domingo, 5 de febrero de 2012

Las siliconas no son tan malignas

El reciente escándalo generado por el hallazgo de que las prótesis mamarias manufacturadas por la compañía francesa PIP generan cáncer, ha colocado nuevamente en evidencia la enorme ambivalencia que la sociedad industrial siente por los senos. La opinión pública suele hacerse eco del moralismo representado por el novelista colombiano Gustavo Bolívar en su obra Sin tetas no hay paraíso, una tragedia moralizante sobre una muchacha obsesionada con aumentar sus senos, la cual, como es de esperar, no tiene un final feliz.

Pero, a la par de que nos rasgamos las vestiduras en contra de los implantes de senos, cada vez crece el número de intervenciones quirúrgicas. Nadie se atreve a defender moralmente los implantes mamarios, pero muchísima gente prefiere que la presentadora de las noticias en la televisión tenga los senos operados.

Defender la moralidad de los implantes mamarios es una empresa casi del mismo calibre que defender la moralidad del cigarrillo. Como los implantes mamarios, el cigarrillo parece a todas luces perjudicial, y por más que el número de fumadores aumente, eso no lo hace más moralmente defendible. Pero, a raíz del reciente escándalo de las prótesis defectuosas, los implantes mamarios han sido satanizados más allá de lo razonable. Por ello, no propongo reivindicar moralmente a los implantes, pero sí propongo analizar el asunto con una lupa más racional, con la finalidad de ser un poco más justos.

La gran objeción a los implantes mamarios es su carácter escandalosamente vanidoso. Los bosques se están deforestando, hay niños en África muriendo de hambre, la delincuencia aumenta en América Latina, pero nada de eso nos interesa tanto como un par de tetas bien puestas. Todo el dinero que circula en la industria de la cirugía estética podría perfectamente emplearse para solventar los verdaderos problemas del mundo.

La crítica a la vanidad, y en especial a la preocupación por la belleza corporal, no es reciente. Ya el libro bíblico de Eclesiastés tiene una gran fijación con ese tema, y hay alguna antigua leyenda judía que sataniza a los cosméticos: según se narra, el demonio Azazel fue el culpable de introducir los cosméticos a las mujeres.

Pero, así como ha habido moralistas rigurosos que desprecian la vanidad, ha habido otros moralistas que más bien la aplauden, pues estiman que es necesaria para el bienestar de la humanidad. En el siglo XVIII, el filósofo Bernard Mandeville opinaba en un polémico poema, La fábula de las abejas, que los vicios privados (como la vanidad), pueden convertirse en virtudes públicas. Si todas las abejas trabajan para satisfacer sus deseos individuales, a la larga, la sociedad de las abejas saldrá beneficiada, pues la vanidad estimulará el trabajo de las abejas.

Un vanidoso hedonista como Voltaire supo aprovechar este argumento. Su poema, El mundano, es una reflexión sobre los placeres del mundo. Allí donde plenitud de religiones e ideologías sociales enfatizan el ascetismo, Voltaire glorificaba el buen vivir y el consumo. En una célebre frase del poema, Voltaire advertía que lo superfluo es necesario.

Si bien Voltaire no desarrolló su argumento, no es difícil expandirlo. La vanidad es necesaria porque sirve de estímulo a la producción económica que, a la larga, generará el excedente de riqueza que servirá para satisfacer las necesidades de la humanidad. En la época de Voltaire, un grupo de economistas, los llamados ‘fisiócratas’, opinaban que la riqueza de un país está en su producción agrícola. Todo lo demás (y, por supuesto, esto incluye los implantes mamarios), es un desgaste. Los defensores de la vanidad, en cambio, sostienen que, para poder alcanzar riqueza plena, es necesario dedicarse a otras actividades comerciales e industriales, que si bien no están dirigidas a satisfacer las necesidades básicas, sirven como activación del aparato económico, y a la larga, esto sí propiciará la satisfacción de las necesidades básicas.

De hecho, en el siglo XX, el modelo económico que sirvió para salir de la crisis económica mundial, inspirado en las teorías de J.M. Keynes, básicamente consistía en activar la economía mediante actividades que no estaban dirigidas exclusivamente a satisfacer las necesidades elementales. Una imagen (quizás demasiado simplista, pero apta para nuestro propósito ilustrativo) recapitula bastante bien la propuesta keynesiana: para salir del atolladero económico, a veces es necesario crear un hueco en la carretera, e inmediatamente buscar taparlo. Un acto aparentemente destructivo como ése, en realidad servirá para activar la economía.

Quizás los implantes mamarios sean parte de ese mecanismo vanidoso que sirve para la activación de la economía. Detrás de cada prótesis hay miles de empleos que, a la vez, abren oportunidades económicas para eventualmente satisfacer las necesidades de los niños hambrientos del África. Como decía Voltaire, la vanidad es necesaria, en buena medida porque, irónicamente, no sólo sirve para satisfacer deseos escandalosos. No propongo que concedamos el Nóbel de la Paz a Pamela Anderson por sus enormes tetas, pero sí propongo que, junto a Mandeville, consideremos que, en ocasiones, los vicios privados pueden convertirse en virtudes públicas.

Pero, mi defensa parcial de los implantes mamarios es más psicológica que económica. Cada vez hay más indicios de que buena parte de nuestra conducta está condicionada por nuestros genes, y la selección de estos genes estuvo a su vez condicionada por las circunstancias bajo las cuales vivieron nuestros ancestros en la sabana africana.

El gusto por los senos grandes, y el poder de éstos para manipular las emociones de tanta gente, no es un mero invento de la sociedad de consumo que estimula la vanidad mediante la publicidad. Todas las épocas y todos los contextos culturales han favorecido los senos grandes; la singularidad de nuestra sociedad consiste sólo en potenciarlos mediante la tecnología, y ofrecer a las mujeres de senos pequeños la posibilidad de competir con las mujeres con senos naturalmente grandes.

Esta universalidad del gusto por los senos grandes es indicio de que, probablemente, los hombres tengamos algunos genes que nos induzcan a ser agradados por el busto de Yuyito. Por supuesto, los senos no son el único objeto de nuestra fascinación sexual genéticamente codificada. El gusto por las bocas rojas, por ejemplo, seguramente tiene una base genética. Y, como ha de esperarse, los genes que codifican ese gusto han persistido debido a alguna ventaja adaptativa. En el caso de las bocas rojas, éstas son indicativas de ovulación. Y, en ese sentido, aquellos hombres que le gustaban las bocas rojas tuvieron más oportunidad de propagar sus genes, pues se apareaban con mujeres que estaban ovulando.

No es tan fácil descubrir cuál es la ventaja adaptativa del gusto por los senos grandes, y de hecho, esto sigue siendo un misterio en la psicología evolucionista. Contrario a lo que se suele creer, los senos grandes no ofrecen mejor lactancia, de forma tal que las crías de aquellos hombres que sentían más placer con mujeres de senos pequeños, recibían la misma alimentación.

Pero, podemos explorar alguna otra ventaja adaptativa del gusto por los senos grandes. Los senos son indicativos de la edad. A medida que las mujeres envejecen, sus senos van cayendo. Una mujer con senos grandes revela mejor su edad que una mujer con senos pequeños. Los hombres que tenían un gusto por los senos grandes tenían así más posibilidades de propagar sus genes. Pues, al buscar aparearse con una mujer con senos grandes no caídos, aseguraban que su compañera sexual era joven, y esto aumentaba las probabilidades de fertilidad. En cambio, los hombres que le gustaban las mujeres con senos pequeños, corrían el riesgo de aparearse con mujeres de más edad, y esto decrecía sus probabilidades de fertilidad. Al final, vinieron a reproducirse más los hombres con el gusto por los senos grandes, y esto ha explicado cómo el gen que codifica ese gusto ha persistido en la especie humana.

Los implantes mamarios son, entonces, artificios que sirven para satisfacer un gusto natural entre los seres humanos. Tenemos algún gen que codifica el gusto por lo dulce (esto fue ventajoso en la sabana africana, dadas las escasas fuentes de comida en ese contexto, y el hecho de que el azúcar es una rica fuente de calorías); la industria del azúcar busca satisfacer ese deseo perenne, ‘engañado’ al paladar. Del mismo modo, las siliconas son el instrumento que busca ‘engañar’ la búsqueda inconsciente de senos grandes.

Si tenemos en cuenta nuestra configuración psicológica genéticamente fijada por las condiciones de la sabana africana, entonces ya las prótesis mamarias no deberían resultar monstruosidades morales. Es natural que busquemos senos grandes (aun si hacen daño), del mismo modo en que es natural que busquemos comer dulces (aun si hacen daño).

Pero, desde hace tiempo, los filósofos han advertido en contra de la falacia naturalista: no es lo mismo describir que prescribir. El hecho de que la selección natural nos haya condicionado con el gusto por los senos grandes no implica que sea moral satisfacer ese gusto a toda costa. La selección natural probablemente también ha favorecido a los violadores y promiscuos (éstos tendrían más oportunidad de propagar sus genes), pero ello no implica que la violación o la promiscuidad sean morales.

Con todo, me parece oportuno reconocer que la moral debe al menos partir de una base de hechos naturales. Y, en ese sentido, es torpe reprochar como escandalosamente inmoral, una práctica quirúrgica que busca satisfacer un deseo que parece proceder de una fuerte determinación genética. Es cierto que no somos esclavos de nuestros genes. Un ambiente en el cual seamos educados con la creencia de que los senos grandes no deben ser un patrón de belleza, quizás aminore el deseo de ver senos grandes. Pero, así como no somos esclavos de nuestros genes, tampoco estamos totalmente liberados de ellos. Por más que nos propongamos ignorar la relevancia del tamaño de los senos, éstos nos seguirán fascinando.

Por ello, me parece torpe pretender que los hombres no tengan interés en el tamaño de los senos de las mujeres, y que se desaconseje toda forma de intervención quirúrgica para colocar implantes mamarios a las mujeres. La fuerza del deseo inscrito en los genes propiciará que, en muchos casos, la gente haga caso omiso de lecciones moralizantes aburridas. Mucho más efectivo es reconocer el poder atractivo de los senos grandes. A partir de ese reconocimiento, se podrá advertir a las mujeres que, si bien los implantes mamarios tienen un gran poder de atracción sexual (y que una educación mojigata sencillamente no hará desaparecer esa atracción), llevan riesgos considerables.

Al final, la concepción de la ética que considero más razonable, es el hedonismo. Lo bueno es placentero, lo malo es doloroso. Los implantes mamarios satisfacen un deseo inscrito en unos genes que seguramente buena parte de la humanidad comparte, y que la selección natural retuvo en las condiciones de la sabana africana. En ese sentido, los implantes mamarios generan mucho placer. Pero, a la vez, estos implantes traen consigo muchos riesgos. Los filósofos que han defendido el hedonismo como opción ética, recomiendan un cálculo de felicidad: sopesemos las ventajas y desventajas de un acto, y así sabremos si es moral o inmoral.

Estos cálculos muchas veces con complejos. En el caso de los implantes mamarios, parece que generan más dolor que placer. Pero, para elaborar una evaluación más justa, como hemos visto, debemos tener presentes dos cosas: primero, que la vanidad privada de las siliconas puede conducir a la virtud pública de la activación económica; y segundo, que las siliconas responden a un deseo profundamente arraigado en la genética humana.

5 comentarios:

  1. En cuanto el hedonismo comienza a responder a ventajas y desventajas, deja de ser hedonismo. El hedonismo es, en el mejor de los casos, cuestionable como ética.

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  2. Clap, clap, clap! Felicitaciones, Gabriel! No podría estar más de acuerdo.

    Si no es mucha molestia, me gustaría compartir contigo dos artículos míos en los que tomo un enfoque similar, aunque los temas son distintos:

    http://bit.ly/wkwbpf y http://bit.ly/wpvfx6

    Un saludo,

    -D

    PD: ¿Qué estudios conoces sobre psicología evolutiva que soporten tus afirmaciones (si lees los comentarios del primer enlace, entenderás la pregunta)?

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    1. Hola David, leí los dos artículos, ambos me gustaron mucho, dejé un comentario en ambos...

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  3. Yo no haría mucho caso de esas noticias que hablan de los supuestos efectos nocivos de esto o aquello. Luego no tarda en salir otro estudio que las desmienten. En todo caso, que una partida de senos salieran nocivos no afecta al resto.

    Me parece acertada esa hipótesis sobre nuestra atracción por los senos grandes, y en apoyo de ella yo añadiría que además nos gustan turgentes, y ésa es la característica principal de los senos de las mujeres jóvenes y de los implantes mamarios.

    A mí en particular me fascinan los senos de silicona, y bien grandes (desde luego más que los de las dos fotos que pones), y me da igual que sean naturales o no (de hecho, no me excita ningún seno natural, vencido por la ley de la gravedad), y eso no depende de ningún factor ambiental (me pasa desde que tengo recuerdos), así que ni puedo ni pretendo evitar esa atracción, tan natural como antinaturales puedan ser los pechos de silicona.

    Últimamente me siento menos obsesionado con los senos grandes y más por los vientres planos, y creo que se debe al hecho de que una mujer con panza recuerda a una embarazada o a una que ya ha parido y tiene el vientre flácido, y por tanto no interesaría a un macho que busca procrear con hembras no tomadas por otros machos. Especulo.

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    1. Hola Jose, aparentemente, en este caso, las alarmas sí estuvieron justificadas. Hombre, veo que compartes mi gusto por las siliconas. Creo que los psicólogos evolucionistas sí han postulado tu hipótesis: la mujer con barriga recuerda a la embarazada, y por eso es menos atractiva. Pero, como bien dices, en mucho de esto hay especulación.

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