Desde la invasión norteamericana de Afganistán en 2001, Occidente
se vio sumamente sensibilizado por las burka,
trajes tradicionales que el régimen de los talibán impuso sobre las mujeres. Las
autoridades norteamericanas nunca explicaron suficientemente bien al mundo la
justificación de su invasión. Presumiblemente, buscaban desmantelar las redes
de terroristas que el régimen talibán protegía, y que había sido responsable de
los ataques del 11 de septiembre.
Pero, a
ojos de muchos críticos, aquella empresa no sólo se hizo con la intención de
fortalecer la seguridad y desmantelar redes terroristas. Más bien, se hizo como
continuidad del clásico colonialismo de antaño, el cual se vale ideológicamente
de la llamada ‘misión civilizadora’: bajo esta idea, las potencias occidentales
tienen el deber de someter a los regímenes bárbaros e imponer gobiernos que
incentiven los avances de la modernidad.
La burka fue emblemática de esto. La burka sirvió como excusa perfecta para
que los poderes coloniales occidentales asentaran su dominio en una zona rica
en minerales, y estratégicamente muy bien ubicada para acrecentar el dominio de
regiones vecinas. El predominio de la burka
podía convencer a la opinión pública occidental de que era necesaria una
nueva cruzada para erradicar la barbarie en el mundo.
Pero,
aun si el predominio de la burka fue
empleada como excusa barata para lanzar una nueva invasión, hay un hecho que no
admite discusión: la burka es un
traje sumamente opresivo. Además de constar de una tela sumamente incómoda, la
mujer es reducida a un mero objeto andante sin oportunidad de desarrollar
identidad propia, o satisfacer al máximo sus potencialidades y talentos en la
esfera pública. La imposición de la burka
no justifica una invasión, pero no dejemos de lado el hecho de que,
efectivamente, la burka es opresiva.
Con
todo, un hecho bastante sorprendente fue que, aun después de la caída del régimen
talibán, las mujeres siguieron llevando la burka.
Y, esto abrió espacio para considerar que, quizás, las propias mujeres
afganas se sienten bien viviendo detrás de una rejilla de tela. Si esto es así,
la erradicación occidental de la burka habría
sido una intromisión colonial occidental que hizo más daño del que pretendió
curar.
En el pasado,
ha habido debates parecidos a éste. Cuando los británicos colonizaron la India, se encontraron con la
práctica hindú del sati: cuando los
hombres morían y eran incinerados en la pira funeraria, se esperaba que las
viudas se lanzaran también a las llamas. Algunas mujeres eran forzadas a
hacerlo, pero otras lo hacían voluntariamente. Los británicos quedaron
horrorizados con esta práctica, y eventualmente, la prohibieron. Cuando India,
bajo la dirección de Nehru, logró su independencia y trató de convertirse en
una nación secular, la práctica del sati siguió
prohibida, y así persiste hasta el día de hoy.
Los críticos
del imperialismo británico denuncian los abusos cometidos en la India, pero por lo general,
no se oponen a la erradicación del sati. Pero,
en décadas recientes, la nueva ola de críticos del colonialismo, inspirados en
el postmodernismo, sí critican la erradicación del sati¸ por motivos parecidos a los que algunas personas hoy tratan
de reivindicar la burka.
La crítica
más prominente de la erradicación del sati
es Gayatri Spivak. Publicó un artículo muy leído, con el título “¿Puede el
subalterno hablar?”. En este artículo, Spivak sostiene la idea de que, en el
discurso colonialista, ni siquiera en la defensa de las víctimas se ofrece
espacio de expresión a los oprimidos. En ocasiones el colonialista pretende
defender a los oprimidos, pero no está dispuesto ni siquiera a escucharlos. Y,
según Spivak, fue esto lo ocurrido en la erradicación del sati en la India.
Los colonialistas se
horrorizaron ante la idea de que las viudas se lanzaran a la pira funeraria, e
inmediatamente suprimieron esta antigua costumbre. Con esto, denuncia Spivak,
los colonialistas reafirmaron el mito autocomplaciente de que cumplían la
loable misión de salvar a las mujeres marrones de los hombres marrones. Pero,
los colonialistas nunca preguntaron a las mujeres cómo se sentían ellas lanzándose
a la pira funeraria. Para los colonialistas, aquella práctica era sencillamente
brutal, contraria a sus nociones éticas pretendidamente universalistas. Si, en
cambio, hubiesen tenido un mínimo de sensibilidad ante el mundo cultural ajeno,
y se hubiesen despojado de su etnocentrismo, habrían tenido en consideración el
punto de vista de las propias viudas, y habrían descubierto que aquellas práctica
no era tan bárbara como suponían, pues está inmersa en un entramado de símbolos
y relaciones que le conceden un sentido.
Spivak no pretende una
defensa irrestricta de la práctica del sati,
pero sí pretende que, antes de juzgar una práctica a partir de valores morales
aparentemente universales, se indague bien respecto al sentido que pueda tener
para el participante. Pues, esa indagación puede matizar muchos de los juicios avasalladores
que, en vena colonialista, muchas veces se hacen en torno a las culturas no
occidentales.
¿Tiene plausibilidad el
alegato de Spivak? En primer término, la argumentación de Spivak señala algo
fundamental y sumamente rescatable: antes de apresurarse a juzgar una práctica,
ciertamente conviene escuchar a los participantes y sus causas, y tenerlas en
consideración.
Quien defienda al
liberalismo debe asimismo sostener la idea de que, si un acto es voluntario y sólo
genera daños a la persona que realiza ese acto, entonces el Estado no pareciera
tener la justificación para irrumpir en la autonomía individual de quien toma
esas decisiones. Si las mujeres quieren llevar burka o practicar el sati,
por cuenta propia, sería opresivo que el Estado interfiera en esa decisión autónoma.
El filósofo Kwame Antony Appiah advierte acertadamente que existe el riesgo de
instrumentar un torpe paternalismo que, incluso, puede hacer que las personas
se afinquen aún más en las prácticas que el propio Estado quiere erradicar.
Pero, aun uno de los padres
del liberalismo clásico, John Stuart Mill, advertía que no todos los seres
humanos están preparados para asumir la autonomía individual de la libertad. Y,
en estos casos, el Estado sí tendría una obligación paternalista de intervenir
y prohibir algunas costumbres que sólo perjudican a quienes las realizan. Mill
tenía en mente especialmente a los niños: no cuentan con la suficiente
capacidad racional como para tomar decisiones propias, y esta carencia
justifica la intervención paternalistas de terceros en su propia protección.
Mill también consideraba
que los ‘salvajes’ carecen de esa capacidad racional, y mientras se preparan
para el pleno ejercicio de la libertad, es necesario ofrecerles un espacio de
protección, aun en contra de sus deseos. Naturalmente, este paternalismo ha
servido para acusar a Mill de defender una mentalidad colonialista (como
efectivamente era). Spivak ciertamente diría que Mill no permitió hablar a los
subalternos que él pretendía defender.
Pero, conviene no desechar
por completo el paternalismo invocado por Mill y otros. La opresión puede
alcanzar tales niveles, que muchas veces los opresores logran convencer a los
oprimidos de que su condición los hace felices. El marxismo clásico ha siempre
señalado este fenómeno. La ‘alienación’, tal como la entienden los marxistas,
consiste precisamente en un proceso de absorción de falsa ideología, de forma
tal que el oprimido busca legitimar su propia opresión. La acción
revolucionaria, proclaman los marxistas, debe tratar de despertar la conciencia
liberadora, y hacer ver al oprimido que su condición es lamentable.
En esta pretensión de
despertar conciencia liberadora, hay una fuerte dosis de paternalismo, pues
muchos oprimidos no quieren ser liberados. Pero, los marxistas no cederían al
chantaje de que ‘los subalternos deben ser escuchados’, y si desean seguir
siendo oprimidos, nosotros no tenemos derecho a imponerles nada. Antes bien, el
marxismo insistiría en que, al menos debe intentarse un mínimo de persuasión
para convencer al oprimido de que su propia dignidad transformación.
Pues bien, este mismo
razonamiento debe extenderse a las mujeres que llevan burka o practican el sati.
Quizás, en efecto, muchas quieren seguir
llevando burka y arrojándose a la
pira funeraria. Pero, ese deseo no hace más que colocar de manifiesto el grado
de alienación al cual han sido sometidas estas pobres mujeres. Quizás la solución
no sea erradicar autoritariamente estas prácticas. Quizás, en efecto, deba
permitirse hablar a los subalternos. Pero, así como debe permitírseles hablar,
debe también tratar de persuadirlos de que están sujetos a prácticas opresivas,
y de que su propia dignidad exige la voluntad de abandonar esas prácticas, de
las cuales son víctimas.
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