Hace cuatro años fui al Alcázar de Segovia con un
grupo de alumnos italianos de intercambio. Me acompañaba un profesor de
Filosofía. Era invierno: en ningún sitio había pasado –ni he vuelto a pasar–
tanto frío como dentro de aquel edificio. Eso, unido al hecho de que me acordé
de las barbaridades que se cometían en los castillos y ciudades medievales, me
hizo decirle a mi colega: “Qué cutre y triste debía de ser la vida aquí.” Para
mi sorpresa, él reaccionó casi indignado: “¿Y hoy qué? ¿No ves los telediarios,
las matanzas de inocentes que hay por todo el mundo?”
Unas semanas después vi en el salvapantalla de su
ordenador una reconstrucción impresionante de una ciudad precolombina, que me
mostró con una sonrisa: “Y dicen que eran salvajes.” Entonces lo comprendí, o
creí comprenderlo: mi colega estaba muy desencantado con su vida y culpaba al
progreso.
Pero realmente no lo había comprendido todo. Fue mucho
después, cuando acabé de leer El posmodernismo ¡vaya timo!, cuando supe
darle nombre a la “filosofía” de aquel colega y de tantas otras personas que
hasta entonces había conocido.
Y es que yo no pensaba que las diversas posturas que
cuestionaban las conquistas de la razón, la ciencia, la tecnología y el
progreso en general podían englobarse bajo una común bandera: la del
posmodernismo. Si bien no se trata de un “movimiento” definido por unos límites
precisos, es casi imposible que el individuo que reniega del progreso no sea al
mismo tiempo un relativista tan descarriado como irritante. Como muestra, otro
botón tomado de aquellas mis conversaciones con el colega filósofo. Cuando otro
día conversábamos sobre el paso del mythos al logos y comenté que
los primeros filósofos abrazaron la racionalidad para explicar lo que los
hombres primitivos habían mirado con los ojos de un niño ingenuo, repuso: “No,
pero ésos tambien se sirvieron de su racionalidad”. Y aunque llevaba
razón, no la llevaba en el sentido que él quería decir y a mí entonces se me
escapaba.
Ese sentido y todos los principios –si es que podemos
llamarlos así– del posmodernismo quedan meridianamente aclarados en la obra de
Gabriel Andrade.
Para empezar, su origen izquierdista. No estoy de
acuerdo con Roberto Augusto, cuando
opina que el posmodernismo no es un movimiento básicamente de izquierdas. Lo
fue exclusivamente en su origen y lo sigue siendo principalmente, si bien es
cierto que a estas alturas ya se ha convertido en una corriente de pensamiento transversal
que recorre todo el espectro político y no conoce límites de edad, clase
social, formación. Los posmodernistas que yo he conocido son fundamentalmente
de izquierdas, pero sé de muchos otros que no lo son. Se dan de hecho todas las
combinaciones que uno podría imaginar: la última con la que he topado era una
profesora de Química e ideología anarquista, o algo parecido, que además de
posmoderna de izquierda extrema dotada de una sólida formación científica, no
se consideraba posmoderna, ya que ella y toda la izquierda, a su parecer,
era deudora de la Ilustración. Unos días antes la oí decir que toda aquella
Física y Química que enseñaba a sus alumnos era “hipotética”, y otro día que
durante una sesión de reiki había tenido una suerte de viaje astral. Lo dicho:
para todos los gustos.
Pero aunque en efecto se den todas las combinaciones
imaginables, no debemos olvidar la realidad actual: la izquierda está infestada
e infectada, casi totalmente tomada, por el posmodernismo. Los reductos racionalistas,
como los diversos círculos escépticos, son una gota en el océano, algo de lo
que por cierto, ellos no quieren enterarse. Disonancia cognitiva.
No es el único caso en el que la padecen. También
están confundidos en su visión de la historia, y me temo que lo seguirían
después de leerse la sinopsis histórica que Andrade traza en torno a la
evolución de los conceptos izquierda y derecha desde los tiempos
de la Revolución Francesa. Sinopsis no sólo afortunada, sino además, en mi
opinión, de lectura obligatoria en todos los centros escolares: “La retórica
izquierdista latinoamericana y española no ha podido (o querido) advertir las
diferencias entre la derecha liberal y la derecha reaccionaria y suele
aglutinarlas como un solo enemigo”. Para comprobar hasta qué punto esta
confusión reina entre los escépticos de izquierda, basta con darse una vuelta
por el Facebook o el Twitter de sus representantes más destacados. Omito
nombres, porque quedaría feo.
Con igual acierto, y sin fisuras, refuta Gabriel Andrade
las diversas imposturas intelectuales del posmodernismo: el relativismo
gnoseológico y cultural (no considero fisura la ausencia de un argumento lógico
contra el principio de no contradicción, por la misma razón que él aduce:
tendríamos que abandonar de inmediato cualquier lectura, cualquier discusión),
la realidad como construcción social, la occidentofobia, la idealización del
primitivismo, el tercer feminismo y otros disparates, todos imbuidos de
ignorancia (ni siquiera saben que el relativismo ya estuvo en boca de los
sofistas y de Pirrón), hipocresía (ni se los creen realmente ni los llevan a la
práctica a la hora de la verdad) y en general autorrefutantes. El autor nos
convence – o debe convencer– de que existe ahí fuera una realidad inmanente, independiente
de nuestros deseos y que existiría por sí misma aunque nuestras mentes no
estuvieran aquí para establecer su naturaleza, sus características, sus leyes:
“nuestros enunciados serán verdaderos sólo en la medida en que representen
acordemente esa realidad externa.”
Hasta aquí ninguna objeción, sino todo lo contrario:
todas y cada una de las tesis del autor están defendidas magistralmente y con
un estilo y una forma, impecables, contundentes, poderosos. El problema
comienza, en mi opinión, cuando pretende trasladar la certeza que tenemos sobre
la realidad objetiva, sobre el ser, al inaprehensible, resbaladizo y
acomodaticio terreno de la moral, es decir, al deber ser. Y lo
confieso: como a Gabriel Andrade, ya me gustaría que eso fuera posible, válido,
gnoseológicamente legítimo (defenderé que desde un punto de vista puramente
pragmático, sí lo es). Pero no lo es, y creo que podemos afirmarlo con igual
rotundidad: que es la Tierra la que gira en torno al Sol y no al revés, fue
verdad cuando todo el mundo pensaba lo contrario y lo seguirá siendo hasta que
eso deje de ocurrir y ya no estemos nosotros para constatarlo; pero que esa
revolución planetaria sea buena o mala, justa o injusta, conveniente o
inconveniente, bella o fea, estremecedora o insípida, misteriosa o rutinaria,
todo eso cae de lleno en el terreno de la Estética, es decir, de lo relativo.
Dicho de otro modo: no sólo no me parece desacertado extender la crítica al
relativismo hasta los confines de la moral, sino que es objetivamente
imposible (y añadiría -pero entonces incurriría en autorrefutación-
"éticamente reprobable").
Si encima acudimos al muy impreciso, debatido y
subjetivo recurso de la “felicidad”, como norte y referente absoluto de esa
moral que pretendíamos construir, el terreno se vuelve aún más resbaladizo.
Aquí, en mi opinión, los posmodernos sí aciertan, aunque seguramente no por los
motivos que ellos creen. Puedo estar de acuerdo con Andrade en que una mujer
bien situada económicamente, que va al gimnasio y lleva una vida aparentemente
normal es más “feliz” que un subsahariano que se muere de hambre o cualquier
persona sometida a tortura en un rincón ignoto del planeta. Pero eso no me hace
saber qué es la felicidad, concepto que no ha dejado de ser evanescente desde
que los filósofos helenísticos se obsesionaron con la idea de que existía. Ni
siquiera voy a entrar en la cuestión de qué siente, detrás de su fachada,
realmente esa mujer media bien acomodada, ni recordar el tremendo éxito que
entre ese público feliz tienen los psicotrópicos, los fármacos y los libros de
autoayuda que prometen aquello que ni siquiera sabemos definir. Tan sólo
señalaré que a lo sumo puedo discernir diversos grados de sufrimiento,
angustia o malestar.
Esto no significa que la razón, la Ilustración, la
Ciencia, estén en un error. Tengo la impresión de que el autor, al igual que
otros escépticos y filósofos en general, sienten la necesidad de una
"ciencia de la moral" con el fin de justificar la superioridad de la
Ciencia sobre otras supuestas formas de conocimiento. Pero creo que no es
necesaria esa pretensión. Podemos estar seguros de que la Ciencia está en lo
cierto, y ni siquiera necesitamos aplicarle el calificativo de “superior” ni
ninguno similar para hacerla prevalecer. Simplemente prevalece por méritos
propios (todos estaremos vivos para comprobar el éxito de los transgénicos y
otras técnicas de manipulación). No requiere que nosotros, los “filósofos”,
acudamos en su auxilio. Si los poderes benefician a las ciencias por medio de
subvenciones e incluso se preocupan por combatir las pseudociencias, no
necesitarán justificar su batalla, porque ésta y su victoria serán “legítimas” de
facto en la medida en que los más fuertes o aptos terminarán prevaleciendo.
Es más, me aventuro a pronosticar un resultado a largo plazo para esta lucha
entre Ciencia y pseudociencia: a medida que aquélla vaya resolviendo los
problemas físicos y “espirituales” a que nos enfrentamos a lo largo de nuestras
vidas, todo el mundo se volverá hacia ella, hasta que al final las
pseudociencias se esfumen para siempre, por inoperantes más allá del limitado
efecto placebo.
Acabo de mencionar los poderes. La obsesión de los
posmodernistas con el poder ocupa el capítulo 9 del libro. Este punto está
íntimamente relacionado con la tesis que acabo de exponer: el hecho de que
ciertamente el poder ejerza una coerción sobre la población por medio de su archipiélago
carcelario, no lo deslegitima ni convierte en conspiranoica ni disparatada
la tesis según la cual esa coerción y ese archipiélago existen. Sin
duda, las “enfermedades mentales” y las restantes conductas consideradas
peligrosas para el colectivo (ciudad, nación, especie) son construcciones
sociales, no en la medida en que existen o no (de hecho, existen), sino en
la medida en que son tildadas de “anormales”, “patológicas” o lo que sea.
Podríamos enumerar muchas formas de manipulación y hostigamiento por parte del
Estado, desde toda la ideología de la nobleza (valor, honor, gloria, patria)
hasta la persecución de sectas que luego llegaron a ser religiones oficiales.
Constructos sociales. Dicho lo cual, estoy de acuerdo con la idea del Estado y
de Gabriel Andrade de que deben existir cárceles y disciplina en los centros
escolares. Pero repito: que esté de acuerdo en que nosotros seamos los fuertes
y los disidentes sean “controlados” no significa que la coerción no
exista.
José Antonio Castilla Gómez
Madrid, España.
sphakteria@yahoo.es