domingo, 7 de junio de 2015

El hundimiento del Lusitania, y los hospitales de Hamas



            Recientemente se cumplió un siglo del hundimiento del Lusitania. James Cameron hizo un bodrio sentimentalista a propósito del hundimiento del Titanic. Se pudo haber hecho una mejor película con el hundimiento del Lusitania, pues la ocasión pudo haber servido para explorar en el cine los dilemas políticos, jurídicos y militares. Lamentablemente, Hollywood prefiere las historias cursis y apolíticas.
            En 1915, en plena guerra mundial, Alemania competía con Inglaterra por el control de los mares. Como en toda guerra, surge el dilema de qué hacer con los civiles. Se había llegado al consenso de que los barcos mercantes estarían exentos de ataques militares. Esto obedece a un principio fundamental de las leyes de la guerra: los civiles no deben sufrir innecesariamente.

            La satanización de Alemania como nación militarista ha desvirtuado un poco cómo ocurrió el hundimiento del Lusitania. En la versión oficial, los alemanes hundieron el barco en cuestión, sencillamente porque eran bestias que, así como habían hecho destrozos en Bélgica (y eso motivó la entrada de Inglaterra en la guerra), ahora violaban las leyes de la guerra, al atacar a un barco mercante.
            Pero, como suele ocurrir, la realidad es más compleja. Los alemanes tenían motivos para sospechar que el Lusitania no era estrictamente un barco mercante. Luego se supo que, en efecto, el Lusitania portaba armamento militar desde EE.UU. a Inglaterra. Y además, el submarino alemán que hundió el Lusitania disparó un solo torpedo, pero hubo dos explosiones. Esto ha hecho sospechar a algunos historiadores de que el barco llevaba materiales explosivos de guerra que ocasionaron la segunda explosión.
            Así pues, si bien tenía la apariencia de ser un barco con fines mercantes, y las víctimas de su hundimiento fueron civiles, hay espacio para aceptar que el Lusitania era un objetivo militar legítimo, pues llevaba armamento en apoyo de los ingleses. El embajador alemán en EE.UU. había advertido en la prensa norteamericana que quien subiera a bordo del Lusitania corría un riesgo, pues Alemania había declarado como zona de guerra la región por la cual navegaría el barco.
El protocolo exigía que los alemanes previamente anunciaran la destrucción del barco, a fin de dar oportunidad a los tripulantes y pasajeros para evacuar el barco y salvarse. No ocurrió tal cosa, y por eso, la opinión pública se volvió contra Alemania. Pero, hay espacio para sospechar que, si los tripulantes del submarino alemán cumplían el protocolo, el capitán del Lusitania podría haber aprovechado para embestir contra el submarino y hundirlo. Hoy sabemos que la marina mercante inglesa de aquel momento, tenía estas órdenes. Si es así, entonces la acción de los alemanes ya no es tan criminal como parece.
Así pues, el episodio del Lusitania es moralmente complejo. La acción alemana puede ser criticable, pero se pueden entender sus razones. Y, esta tragedia histórica debería servir para plantearnos los juicios que hacemos respecto a Hamas e Israel.
Como Alemania hace un siglo, Israel está hoy en el ojo del huracán crítico. Como el II Reich, Israel es una nación militarista y expansionista, y su ocupación de Cisjordania y el bloqueo a Gaza merecen reproches. Pero, como en el caso alemán, algunas críticas a Israel merecen matices. Los ingleses utilizaron la marina mercante con propósitos militares. Esto es una violación de las leyes de la guerra, y en función de eso, el Lusitania se convirtió en un legítimo objetivo militar.
Del mismo modo, Hamas utiliza sus hospitales y escuelas como bases de lanzamiento de cohetes para atacar población civil israelí. En circunstancias normales, está prohibido atacar hospitales y escuelas. Pero, si esas instalaciones se usan con propósitos militares, entonces pasan a ser objetivos militares legítimos. 

Los alemanes no se molestaron en anunciar a los pasajeros y tripulantes del Lusitania la destrucción del barco. Los israelíes, en cambio, sí anuncian la destrucción de las instalaciones, y ofrecen un tiempo prudencial para que los civiles evacúen las escuelas y hospitales. En muchas ocasiones, son los propios militantes de Hamas quienes no permiten la evacuación. Si los alemanes hubiesen anunciado la destrucción del Lusitania, y los tripulantes ingleses hubiesen impedido la evacuación, la opinión pública se habría vuelto contra Inglaterra. Extrañamente, aun frente a estos abusos de Hamas, un sector de la opinión pública los sigue favoreciendo.
En la I Guerra Mundial, Alemania fue agresora, y si bien el tratado de Versalles fue excesivamente punitivo, sus redactores tuvieron razón en culpar a Alemania por haber dado inicio a aquella tragedia. Pero, aun si Alemania fue agresora, cada acción militar debe analizarse por separado, y esto debería permitirnos conceder que en el hundimiento del Lusitania hay dilemas morales, y no es tan fácil juzgar. Del mismo modo, podemos reprochar a Israel muchas cosas, pero el destruir hospitales y escuelas en Gaza no es un mero acto de sadismo; antes bien, podría estar ajustado a las leyes de la guerra.
   

sábado, 6 de junio de 2015

Sobre teología y curas guerrilleros: respuesta a Salvador López Arnal



            Salvador López Arnal ha escrito una reseña de mi libro La teología ¡vaya timo! (acá). López empieza por señalar que, frente a asuntos teológicos, yo no callo, no sigo “el consejo final de Wittgenstein en el Tractatus”. Efectivamente, no callo. Pero, no creo que estoy desoyendo el consejo que daba Wittgenstein. Este filósofo célebremente decía, “sobre lo que no se puede hablar, es mejor pasar en silencio”. Pues bien, no es el caso de la teología. Sobre la teología se puede hablar mucho, y precisamente, lo que se puede decir sobre ella es que es, como postulaba Borges, una rama de la literatura fantástica. Hay una cierta tendencia entre agnósticos (como presumo que es el caso de López), de decir que, sobre doctrinas religiosas, no podemos pronunciarnos ni a favor ni en contra, y por ende, es mejor callar. Yo discrepo. Las doctrinas religiosas son contrastables con la evidencia empírica, y ese examen nos dirá si son aceptables o no. ¿Hay o no hay evidencia de que Dios existe? ¿Hay o no hay evidencia de que Jesús resucitó? Sobre estas cosas, no es necesario callar; antes bien, hay que tomarlas muy en serio.

            En el libro, yo defiendo la hipótesis de que somos egoístas. López se opone a este juicio, y postula: “Frans de Waal, entre muchos otros (Jesús Mosterín, Jorge Riechmann) levantaría la mano y recordaría el altruismo y la ayuda mutua como ley de muchas especies en señal de protesta”. Concedo este punto. Es cierto que no somos absolutamente egoístas, que el altruismo ofreció ventajas en la selección natural, y que por ende, llevamos genes altruistas. Pero, en estricto sentido, estas conductas (que el propio de Waal reseña) son egoístas, pues buscan defender a parientes cercanos con el fin de que se pasen los genes compartidos, o si no, el altruismo se ofrece con la expectativa de que otros devuelvan el favor. Así pues, admito que debí haber aclarado mejor esto en el libro, pero sigo sosteniendo que somos egoístas por naturaleza.
            López también me reprocha la forma en que yo reseño las críticas que Kant hace al argumento ontológico a favor de la existencia de Dios: “¿es [ésa] la mejor forma de exponer la crítica kantiana al argumento anselmiano, argumento que, por cierto, ha tenido desarrollos posteriores en la obra de Leszek Kolakowski y en otros autores de la tradición analítica?”.  Siempre he admitido que el argumento ontológico es bastante intrigante, y no es tan fácil refutarlo. Y, en efecto, recientemente, ha recibido algún respaldo entre filósofos (Alvin Plantinga es otro que viene a la mente). Pero, no creo necesario en un libro dirigido al lector común, penetrar en las profundidades de un tema tan difícil.
            López me etiqueta como “positivista lógico” de esta manera: “GA expone el criterio de sentido de esa misma tradición filosófica, la suya, en estos términos: las frases de la ética y la estética no tienen sentido dado que no son verdaderas o falsas en virtud de su mero contenido (acaso mejor: por razones formales) ni tampoco tenemos forma de verificarlas al examinar el mundo. De este modo, “Robar es malo” o “La torre Eiffel es bella” son proposiciones sin sentido. Tampoco lo son la mayoría de las proposiciones de la teología aunque algunas tienen posibilidad de verificación”.
Si bien en el libro expreso simpatía por los positivistas lógicos, he dejado muy claro que no lo suscribo a plenitud. Y, precisamente, un área en la cual discrepo de los positivistas lógicos, es respecto a la naturaleza de los enunciados éticos y estéticos. A diferencia de los positivistas lógicos, yo opino que frases como “Robar es malo” sí tienen valor de verdad, y no son meras frases sin sentido. Los positivistas lógicos eran emotivistas, yo no lo soy. Tal como defendí en mi libro El posmodernismo ¡vaya timo!, veo en el emotivismo el peligro de que puede conducir al relativismo. Yo, en cambio, opino que decir “robar es malo” no es meramente una emoción, sino un hecho objetivo, incluso empíricamente contrastable. El filósofo y científico Sam Harris ha defendido esta postura, y a mí me persuade bastante.
En mi libro, yo comento sobre curas guerrilleros. López me pregunta: “¿Quiénes [son], exactamente?... ¿Quiénes exactamente? ¿Y es malo que se convirtieran en guerrilleros como fueron guerrilleros los partisanos europeos en su lucha contra el fascismo y el nazismo o los ciudadanos chilenos que se levantaron contra la odiosa dictadura de Pinochet? ¿Estará hablando GA de Camilo Torres por ejemplo? ¿Del sacerdote español Manuel Pérez? ¿Y qué atrocidades cometieron esos guerrilleros que él trata con tanto desdén?”.
No fue malo que los curas guerrilleros se unieran a la lucha armada contra el fascismo. Por ello, es aceptable un cura guerrillero nicaragüense o chileno. Pero, sí fue malo que curas como Torres y Pérez se convirtieran en guerrilleros contra gobiernos legítimos, como el de Colombia (tanto Torres como Pérez lucharon en Colombia). Muchas cosas se les puede reprochar a las oligarquías colombianas, pero los gobiernos colombianos fueron democráticamente electos, y eran legítimos. A diferencia de Nicaragua o Chile, en Colombia sí había posibilidad electoral. Esos curas hicieron mal en haber abandonado la opción de las urnas, y haber abrazado la lucha armada que, algunos años más tarde, se convertiría en una narcoguerrilla.
            Continúa López con sus preguntas: “¿Apoyaron, además, por si faltara poco, regímenes comunistas totalitarios? ¿Qué regímenes? ¿Qué sistemas políticos totalitarios? ¿Apoyaron la revolución cubana, el gobierno de la Unidad Popular de Allende? ¿Y eso es malo y horrible?”. Veo con preocupación que López no considere malo el haber apoyado la revolución cubana. Cuba sí fue durante varios años una dictadura totalitaria (el sistema de vigilancia de los llamados “comités” es atroz, y me entristecería mucho saber que López cree que en Cuba hay elecciones libres, juicios ajustados a derecho, y libertad de prensa). Y, lamentablemente, ha habido curas que han apoyado semejante régimen.
            López cierra su crítica con un dato adicional, que no concierne a mi libro, pero que igualmente lo comunica: “Por cierto: el 2 de septiembre de 1958, unos campesinos guerrilleros, liberales y comunistas, hicieron llegar una carta al presidente colombiano Alberto Lleras Camargo. Podía leerse en ella: ”La lucha armada no nos interesa, y estamos dispuestos a colaborar por todas las vías a nuestro alcance en la empresa pacificadora que decidió llevar este gobierno”. Entre los firmantes estaba Manuel Marulanda Vélez. Conocemos la respuesta del gobierno. De aquel y de muchos otros”.

            Ignoraba este dato, pero presumo que debe ser verdadero (no creo que López sea de los que inventa cosas). Pero, añado: unos años después, el mismo Marulanda empezó a justificar el cobro del “impuesto revolucionario” al narcotráfico colombiano, y con su beneplácito, las FARC se convirtieron en una organización que no combatía por los intereses de los campesinos y obreros, sino por los intereses de los grandes capos de la droga. Y, en 2002, Andrés Pastrana extendió a Marulanda la invitación a negociar la paz. Tirofijo solicitó San Vicente del Caguán como una zona desmilitarizada (casi del tamaño de Suiza), y Pastrana la concedió. El resultado de aquello: Marulanda tomó el pelo a Colombia, aprovechó la concesión de Pastrana para fortalecer el reclutamiento forzoso de adolescentes y el libre tráfico de cocaína, y las FARC se fortalecieron en ese período, como nunca antes lo habían hecho. Y, para colmo, mientras trataban de negociar con el gobierno, los guerrilleros seguían matando civiles. Son datos que deberían tenerse en consideración, a la hora de evaluar cuán razonable es negociar con los guerrilleros en La Habana.

viernes, 5 de junio de 2015

Sobre el culto a Lincoln



            En mis denuncias frente al culto a Bolívar, los bolivarianos saltan a señalarme que es perfectamente sano y natural que todas las sociedades tengan héroes, y que lo que nosotros los venezolanos y colombianos hacemos con Bolívar, no es muy distinto de lo que los norteamericanos hacen con Lincoln. Frente a esto, yo solía objetar que nuestro culto a Bolívar no se compara con el culto de los gringos a Lincoln; lo del norte es un mero respeto, lo nuestro es una idolatría enfermiza.
            Pero, recientemente, he cambiado de opinión. Basta una visita a Washington D.C., para caer en cuenta que Lincoln es el dios de la religión civil norteamericana, y que la misma actitud enfermiza que nosotros tenemos respecto a Bolívar, los norteamericanos la tienen respecto a “Abe”. A diferencia de Bolívar, Lincoln no promovió su propio culto. Pero, como Bolívar, hizo crecer el poder estatal, de forma tal que sentó las bases para que, póstumamente, ese Estado engrandecido que el contribuyó a formar, terminara por endiosarlo.


            Del mismo modo en que los piadosos latinoamericanos hacen enormes esfuerzos por esconder las facetas turbias del Libertador, los piadosos norteamericanos se esfuerzan en presentar una imagen muy dulcificada de Lincoln, la cual no se corresponde del todo con la realidad. Suele presentársele como el gran estadista que mantuvo unido a su país en tiempos de crisis, hizo cumplir las leyes cabalmente, y dio los primeros pasos para sobreponer el racismo en EE.UU.
            Todo esto requiere matices. En primer lugar, Lincoln no se opuso a la esclavitud desde un inicio. Sólo pretendía que los nuevos territorios adquiridos tras la guerra con México, no fueran esclavistas; pero de ninguna manera propuso abolir la esclavitud en los estados sureños que seguían siendo esclavistas. De hecho, Lincoln, como muchos otros yanquis de su época, opinaba que los negros eran una raza inferior, y que después de su emancipación tras la guerra civil, sería necesario enviarlos como colonizadores a Liberia, Haití o Cuba, pues no era conveniente que diversas razas convivieran en un mismo país.
            A decir verdad, la esclavitud no era la gran preocupación de Lincoln. Su verdadera preocupación era mantener la integridad de EE.UU. como país, al punto de que, en una infame frase, llegó a postular que, aun si no estuviese en juego la esclavitud, no permitiría la secesión de los estados sureños. En su obsesión nacionalista, Lincoln se empeñó en mantener unido a un país, aún en contra de la voluntad de un grueso sector de gente que no quería formar parte de ese país. Es la misma desgracia de tiranos como Milosevic que, empeñados en preservar la integridad mística de una nación, están dispuestos a organizar una guerra atroz.
            De hecho, Lincoln llegó a ser tan dictador como Milosevic. Lincoln suspendió el derecho de habeas corpus, el debido proceso, y mantuvo en detención sin juicio a miles de personas sospechosas de simpatizar con la causa del sur. Cerró cientos de periódicos, de los cuales se presumía que imprimían editoriales críticos con las políticas de Lincoln durante la guerra. Mandó al exilio a varios opositores, y crucialmente, arrestó al alcalde de Baltimore, para asegurarse de que no se organizara la asamblea del estado de Maryland, pues existía el peligro de que ésta votara a favor de la secesión. También, Lincoln devaluó deliberadamente la moneda para financiar su campaña militar, generando una considerable inflación.
            Y, si bien, a diferencia de Milosevic, Lincoln ordenó limpiezas étnicas, sí autorizó la infame campaña militar del general Sherman desde Atlanta hasta Savanna, la cual consistió en arrasar con todo lo que encontraba de la población civil en su camino. La leyenda piadosa dice que Sherman no atacó a los civiles, pero hoy sabemos que es falso: Sherman permitió la violación masiva de mujeres en su infame marcha, y a la larga, todo esto contó con el aval del propio Lincoln.
            Por lo general, yo suscribo la idea de que América del norte tiene mucho que enseñar a América del sur. Pero, cuando se trata del culto al héroe nacional, no acepto que los gringos vengan a decirnos que ellos tienen capacidad crítica con sus héroes, mientras que nosotros somos idólatras de nuestros caudillos. En buena medida, muchos de los abusos que Bush y Obama han cometido en su “guerra contra el terror”, se han inspirado en el propio Lincoln. Está muy bien que los norteamericanos nos recomienden ser más críticos con Bolívar, pero ellos mismos deberían asumir una actitud más crítica en torno a Lincoln.
           

jueves, 4 de junio de 2015

Diosdado Cabello y el narcotráfico



            Desde hace varios meses, se rumorea que Diosdado Cabello está al frente de una enorme red de narcotráfico que utiliza la plataforma del Estado venezolano para completar sus operaciones. El diario español ABC es el que más vocifera esta hipótesis, pero ya se empieza a tomar más en consideración en EE.UU.
            A decir verdad, no hay pruebas contundentes. Pero, si el río, ha de ser porque piedras trae. No hay suficientes pruebas para imputar a Cabello en una corte internacional, pero sí hay suficientes indicios para hacer crecer en la opinión pública la creencia de que Cabello es un capo.

            Si Diosdado Cabello es en efecto un narcotraficante, podemos presumir que su condición deriva seguramente de un bestial cinismo que caracteriza su personalidad. Pero, en ese caso, queda la pregunta, ¿cuánto sabía Chávez? ¿Cuánto sabe ahora Nicolás Maduro?
            El ala radical de la influencia cubana en Venezuela nunca ha visto con simpatía a Cabello. No lo consideran lo suficientemente ideologizado. Seguramente tienen razón. Este hombre, muy dado a los lujos, no cree en cuentos socialistas. Pero, no puede decirse lo mismo de Maduro, mucho menos de Chávez. A esos dos personajes se les puede acusar de muchas cosas, pero difícilmente les cabe la etiqueta de ‘cínicos’. Chávez y Maduro podrán haber tenido ideas infantiles, podrán haber sido personajes brutalmente ineptos, pero al menos eran sinceros. Por ello, dudo mucho de que estuvieran involucrados en el narcotráfico.
            Si es así, entonces, ¿pecaron de inocentes y no estaban al tanto de los negocios de Cabello? No necesariamente. Sería una desfachatez hacerse eco del cliché chavista, “a mi comandante lo tienen engañado”. Más bien, tengo la sospecha de que si Chávez llegó a enterarse de los negocios de Cabello, tuvo que callar.
            Esto debió haber sido así, por varios motivos. Cabello es el hombre fuerte de las fuerzas armadas, y Chávez, militarista hasta los tuétanos, no podía prescindir fácilmente de él, pues la base de su poder estaba en los cuarteles.
            Pero, podría haber un motivo psicológico que pocas veces se toma en consideración. Quizás Chávez cayó preso de lo que los psicólogos llaman ‘disonancia cognoscitiva’. Cuando tenemos una firme creencia, pero de repente, la evidencia que aparece la refuta contundentemente, alguna gente tiene la inclinación a aferrarse a esa creencia, inventando nuevas justificaciones. Cuando se trata del narcotráfico, la izquierda latinoamericana ha incurrido en esto recurrentemente.
            Sobre todo en Colombia, al descubrirse que los grupos guerrilleros de izquierda sí eran narcotraficantes, algunos defensores trataron de justificar aquellos negocios, alegando que la cocaína va dirigida hacia los consumidores de los países imperialistas, y no perjudica realmente al consumidor latinoamericano. Bajo esta justificación, no está mal aprovecharse de un vicio del sistema, para destruir al propio sistema.
            O, si no, como alguna vez explicó Manuel Marulanda, las FARC no hacen más que cobrar un impuesto revolucionario al narcotráfico. Y, así, es una importante fuente de financiación en una guerra asimétrica, en la cual el Estado colombiano tiene mucho poder, y lo grupos guerrilleros están en minusvalía. Con la revolución, todo, sin la revolución, nada. Si la revolución se fortalece con el polvo blanco, ¡bienvenido sea!
            Hay firmes sospechas de que Fidel Castro también estuvo involucrado en estos negocios. Pero, a diferencia del cinismo de Diosdado Cabello, yo sospecho que Fidel (si acaso es culpable de estas cosas; nunca se ha demostrado nada) lo hacía en un intento de autojustificación con la mediación de la disonancia cognoscitiva. En 1989, Cuba empezaba uno de los momentos más duros de su historia tras el colapso del comunismo en Europa. Frente al embargo, y ya sin el apoyo soviético, se necesitaba desesperadamente de fuentes de ingresos, y Fidel debió haberlo visto en el narcotráfico. Hay ladrones que roban porque quieren tener un Ferrari; pero hay otros que lo hacen porque de verdad sus niños están pasando hambre, y con eso, tratan de justificar sus crímenes. Sospecho que Fidel pertenecería al segundo grupo de ladrones.
            Como se sabe, Fidel ejecutó a Arnaldo Ochoa en aquella telenovela. Muchos analistas ven esto como una brutal medida para salvar su propio pellejo, cuando el escándalo del narcotráfico había estallado, y lavar así su cara frente a la opinión pública. La severidad del castigo hace pensar que Fidel sí estaba involucrado en aquel negocio, y utilizó la pena de muerte como medio disuasorio frente a quien se atreviera a hablar.
            Por otra parte, sospecho que si se llegase a descubrir indiscutiblemente que Cabello es un capo de la droga, Maduro no tomaría acciones tan severas. Obviamente, no podría asumir la justificación descarada que tuvo Marulanda frente a la opinión pública. Pero, sí me parece que, en caso de estar informado sobre los negocios turbulentos de Cabello, Maduro (como Chávez en su momento) lo dejaría pasar, en una suerte de justificación propia de la disonancia cognoscitiva. Maduro diría algo así como, “yo como presidente no quiero involucrarme en el narcotráfico, pero quizás a la revolución sí le convenga este negocio, sobre todo ahora que la oligarquía ataca al pueblo con la guerra económica”. Si el escándalo llegase a estallar y Cabello es atrapado con las manos en la masa, no creo que Maduro sea tan severo como Fidel lo fue con Ochoa, precisamente porque, a diferencia de Castro, el presidente venezolano no tiene una participación directa en esta triquiñuela.