Freud dijo muchas
tonterías. Pero, tenía cierto talento para hacer algunas observaciones
interesantes, a pesar de que las interpretaciones de esas observaciones solían
ser, por supuesto, ridículas. Una de esas observaciones era el complejo de
Edipo.
Como se sabe, según Freud, los
hombres tenemos el deseo inconsciente de unirnos sexualmente con nuestra madre.
Ese deseo procede de la parte irracional de nuestro inconsciente, el ello. Pero, entonces, la parte moral de
nuestra mente, el superyó, interviene y reprime nuestro deseo incestuoso. Eso
genera un conflicto que se manifiesta en neurosis y, a nivel social, en grandes
crisis e insatisfacciones.
Con
justa razón, todo esto se ha visto como una colosal estupidez. ¿A cuenta de qué
deseamos sexualmente a nuestra madre? ¿Es acaso suficiente con leer un antiguo
mito griego para formular esta teoría tan temeraria?
Las críticas más agudas de esta
teoría suelen venir de la psicología evolucionista. Antes de Freud, ya el
biólogo Edward Westermarck había dicho que nuestra inclinación natural es más
bien a rechazar el incesto, pues
estamos biológicamente determinados a sentir repulsión sexual por quienes están
en contacto continuo con nosotros desde la infancia. La selección natural lo ha
hecho así: el incesto es desventajoso (pues acumula genes recesivos que suelen
ser perjudiciales), y así, desarrollamos como adaptación una tendencia a la
repulsión por el sexo con parientes. Esa idea de Freud, según la cual tenemos
deseos incestuosos naturales, es una fantasía.
Pero, la misma psicología
evolucionista puede postular una teoría que más bien confirma la tesis original
de Freud. Se trata de la llamada “teoría de la similitud genética”. En el
estudio del altruismo, los biólogos saben muy bien que en el mundo animal, el
nivel de altruismo aumenta con el nivel de proximidad genética. Así, un animal
es más altruista con un hermano que con un primo, y a su vez, más altruista con
un primo que con un extraño de la misma especie. Esto ocurre así, porque los
genes altruistas se pasan más rápidamente, cuando el animal que recibe ese
altruismo comparte una proporción de genes con el animal que hace la acción
altruista. El animal altruista puede morir con su acción de sacrificio, pero si
dirige su altruismo a alguien que tiene una alta proporción de sus mismos
genes, su esfuerzo no habrá sido en vano, pues al favorecer a su pariente,
aumenta las probabilidades de que sus propios genes se pasen a la siguiente
generación.
Ahora bien, esto aplica también a la
selección de compañeros sexuales. Es más ventajoso para un animal escoger a una
compañera sexual con quien comparta genes. Pues así, se asegurará de que su
descendencia (a quien se encargará de proteger y defender) llevará una
proporción aún mayor de sus genes.
Esto hace que, en la selección
sexual, los animales busquen compañeros con quien guarden parecidos. Y así,
esto nos conduce al complejo de Edipo. Compartimos la mitad de los genes con
nuestras madres. Eso hace que sintamos atracción por ella, no por alguna
misteriosa razón (como parecía postular Freud), sino sencillamente, porque
estamos programados para estar atraídos a aquellas mujeres que se parecen a
nosotros, pues de esa manera, nuestros hijos serán aún más parecidos a
nosotros, y con eso, lograremos aún más pasar nuestros genes.
Con todo, Westermarck tenía razón:
hay una tendencia natural a sentir repulsión sexual por nuestros parientes. Eso
hace que haya un choque de fuerzas evolutivas: por una parte, es ventajoso
aparearnos con nuestros parientes debido al aumento de probabilidades de que
nuestra descendencia sea más parecida a nosotros; pero por la otra, es
desventajoso, pues la acumulación de genes recesivos puede resultar
perjudicial.
El resultado de este choque de
fuerzas evolutivas es que, si bien sentimos una repulsión natural al incesto,
tenemos una inclinación a aparearnos con aquellos con quienes guardamos
semejanzas. Westermarck dejó muy claro que la repulsión al incesto es una impronta: sentimos repulsión sexual por
aquellos con quienes hemos estado en contacto desde la infancia. Eso permite
que sintamos asco por la relación sexual con nuestras madres o hermanas, pero a
la vez, sintamos bastante estímulo en una relación sexual con compañeras que se
parezcan a nuestras madres.
Así pues, podemos aceptar que sí
existe algo similar al complejo de Edipo. Pero, no se trata propiamente de un
deseo reprimido de unirnos sexualmente a nuestras madres. Antes bien, se trata
de una repulsión natural (no cultural,
contrario a lo que postulaba Freud) al incesto, pero a la vez, una inclinación
natural por preferir mujeres que se parezcan a nuestras madres.
Con todo, la teoría de la similitud
genética no es plenamente aceptada por psicólogos. Además, se presta fácilmente
a interpretaciones racistas, pues varios autores se han valido de ella para
postular que los matrimonios inter-raciales están condenados al fracaso, y que
los hijos de estos matrimonios son menos queridos y atendidos. Pero, así como
algunas cosas que Freud postuló sí son rescatables, quizás no debamos
anticiparnos en desechar la teoría de la similitud genética, y más bien debamos
considerar algunos de sus postulados.