En la dicotomía entre
izquierdistas y derechistas en el mundo, pero en especial en EE.UU. y América
Latina, está el tópico de que la izquierda es soberanista, mientras que la
derecha es intervencionista. La derecha suele favorecer intervenciones
militares de las grandes potencias (una extensión del imperialismo de antaño,
se denuncia); la izquierda suele más bien invocar el principio delineado en el
tratado de Westphalia, según el cual, cada país es soberano, y ningún otro país
tiene derecho a entrometerse en sus asuntos.
Pero, como suele ocurrir, las cosas
son más complejas. Sólo un sector de la derecha es intervencionista, y sólo un
sector de la izquierda es soberanista. El intervencionismo en EE.UU. es
actualmente defendido a ultranza por el movimiento neoconservador, cuyo mayor
representante fue George W. Bush (y, por supuesto, basándose en estas ideas,
invadió Irak). Desde América Latina, la izquierda pide a gritos “Yankee, go
home!”, y exige que EE.UU. se quede dentro de sus fronteras, y no amedrente a
los demás países con sus intervenciones militares.
Pero, en EE.UU., siempre ha sido más
bien la más rancia derecha conservadora (con gente como Pat Buchanan), quienes
han defendido esta postura, llamada “aislacionismo”. Para los aislacionistas,
EE.UU. no debe asumir ningún papel de salvador del mundo, y si el resto del
mundo sufre catástrofes, eso es asunto de cada quien. Los paleoconservadores
favorecen no tener ninguna empatía por otros países, y por eso, prefieren
encerrarse militarmente en sus fronteras y negarse a recibir inmigración,
aunque sí favorecen el comercio internacional.
Los neoconservadores, en cambio, son
muy proactivos (excesivamente, en realidad) en que EE.UU. asuma el papel de
policía mundial. Pero, hay un dato crucial, que pocas veces se menciona: los
neoconservadores, paladines de la derecha más agresiva, eran originalmente trotskistas. Y, así, la agresividad
neoconservadora tiene un origen izquierdista.
A decir verdad, esto no debe sorprender.
Desde un inicio, la revolución rusa pretendió extenderse por el mundo. Trotsky
llamó a esto “la revolución permanente”: la misión revolucionaria no terminaría
en Rusia; sería necesario continuarla permanentemente hasta conquistar el
mundo. Para ello, se conformó la Cominetern. Y, esto implicaba clara injerencia
en otros países (no necesariamente invasiones, pero sí apoyo militar a grupos
insurgentes o a gobiernos de izquierda acosados por insurgentes derechistas,
como ocurrió en España).
De hecho, parte del desacuerdo entre
Trotsky y Stalin (aunque esta disputa se debió más a la ambición personal del
dictador soviético) estaba en la cuestión de la injerencia en otros países:
mientras que Trotsky era partidario de expandir el comunismo, Stalin prefería
el aislacionismo, y mantener el paradigma de “socialismo en un país”.
Cuando los neoconservadores
norteamericanos favorecen apoyar rebeldes libios, o invadir Irak, con la excusa
de extender la democracia por el mundo, en realidad, se inspiran en Trotsky, su
antiguo maestro. Pues, el mismo ideólogo ruso también favoreció la idea de
expandir la revolución en otros países, por vía armada: como bien había dicho
Marx, el proletariado no tiene fronteras nacionales; el nacionalismo es un
invento burgués para dividir y vencer. Por supuesto, allí donde los neoconservadores
quieren expandir la democracia capitalista, Trotsky y sus seguidores querían
expandir el comunismo. Pero, si bien difieren en ideología, ambos grupos favorecen
la injerencia, y menosprecian la soberanía.
Y, en la misma América Latina, es falso
que la izquierda siempre reproche injerencias y considere sacrosanta la
soberanía nacionalista. La izquierda latinoamericana sólo reprocha injerencias
norteamericanas. Pero, si un país interviene militarmente en otro para sembrar
el comunismo, la izquierda latinoamericana no reclama. Ésa fue la vocación de
Cuba por muchas décadas: intervino militarmente en Angola, y sembró guerrillas
en el Congo, Colombia, Bolivia, Venezuela, Nicaragua, y varios otros países.
Fidel Castro, y sobre todo, el Che Guevara, participaban significativamente en
la ideología trotskista.
Por mi parte, yo me inclino más a favor
de los trotskistas y neoconservadores. El nacionalismo del tratado de
Westphalia, aquel que postula que cada país es soberano, y nadie debe meterse
en asuntos ajenos, es ya caduco. Pudo tener justificación en el siglo XVII,
cuando abundaban las invasiones caprichosas entre Estados europeos por asuntos
internos de religión. Pero, en pleno siglo XXI, asumir a ultranza el
nacionalismo westphaliano es dar carta blanca a que cada gobernante o mayoría,
haga dentro de sus fronteras lo que les venga en gana. Frente a genocidios como
el de Rwanda, el nacionalismo westphaliano y la invocación del principio de
soberanía, permitiría esa masacre. Como en cualquier comunidad, la comunidad
mundial necesita un policía, y no vale ampararse en la típica frase infantil: “¡No
te metas en mis asuntos!”.