Como profesor
universitario, muchas veces me quejo de que, entre mis estudiantes, domina
aquello que ha venido a llamarse ‘facilismo’. Muchos estudiantes prefieren exámenes
‘de interpretación propia’, que exámenes donde se pongan a prueba sus conocimientos
concretos; muchos prefieren ver la versión cinematográfica de una novela, que
leer el libro; y así, un largo etcétera.
Es tentador asumir
el cliché de que este facilismo se debe a la corrupción de la juventud actual,
mientras que en generaciones pasadas, sencillamente no ocurría. Pero, a decir
verdad, el facilismo ha estado presente en todas las épocas. Los filósofos muchas
veces hablan entre ellos en términos sumamente abstractos, mientras que el
resto de los mortales tiene dificultades en seguir esas discusiones. Pero,
puesto que los buenos filósofos quieren darse a entender (algo que,
lamentablemente, los oscurantistas postmodernistas ya no desean), muchas veces
recurren a estrategias retóricas para complacer al pueblo en su deseo de que se
le facilite la comprensión, incluso si esto puede representar el riesgo de
malinterpretación. Este facilismo es probablemente el origen de las figuras del
habla.
Una discusión técnica
sobre cualquier tema pronto se vuelve aburrida. Es mucho más entretenida la
alegoría, la metáfora, la parábola, la exageración, la prosopopeya, etc. Y, ciertamente,
no hay populista que no apele a estas figuras. La espectacular expansión del
cristianismo, de una oscura secta en el seno del judaísmo, a la religión
dominante en el mundo, en parte se debe a la disposición de su fundador a
transmitir su mensaje mediante parábolas. El interés de Jesús no fue tanto la
claridad o la precisión argumentativa (muchísimos de sus dichos son sumamente
oscuros, enigmáticos y confusos), pero sí supo penetrar a sus audiencias con
ornamentos retóricos. De hecho, él mismo estaba consciente del poder de la parábola
como instrumento retórico: “Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no
ven, y oyendo no oyen ni entienden” (Mateo
13: 13).
Hoy está muy en
boga la idea de que la literatura es un instrumento incluso muchísimo más
poderoso que la ciencia y la filosofía para investigar y representar la realidad.
Y, el principio que yace tras esta postura es muy similar a la de Jesús y otros
maestros de las figuras del lenguaje: el retrato de alguna trama sirve para
ofrecer lecciones profundas de todo tipo. En vez de perdernos en los detalles aburridos
sobre la censura moral contra la mentira, sencillamente contemos la historia de
un pastor que se divertía mintiendo sobre la llegada de un lobo, hasta que en
realidad el lobo llegó, y nadie le creyó. De ahí la grandeza de Esopo.
Richard Rorty, por
ejemplo, es uno de los filósofos que más ha defendido el valor de la
literatura, no sólo por su potencial para entretener, sino también para descubrir
y representar el mundo. Asimismo, René Girard ha llegado incluso al extremo de
decir que los verdaderos grandes psicólogos no son Aristóteles, Skinner, Freud
o Adler, sino Flaubert, Dostoyevski y Proust.
Esta apreciación ha
servido para reivindicar a los mitos, especialmente los mitos clásicos. En el
siglo XVIII, Fontanelle propuso que los mitos eran sencillamente historias que
reflejaban una mentalidad irracional e infantil en su intento por explicar el
mundo. Lo mismo hicieron en el siglo XIX Tylor y Frazer. Bajo estas
interpretaciones intelectualistas, quienes compusieron mitos estaban
sencillamente equivocados, y una mentalidad científica sencillamente no puede
deleitarse con los mitos, más allá del mero entretenimiento.
Pero, para
salvaguardar el valor de los mitos, ya desde la propia antigüedad se defendía
la idea de que, si se interpretaban alegóricamente, los mitos podrían darnos
grandes enseñanzas. Pues, se razonaba, en vez de enseñarnos lecciones morales o
psicológicas en un lenguaje llano y preciso, los antiguos poetas preferían
hacerlo mediante historias con elementos fantásticos. Con todo, nunca fueron
claras cuáles eran las enseñanzas que podrían ofrecernos los mitos clásicos. A
diferencia de las fábulas de Esopo, por ejemplo, los mitos clásicos no tienen
una explícita intención moralizante. Y, cuando a través de la alegoría se
intenta extraer alguna enseñanza de los mitos, se hace mediante
interpretaciones muy forzadas.
Pero, el gusto por
la interpretación alegórica ha cuajado. E, incluso, eventualmente se hizo
popular la idea de que los mitos no sólo transmiten enseñanzas morales o metafísicas,
sino que ¡tienen en sí mismos contenidos científicos en el seno de la psicología!
En otras palabras, mucho antes de que algún científico descubriera algún
principio psicológico mediante la documentación de casos, ya los antiguos
poetas tenían conocimiento de esto mediante sus mitos.
Sigmund Freud fue
un entusiasta de esta idea. A juicio de Freud, ya los antiguos griegos tenían
un gran conocimiento sobre la naturaleza de la mente humana, y nos lo
transmitieron mediante historias mitológicas. O, en todo caso, quizás no tenían
un conocimiento consciente, pero al menos sí dieron expresión a ideas
inconscientes que se reflejan en sus mitos. Así pues, en vez de concentrarse y
profundizar en las experiencias de sus pacientes, Freud prefirió ahondar en la
mitología griega, y encontrar en ella los temas que, a su juicio, constituyen
la mente humana.
Así, Freud empezó a
invocar ejemplos mitológicos como confirmación de sus curiosas teorías. Por
ejemplo, la medusa (el monstruo femenino al cual se enfrenta Perseo) representa
el temor de los hombres a la vagina: su cabeza de gusanos es evocadora del
vello púbico, y su mirada petrificante representa la ansiedad que los hombres
sienten frente a las mujeres.
Más famoso fue su énfasis
en el mito de Edipo. Como se sabe, este mito narra la historia del héroe Edipo,
a quien el oráculo advierte que matará a su padre y se casará con su madre;
espantado, Edipo huye de su pueblo para evitar la profecía, pero sin él saberlo,
cumple el destino, y se termina casando con su madre y matando a su padre,
cuando descubre lo que ha hecho, desesperado se arranca los ojos.
Pues bien, Freud
vio en esta historia la representación de un tema que, según él, comparten
todos los hombres: el deseo de acostarse con la madre y matar al padre. Este
deseo se desarrolla en la infancia, y desde entonces es reprimido y queda en el
inconsciente, pero sale ocasionalmente a relucir en sueños y mitos. A esto,
Freud lo llamó naturalmente el ‘complejo de Edipo’. Pero, Freud no consideró
que esto fuese exclusivo de los hombres. Las mujeres tienen una tendencia
similar: desean matar a sus madres. Freud vio esta tendencia en otro mito, a
saber, el mito de Electra (quien conspira para matar a su madre, Clitemnestra),
y así, Freud lo llamó el ‘complejo de Electra’.
Freud
intentó proveer alguna evidencia casuística de estos supuestos complejos, pero
su ‘evidencia’ más sustanciosa fueron los mitos. Así, lo mismo que Rorty o
Girard, Freud probablemente opinaría que conviene menos investigar
minuciosamente casos experimentales de psicología, y más leer la literatura,
para descubrir la naturaleza humana.
Esto nos conduce
por un camino muy peligroso. Ciertamente la literatura puede servir para ilustrar
mejor conceptos que a veces son difíciles de aprehender, pero suponer que la
literatura puede ser guía de la realidad es arriesgado. Hoy es muy disputado
que el complejo de Edipo realmente exista (entre otras cosas, porque el cerebro
infantil sencillamente no tiene aún la composición bioquímica para desarrollar impulsos
sexuales). Pero, Freud se vio contagiado de un impresionante sesgo de
confirmación que lo condujo a confirmar por doquier sus ideas preconcebidas. Y,
así, con su idea previa de que los hombres desean sexualmente a sus madres, se
encontró con un mito que parecía coincidir con su idea y ¡voilá!, su teoría ya estaba confirmada y a salvo de cualquier
refutación.
Cualquiera puede
emplear el seso de confirmación de Freud, y formular otras teorías
disparatadas. La mitología griega es un cuerpo literario vastísimo. Así como
Freud seleccionó los mitos de Perseo y Edipo, nosotros podemos seleccionar
muchos otros, y dar pie a teorías radicalmente distintas a las de Freud. Intentemos
varias.
Las mujeres tienen
el deseo oculto de que los animales las violen, y esto se manifiesta en los
mitos sobre la conversión de Zeus en animales para tener amoríos. Los hombres
tienen el deseo inconsciente de que las mujeres dominen en la actividad sexual,
y esto queda manifiesto en los mitos sobre las amazonas. El nacimiento de las
niñas es un dolor de cabeza para los hombres, y esto se manifiesta en el mito
de Atenea naciendo de la cabeza de Zeus. Los hombres disfrutan del fetiche
sexual con la comida sazonada (con laureles), y esto explica el mito de Apolo y
Dafne.
Las teorías de
Fontanelle, Tylor y Frazer seguramente son muy rudimentarias. El mito no es un
mero error de razonamiento. Pero, pretender el otro extremo y postular que tras
el mito yace una profunda sabiduría, como lo hace Freud, es ir demasiado lejos.
Para mí, los orígenes de los mitos siguen siendo un misterio. Quizás no sean ni
explicaciones erróneas de las cosas, ni alegorías de profundas verdades, sino
sencillamente, meras historias de entretenimiento. Sería torpe creer que el
director de Freddy Krueger realmente
cree en la existencia de tal personaje, pero seguramente tampoco quiso darnos
una lección moral o psicológica mediante esa historia aterradora. Presumiblemente,
su único objetivo fue entretener asustando a las audiencias, y efectivamente lo
logró.
Pues bien, lo mismo
aplica para los mitos, y quizás para parte sustancial de la literatura. Su
principal objetivo es entretener. Las otras interpretaciones son sencillamente
añadidos, pero que a la larga, resulta ser como encontrar formas en las nubes:
cada quien ve lo que quiere ver. La buena psicología se hace con observación de
casos reales, no con alegorización de mitos. Seguramente muchos novelistas y
poetas han retratado situaciones sumamente evocadoras de la naturaleza humana,
pero estos retratos no pueden ser nuestras guías para saber cómo somos los
seres humanos. Las historias son sencillamente eso: historias. Urge
distinguirlas de las teorías.
Me encantò el post.
ResponderEliminarPienso que un buen aporte serìa traer a consideraciòn la vieja y fructìfera distinciòn realizada por Reichenbach, entre contexto de descubrimiento y contexto de justificaciòn. Freud puede haber llegado `por los mètodos que fuere a elaborar sus ideas. Pero cuando se trata de la justificaciòn de sus teorìas, carece de edivencias empìricas que le den sustento y, màs aùn, existen evidencias empìricas que son contrarias a sus hipòtesis.
Es mi opiniòn que en muchas posturas de las filosofìas posmodernistas se deja ver la falta de un estilo crìtico, tal como el que es ensalzado por Popper: esto es, en donde lo que prime sea el deseo de ver testeadas rigurosamente las propias conjeturas, en lugar de su verificaciòn. Pd: Gabriel, ¿cuàndo nos vas a escribir algo sobre Francis Bacon?
Hola Camilus, efectivamente, se trata de aquello que Uds. los psicólogos llaman un "sesgo de información". Sí me gustaría escribir algo sobre Bacon, porque ciertamente es un autor con el cual simpatizo. Gracias por la sugerencia.
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