema inmunológico. Cabe, entonces, la recomendación de los antropólogos médicos de emplear medicina folklórica a aquellos pacientes procedentes de contextos culturales los cuales, al recibir estos tratamientos, activarán el efecto placebo, y se podrán curar enfermedades psicosomáticas y contribuir a la mejora de las condiciones mentales que favorecen los procesos de curación somática. Por supuesto, debe haber una congruencia entre las expectativas del paciente y la medicina folklórica empleada: de poco servirá realizar un pequeño exorcismo católico con agua bendita a un paciente musulmán, o practicar gua sha a un enfermo yanomami. Pero, sí ayudará realizar acupuntura sobre un paciente chino, o  un ritual chamánico a un siberiano.
            No obstante, me parece que estos argumentos tienen sus límites. Existe una tendencia a exagerar el alcance de los componentes psicosomáticos en las enfermedades. Y, en parte, eso se debe a la influencia de un antiguo idealismo originario del pensamiento hindú, pero popularizado recientemente por la espiritualidad New Age: todo está en nuestra mente. Muchas terapias alternativas parten de ese supuesto: nos enfermamos porque deseamos enfermarnos. Si encontramos una armonía mental de buenos pensamientos, no habrá más enfermedades. Básicamente, la culpa es del mismo paciente por tener malos pensamientos.
            Las palmaditas en la espalda pueden ayudar, pero urge reconocer que su efecto es muy limitado. El grueso de las enfermedades se cura con la aproximación biomédica de los científicos, no con las performances de brujos, chamanes y curanderos. En el siglo XIV, un paciente que sufría de peste bubónica quizás se pudo sentir mejor al ver a los flagelantes darse sendos latigazos en su espalda, pues apreciaba en un ello una muestra de amor hacia los enfermos. Pero, por supuesto, los flagelantes no salvaron a los setenta y cinco millones de personas que murieron en esa terrible epidemia.
            No es intrínsecamente objetable la promoción de medicinas folklóricas y alternativas por parte de la antropología médica. Pero, deben mantenerse presente tres advertencias. La primera, es que el antropólogo nunca debe aceptar las explicaciones ofrecidas por los practicantes de la medicina folklórica (en la jerga antropológica, nunca debe aceptarse la perspectiva emic de la enfermedad). La antropología es en sí misma una disciplina científica, y eso debería impedir al antropólogo aceptar la existencia de espíritus, demonios o fuerzas vitales.
            La segunda advertencia es que, si bien el antropólogo puede admitir el efecto placebo de algunas prácticas medicinales folklóricas, nunca debe exagerar (como frecuentemente ocurre) su poder. El efecto placebo ciertamente existe, pero no todas las enfermedades son psicosomáticas, ni tampoco todas dependen de la condición mental del paciente.
           La tercera advertencia, quizás la más importante, es que la medicina folklórica se vuelve muy problemática cuando, en vez de complementar a la medicina científica, la sustituye, o peor aún, resulta perjudicial para la salud del individuo. Muchas terapias folklóricas y alternativas son inoperantes, pero también inofensivas (por ejemplo, la homeopatía). El daño aparece, no obstante, cuando el paciente, por confiar en la terapia folklórica, deja de acudir a la terapia alternativa. Y, el daño se potencia aún más, cuando la misma terapia folklórica resulta directamente perjudicial. La homeopatía es mayormente inofensiva (consiste básicamente en beber agua); pero la acupuntura puede generar lesiones graves, y se han documentado casos de exorcismos que han generado muertes.