Los
venezolanos nos hemos estrenado con las colas en los últimos tres años. En este
país nunca se había vivido algo parecido a lo que sí han atravesado los cubanos
por varias décadas, y lo que sufrieron los europeos del Este en la década
previa a la Guerra Fría. Me temo que esto seguirá por bastante más tiempo,
porque le hemos agarrado el gusto. La cola nos ha hecho masoquistas.
¿Dónde está lo agradable en pasar
cuatro horas en una cola bajo el inclemente sol, con olor a excremento humano,
y gritos? Está en la búsqueda de sentido
a la vida. Antes de las colas, Venezuela vivía el drama de la inseguridad y
el crimen. Eso, por supuesto, no ha mermado. Pero, ahora, psicológicamente vivimos
una preocupación aún mayor: la escasez. Sin embargo, a diferencia de la
inseguridad y el crimen, la escasez es una preocupación más agradable. No
estamos en control de cuándo un malandro nos va a robar. Pero, sí tenemos más
control de cuándo conseguiremos pollo (basta colocarse en cola por cinco
horas). En el atraco, hay mucho temor y angustia, y nada de esperanza. En la
cola, hay una frustración inicial, pero luego, crece en nosotros la esperanza,
y terminamos siendo amigos de los otros que están en la cola.
La cola da sentido a la vida de los
venezolanos, por motivos muy parecidos a los que ofrece Viktor Frankl en su
clásico libro, El hombre en busca de
sentido. La cola nos plantea un objetivo. Hay un propósito. Vivimos para la
esperanza. Al final, después de las cinco horas de cola, habremos alcanzado
gran satisfacción al llevarnos a la casa el pollo que tanto ansiamos. Frankl
sobrevivió al campo de concentración nazi imaginando el futuro y buscando cosas
que hacer para mantenerse ocupado. La clave para sobrevivir, siempre sostuvo
Frankl, era no perder la esperanza de que algo bueno iba a venir, sin importar
cuán minúsculo pudiera ser.
En un país en el cual la desocupación era
bestial, al punto de que el aburrimiento empezaba a convertirse en un problema
(en parte debido al incentivo del propio gobierno con sus programas sociales
dirigidos a fomentar aún más la inactividad económica), las colas ofrecieron una
alternativa. Ahora, el desempleado tiene un propósito en la vida, un tema de
conversación que puede llevarle horas y horas de plácida plática con sus
compañeros.
La cola se convirtió en una especie
de rally. Los rallies son juegos populares en Maracaibo desde hace muchos años
(ignoro si ocurren en el resto de América Latina, pero presumo que sí). En
estos juegos, varios equipos conducen sus autos y deben buscar pistas en toda
la ciudad, para resolver algún misterio. Pues bien, la cultura de las colas es
un rally perpetuo: al salir de una
cola, inmediatamente avisamos a amigos (y así, fortalecemos la
confraternización) que están repartiendo pollo en tal supermercado, y los
amigos, como en el juego de rally,
siguen las pistas. Al final, quedan físicamente exhaustos, pero mentalmente muy
satisfechos.
Los venezolanos no hemos inventado
nada de esto. Vladimir Sorokin, un novelista ruso, acordemente describió muchas
de estas situaciones en la era soviética, en su novela La cola. En la narrativa, la gente hace la cola sin saber
exactamente para qué es (nunca he visto algo así aún, pero sí he visto que la
gente hace la cola sin tener seguridad de que conseguirán el rubro prometido).
La gente comenta que el rubro ha de ser bueno, pues si no, no habría cola;
asimismo, la gente habla mal del actual gobierno, y ve con nostalgia gobiernos
pasados (a pesar de que seguramente esos gobiernos fueron peores). También, se
empieza a desarrollar una suerte de camaradería entre la gente que hace la
cola, pero también se vuelve muy volátil: por cualquier cosa, pueden terminar
peleando.
En esa tragicomedia de las colas, muchos
venezolanos encuentran el sentido a la vida. La cola es la gran roca que Sísifo
debe subir diariamente. El pensar en esa roca permitió a Albert Camus evitar el
suicidio, y el hacer colas, da a muchos venezolanos de clase baja, una
motivación para vivir más alegremente.
Esto, por supuesto, es masoquismo puro y
duro. No creo en teorías conspiranoicas. Francamente, dudo de que el gobierno
haya maquiavélicamente planificado todo esto de antemano. Pero, le ha venido muy bien. En vez de encontrar
sentido a la vida en cosas constructivas, el pueblo venezolano lo ha encontrado
en una situación muchísimo más estéril y destructiva, como es esperar en una
cola. Esto, no nos engañemos, favorece al gobierno. Pues, probablemente, el
pueblo está contento de que los mantengan en una cola, y para prolongar su
ejercicio de satisfacción existencialista en la búsqueda de sentido, seguirán
eligiendo a los hijos de puta que han ocasionado todo esto.
No imaginaba que la economía venezolana se hubiera degradado hasta ese extremo. ¿Es cierto que también se hacen colas para comprar papel higiénico, por ejemplo?
ResponderEliminarNo te creas que ese masoquismo es exclusivo de los venezolanos. Aquí en España, y entre personas supuestamente inteligentes como los profesores, hay una tremenda complacencia en hacer y padecer cosas tan tediosas como montar cola. Me refiero a reuniones en las que no se dice ni mucho menos decide absolutamente nada, pero que dan gustillo porque te dan ocasión para hablar y ligar. Por eso, ¿qué mejor opción que votar a Podemos para que nos hunda en la cultura institucionalizada de la cola y del no hacer nada?
Estoy temblando sólo de pensar que ese sueño progre se haga realidad. Creo que ahora vivo un paraíso que dentro de no mucho será un paraíso perdido.
Hola Jose,
Eliminar1. Sí, es cierto lo del papel higiénico. Aunque, en mi caso, yo prefiero ahorrarme la cola e ir al mercado negro y pagar más.
2. Vaya, ya os veré en las colas tras el triunfo de Podemos... En Venezuela tenemos un dicho: "éramos felices, y no lo sabíamos". Aprovechen.