Narra el Libro de los vigilantes, un texto apocalíptico judío del siglo IV antes de nuestra era, que el demonio Azazel enseñó a las mujeres el arte del maquillaje. Esto hizo que los ángeles crecieran en lujuria, y esto generó un terrible caos. Dios tuvo que enviar otros ángeles para combatir a los ángeles lujuriosos, y restaurar el orden.
Otro
texto apocalíptico, éste del siglo II de nuestra era, el Apocalipsis de Pedro, narra un viaje místico de Pedro por el
infierno. Ahí, se encuentra que las mujeres que se preocupan por su belleza,
son atormentadas con el curioso castigo de ser colgadas por su cabello (esto
inauguró la morbosa técnica literaria del contrapaso
que fue desarrollada por Dante, a saber, retratar el castigo infernal
irónicamente empleando elementos asociados al pecado castigado).
Y,
por supuesto, de sobre es conocido que el cristianismo tradicionalmente ha
desconfiado de la belleza femenina. La belleza femenina ha estado asociada a lo
demoníaco. San Antonio, en el siglo IX, se retira al desierto a ser mortificado
por demonios; curiosamente, los demonios que más lo acechan están disfrazados
de mujeres bellas y seductoras. Asimismo, El
martillo de las brujas, un brutal manual de persecución de brujas del siglo
XV, manifiesta una obsesión misógina, advirtiendo sobre los peligros seductivos
de las mujeres en alianza con Satanás, y su misión de hacer pecar a los
hombres.
Una
de las grandes luchas del feminismo ha consistido en erradicar esta visión
degradante de la mujer bella. Allí donde el cristianismo tradicional repudiaba
a la mujer bella por su supuesto potencial destructivo, el feminismo clásico
(el de la llamada ‘primera ola’) más bien de opuso a esa hipócrita moral
victoriana represiva de la sexualidad, y propició la liberación sexual de la
mujer.
Pero,
insólitamente, a partir de la llamada ‘tercera ola’ del feminismo, de finales
del siglo XX, las propias feministas regresaron al odio de la belleza. Del
mismo modo en que el Libro de los
vigilantes y el Apocalipsis de Pedro manifestaban
su desprecio por los cosméticos, las nuevas feministas arremetían contra Loreal
y otras compañías.
El
odio feminista a la belleza cobró especial fuerza con la publicación de El mito de la belleza, de Naomi Wolf, en
la década de los noventa del siglo XX.
Ahí, la autora argumentaba que existe una conspiración mundial de corporaciones
cosméticas, fabricando e imponiendo imágenes de belleza femenina al público. El
resultado, según Wolf, es una degradación de la mujer. La mujer no es valorada
por su inteligencia, sino por su cuerpo, y se convierte en un objeto sexual.
Wolf incluso se aventura a decir que esto no es una mera conspiración para que
las corporaciones generen más ganancias, sino que también busca oprimir
nuevamente a las mujeres, en vista de los avances del feminismo en épocas
pasadas.
Wolf
inauguró el estereotipo de que la feminista es en realidad la mujer fea
resentida, que arremete contra el mundo de la belleza, sencillamente porque
ella no logró captar la atención de los hombres (en realidad, la propia Wolf es
muy bella, y parece estar muy preocupada por su cabello).
Pero, en honor a la justicia, el
libro de Wolf no es descabellado. Es cierto que la publicidad de cosméticos
femeninos es muy agresiva; cabe admitir que persiste la ideología machista de
que la mujer es un mero objeto sexual; y tampoco debemos negar el hecho de que
muchas mujeres sufren complejos debido al pequeño tamaño de sus pechos, al
compararlos con los de las despampanantes supermodelos.
No obstante, Wolf comete un error
garrafal: asume que el ideal de la belleza femenina es apenas una construcción
social, impuesta por la publicidad. Con esto, Wolf ignora los enormes avances
que la psicología evolucionista ha hecho en este campo. La teoría de la evolución
explica muy bien por qué las mujeres se preocupan más por la belleza, y por qué
los hombres se deleitan más por los rasgos físicos que intelectuales de las
mujeres. Como en casi todas las explicaciones de la psicología evolucionista,
las estrategias para pasar los genes tienen un notable peso.
Una vez que son fecundadas, las
mujeres no pueden volver a quedar encintas durante su tiempo de gestación. En
cambio, los hombres pueden fecundar a muchas mujeres a la vez. Por eso, ser
promiscua no es una ventaja para la mujer: el aparearse con muchos hombres no
significará una ventaja para pasar los genes: sólo un hombre podrá fecundarla.
En cambio, el ser promiscuo sí será más ventaja para el hombre: el aparearse
con varias mujeres, aumentará su descendencia.
Puesto que la mujer no tiene
ventaja en la promiscuidad, acude a otra estrategia para asegurar la
persistencia de sus genes: selecciona cuidadosamente a su compañero. Y, un
criterio importante en esa selección es su riqueza y poder (muchas veces
conseguidos por medio de la inteligencia), pues éstos asegurarán una crianza
que incremente las probabilidades de que los hijos sobrevivan. El hombre, en
cambio, se fija más en las mujeres que ofrezcan signos de fertilidad (pues, de
lo contrario, estaría desperdiciando sus espermatozoides), y estos signos de
fertilidad (y salud) suelen ser las características asociadas a la belleza
(senos grandes, trasero redondo, proporción entre cintura y cadera, cabello
grueso, etc.). El hombre no promociona tanto su belleza, pues la mujer busca
más su poder y estatus para asegurar la buena crianza de los hijos, en tanto la
mujer es menos promiscua y más selectiva. En cambio, la mujer sí promociona su
belleza, pues el hombre busca signos de fertilidad, en tanto el hombre es más
promiscuo.
Todo esto, por supuesto, es apenas
una base genética de la psicología. No es una prisión. La evolución nos ha
provisto con la capacidad de revertir los patrones que la selección natural y
sexual ha impuesto por millones de años. Por ello, en consecución de la
liberación femenina, podemos (y debemos) incrementar el valor de la mujer más
allá del mero objeto sexual.
Pero, pretender ignorar las bases
biológicas de la conducta es sencillamente suicida para la causa feminista. La
evolución no permitió que desarrolláramos alas, pero eso no nos impide volar;
por ello, inventamos los aviones. Pero, pretender lanzarse de un barranco y
agitar los brazos, es sencillamente estúpido.
Pues bien, de la misma forma, la
evolución propició que la mujer sea más atractiva a los hombres, por sus dotes
físicas que por sus dotes intelectuales; pero eso no nos impide que la mujer
alcance posiciones de poder y desarrolle a plenitud sus talentos intelectuales.
Pero, pretender que a los hombres no les gusten los senos grandes y las nalgas
duras y redondas, es sencillamente estúpido.
Afortunadamente, han surgido
feministas que han reconocido la base biológica para las preferencias de los
hombres. Pretender deshacer esas bases es una quijotada condenada al fracaso.
Mucho más eficiente es adquirir más humildad frente al poder de la evolución,
reconocer las bases biológicas de la psicología, y a partir de eso, elaborar
estrategias para la liberación femenina. La inteligencia y el poder femenino no
deben considerarse en oposición a su atractivo físico. Más bien, como muchas
veces ha defendido la feminista Camille Paglia, la belleza debe ser empleada
como medio de poder para las mujeres.