La mayoría de los argumentos éticos
en contra de la clonación humana no son sustanciosos. Muchos de ellos proceden
de una visión teísta del mundo que, francamente, peca de mojigata. Suele
advertirse que el hombre no debe jugar a ser Dios (asumiendo gratuitamente, por
supuesto, que tal entidad existe), y que la hubris
(el orgullo humano que muchas veces se manifiesta en la tecnología) es
sumamente peligrosa. Yo tengo inclinaciones utilitaristas (pero, como explicaré
brevemente, éstas deben tener un límite), en función de lo cual, me parece que
la oposición a la clonación humana no debe atacar a la inmoralidad intrínseca
de esta tecnología (es decir, una crítica deontológica), sino a sus
consecuencias.
Un
argumento consecuencialista en contra de la clonación es que, se trata de una
tecnología riesgosa, cuyos efectos no conocemos bien, y puede resultar en
graves defectos a los clones. En una escena terrorífica y evocadora de Frankenstein, el monstruo reprocha al
doctor Victor Frankenstein, el haberlo creado sin haber pensado en las
consecuencias dañinas de su aventura. Y, ciertamente, el envejecimiento
prematuro de la oveja Dolly, así como los múltiples intentos fallidos con
embriones antes de haber logrado exitosamente la clonación, es motivo para
pensar bien el asunto antes de lanzarnos a la clonación humana.
Pero,
desde el mismo utilitarismo, se ha tratado de responder a esta objeción. El
filósofo Nick Bostrom postula que, aun si aparecen clones humanos deformados,
ello no debe constituir un obstáculo moral. Pues, el mero hecho de existir es
ya una ganancia frente a la inexistencia. Y, tal como lo postula el
utilitarismo, si el imperativo moral consiste en maximizar la cantidad de bien
(o felicidad, en los términos de John Stuart Mill), entonces aun con los
defectos, la clonación humana es ventajosa, pues creó más gente con un mínimo
grado de felicidad.
Por
supuesto, la maximización de esta felicidad debe balancearse (como bien recordó
el propio Mill) con la ausencia de infelicidad. De nada sirve aumentar la
cantidad de felicidad, si esto a su vez trae consigo una cantidad aún mayor de
infelicidad. Si la deformación de los clones es demasiado severa como para
causar sufrimiento a muchas personas, entonces obviamente esta infelicidad debe
evitarse. Pero, si los clones, aun con sus defectos, alcanzan una existencia
con un mínimo de bienestar, entonces su existencia suma felicidad, y en ese
sentido, no es inmoral emprender el proyecto de la clonación humana.
Desde
esta perspectiva utilitarista, todo aquel proyecto que maximice la felicidad (y
la clonación humana es uno de esos proyectos), ha de ser bienvenido. No
obstante, aparece un problema que debe ser cuidadosamente atendido. Si buscamos
la maximización de la felicidad a toda costa, fácilmente podemos incurrir en la
siguiente situación: nos aseguraríamos de que exista un vasto número de
personas con un mínimo nivel de felicidad, en vez de tratar de maximizar los
niveles de felicidad en un número reducido de personas.
Supongamos
que hay una población de diez personas con un grado de felicidad de 9 (en la
escala de 1 a 10); bajo el cálculo utilitarista, se lograrían noventa unidades
de felicidad. Supongamos, ahora, que hay una población de cien personas con un
grado de felicidad de 3; bajo el cálculo utilitarista, se lograrían trescientas
unidades de felicidad. ¿Cuál de estas dos situaciones sería preferible? Bajo el
razonamiento utilitarista, la segunda opción es más preferible. Y, así, para
contribuir a la incrementación de la felicidad, no es tanto necesario maximizar
las condiciones de vida de una población pequeña, sino aumentar el tamaño de
una población con un mínimo de condiciones para la felicidad. Bajo este
esquema, los gobiernos tercermundistas de Etiopía o Bangladesh (los cuales no
hacen mucho énfasis en el control de natalidad) contribuyen más a la felicidad
humana que los gobiernos progresistas de Dinamarca o Suecia, los cuales ofrecen
un alto grado de felicidad a sus habitantes, pero incentivan el control del
crecimiento de sus poblaciones.
El
filósofo Derek Parfit llama a esto una “conclusión repugnante” del
utilitarismo. Es repugnante, por supuesto, en tanto el utilitarismo puede
fácilmente conducir a intentar traer felicidad al mundo, sencillamente
aumentando el tamaño de la población en el mundo. Parfit y otros filósofos
críticos del utilitarismo no han ofrecido una respuesta definitiva respecto a
cómo deben distribuirse las unidades de felicidad en el mundo. Pero, en el
entretiempo, es prudente tener en cuenta sus advertencias a la hora de considerar
la moralidad de la clonación humana. Pretender, como hace Nick Bostrom, que el
mero hecho de existir con un mínimo de dignidad, es ya una ganancia, puede
conducir a la “conclusión repugnante”. Por ello, yo sí comparto la crítica de
que, antes de lanzarnos a la clonación humana, debemos estar bastantes seguros
de que no habrá efectos negativos, pues aun si éstos no fueren lo
suficientemente graves como para alterar el mínimo de dignidad, la mera adición
de felicidad no es suficiente criterio para determinar la moralidad de una
acción.
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