jueves, 27 de septiembre de 2012

El sati, la burka y el paternalismo



Desde la invasión norteamericana de Afganistán en 2001, Occidente se vio sumamente sensibilizado por las burka, trajes tradicionales que el régimen de los talibán impuso sobre las mujeres. Las autoridades norteamericanas nunca explicaron suficientemente bien al mundo la justificación de su invasión. Presumiblemente, buscaban desmantelar las redes de terroristas que el régimen talibán protegía, y que había sido responsable de los ataques del 11 de septiembre.
            Pero, a ojos de muchos críticos, aquella empresa no sólo se hizo con la intención de fortalecer la seguridad y desmantelar redes terroristas. Más bien, se hizo como continuidad del clásico colonialismo de antaño, el cual se vale ideológicamente de la llamada ‘misión civilizadora’: bajo esta idea, las potencias occidentales tienen el deber de someter a los regímenes bárbaros e imponer gobiernos que incentiven los avances de la modernidad.
            La burka fue emblemática de esto. La burka sirvió como excusa perfecta para que los poderes coloniales occidentales asentaran su dominio en una zona rica en minerales, y estratégicamente muy bien ubicada para acrecentar el dominio de regiones vecinas. El predominio de la burka podía convencer a la opinión pública occidental de que era necesaria una nueva cruzada para erradicar la barbarie en el mundo.
            Pero, aun si el predominio de la burka fue empleada como excusa barata para lanzar una nueva invasión, hay un hecho que no admite discusión: la burka es un traje sumamente opresivo. Además de constar de una tela sumamente incómoda, la mujer es reducida a un mero objeto andante sin oportunidad de desarrollar identidad propia, o satisfacer al máximo sus potencialidades y talentos en la esfera pública. La imposición de la burka no justifica una invasión, pero no dejemos de lado el hecho de que, efectivamente, la burka es opresiva.
            Con todo, un hecho bastante sorprendente fue que, aun después de la caída del régimen talibán, las mujeres siguieron llevando la burka. Y, esto abrió espacio para considerar que, quizás, las propias mujeres afganas se sienten bien viviendo detrás de una rejilla de tela. Si esto es así, la erradicación occidental de la burka habría sido una intromisión colonial occidental que hizo más daño del que pretendió curar.
            En el pasado, ha habido debates parecidos a éste. Cuando los británicos colonizaron la India, se encontraron con la práctica hindú del sati: cuando los hombres morían y eran incinerados en la pira funeraria, se esperaba que las viudas se lanzaran también a las llamas. Algunas mujeres eran forzadas a hacerlo, pero otras lo hacían voluntariamente. Los británicos quedaron horrorizados con esta práctica, y eventualmente, la prohibieron. Cuando India, bajo la dirección de Nehru, logró su independencia y trató de convertirse en una nación secular, la práctica del sati siguió prohibida, y así persiste hasta el día de hoy.
            Los críticos del imperialismo británico denuncian los abusos cometidos en la India, pero por lo general, no se oponen a la erradicación del sati. Pero, en décadas recientes, la nueva ola de críticos del colonialismo, inspirados en el postmodernismo, sí critican la erradicación del sati¸ por motivos parecidos a los que algunas personas hoy tratan de reivindicar la burka.
            La crítica más prominente de la erradicación del sati es Gayatri Spivak. Publicó un artículo muy leído, con el título “¿Puede el subalterno hablar?”. En este artículo, Spivak sostiene la idea de que, en el discurso colonialista, ni siquiera en la defensa de las víctimas se ofrece espacio de expresión a los oprimidos. En ocasiones el colonialista pretende defender a los oprimidos, pero no está dispuesto ni siquiera a escucharlos. Y, según Spivak, fue esto lo ocurrido en la erradicación del sati en la India.
Los colonialistas se horrorizaron ante la idea de que las viudas se lanzaran a la pira funeraria, e inmediatamente suprimieron esta antigua costumbre. Con esto, denuncia Spivak, los colonialistas reafirmaron el mito autocomplaciente de que cumplían la loable misión de salvar a las mujeres marrones de los hombres marrones. Pero, los colonialistas nunca preguntaron a las mujeres cómo se sentían ellas lanzándose a la pira funeraria. Para los colonialistas, aquella práctica era sencillamente brutal, contraria a sus nociones éticas pretendidamente universalistas. Si, en cambio, hubiesen tenido un mínimo de sensibilidad ante el mundo cultural ajeno, y se hubiesen despojado de su etnocentrismo, habrían tenido en consideración el punto de vista de las propias viudas, y habrían descubierto que aquellas práctica no era tan bárbara como suponían, pues está inmersa en un entramado de símbolos y relaciones que le conceden un sentido.
Spivak no pretende una defensa irrestricta de la práctica del sati, pero sí pretende que, antes de juzgar una práctica a partir de valores morales aparentemente universales, se indague bien respecto al sentido que pueda tener para el participante. Pues, esa indagación puede matizar muchos de los juicios avasalladores que, en vena colonialista, muchas veces se hacen en torno a las culturas no occidentales.
¿Tiene plausibilidad el alegato de Spivak? En primer término, la argumentación de Spivak señala algo fundamental y sumamente rescatable: antes de apresurarse a juzgar una práctica, ciertamente conviene escuchar a los participantes y sus causas, y tenerlas en consideración.
Quien defienda al liberalismo debe asimismo sostener la idea de que, si un acto es voluntario y sólo genera daños a la persona que realiza ese acto, entonces el Estado no pareciera tener la justificación para irrumpir en la autonomía individual de quien toma esas decisiones. Si las mujeres quieren llevar burka o practicar el sati, por cuenta propia, sería opresivo que el Estado interfiera en esa decisión autónoma. El filósofo Kwame Antony Appiah advierte acertadamente que existe el riesgo de instrumentar un torpe paternalismo que, incluso, puede hacer que las personas se afinquen aún más en las prácticas que el propio Estado quiere erradicar.
Pero, aun uno de los padres del liberalismo clásico, John Stuart Mill, advertía que no todos los seres humanos están preparados para asumir la autonomía individual de la libertad. Y, en estos casos, el Estado sí tendría una obligación paternalista de intervenir y prohibir algunas costumbres que sólo perjudican a quienes las realizan. Mill tenía en mente especialmente a los niños: no cuentan con la suficiente capacidad racional como para tomar decisiones propias, y esta carencia justifica la intervención paternalistas de terceros en su propia protección.
Mill también consideraba que los ‘salvajes’ carecen de esa capacidad racional, y mientras se preparan para el pleno ejercicio de la libertad, es necesario ofrecerles un espacio de protección, aun en contra de sus deseos. Naturalmente, este paternalismo ha servido para acusar a Mill de defender una mentalidad colonialista (como efectivamente era). Spivak ciertamente diría que Mill no permitió hablar a los subalternos que él pretendía defender.
Pero, conviene no desechar por completo el paternalismo invocado por Mill y otros. La opresión puede alcanzar tales niveles, que muchas veces los opresores logran convencer a los oprimidos de que su condición los hace felices. El marxismo clásico ha siempre señalado este fenómeno. La ‘alienación’, tal como la entienden los marxistas, consiste precisamente en un proceso de absorción de falsa ideología, de forma tal que el oprimido busca legitimar su propia opresión. La acción revolucionaria, proclaman los marxistas, debe tratar de despertar la conciencia liberadora, y hacer ver al oprimido que su condición es lamentable.
En esta pretensión de despertar conciencia liberadora, hay una fuerte dosis de paternalismo, pues muchos oprimidos no quieren ser liberados. Pero, los marxistas no cederían al chantaje de que ‘los subalternos deben ser escuchados’, y si desean seguir siendo oprimidos, nosotros no tenemos derecho a imponerles nada. Antes bien, el marxismo insistiría en que, al menos debe intentarse un mínimo de persuasión para convencer al oprimido de que su propia dignidad transformación.
Pues bien, este mismo razonamiento debe extenderse a las mujeres que llevan burka o practican el sati. Quizás, en efecto, muchas quieren seguir llevando burka y arrojándose a la pira funeraria. Pero, ese deseo no hace más que colocar de manifiesto el grado de alienación al cual han sido sometidas estas pobres mujeres. Quizás la solución no sea erradicar autoritariamente estas prácticas. Quizás, en efecto, deba permitirse hablar a los subalternos. Pero, así como debe permitírseles hablar, debe también tratar de persuadirlos de que están sujetos a prácticas opresivas, y de que su propia dignidad exige la voluntad de abandonar esas prácticas, de las cuales son víctimas.

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