sábado, 30 de julio de 2011

Fe de errata: a propósito de Stephen Jay Gould


Cuando escribí El darwinismo y la religión, dediqué el capítulo 6 a evaluar si la religión y la ciencia son compatibles. Mucha gente opina que sí, pero yo discrepo, y así lo manifestaba en el libro. Pues, hay una oposición fundamental en las hipótesis de la religión y las hipótesis de la ciencia. Según la religión, Dios creó a la especie humana: esto implica que nuestra especie fue creada con un propósito, con un plan pre-establecido. Según la ciencia, en cambio, la evolución no está conducida por un plan preconcebido impregnado de propósito, sino que opera con base en mutaciones aleatorias que, dadas las circunstancias del hábitat, algunas son retenidas por la selección natural. La religión postula un mundo creado por la necesidad del designio divino; la ciencia postula un mundo surgido por la contingencia de las mutaciones.

Para respaldar este alegato, yo citaba un conocido pasaje del biólogo Stephen Jay Gould, en el cual advertía que, si al pensar en la evolución como una película, rebobinásemos la cinta, muy probablemente el resultado sería muy distinto al actual, y el hombre no habría aparecido. Con esto, Gould quería señalar que la aparición del hombre fue una mera contingencia, y que por ende, nuestra existencia no es atribuible a la agencia de una entidad omnipotente que nos creó con un propósito.

Pero, ahora, deseo elaborar una fe de errata. Creo que Gould se equivoca. Si rebobinásemos la cinta de la evolución, el resultado habría sido el mismo, y habría sido inevitable que el hombre apareciera. Cuando escribí El darwinismo y la religión, no concedía tanta importancia a la cuestión del determinismo. Pero, creo que eso ha sido un error. La ciencia opera bajo la presunción de que existe una regularidad causal en el mundo, y a esto, por supuesto, lo llamamos ‘determinismo’. Al rebobinar la cinta, es inevitable que se active nuevamente la máquina que hace que las cosas ocurran como ocurren. Así, podemos rebobinar mil veces la cinta, y mil veces tendrá el mismo resultado. Nada pudo haber pasado de un modo distinto a como ocurrieron las cosas.

Postular, como hacía Gould, que al rebobinar la cinta se puede obtener un resultado distinto al que se obtuvo implica postular que, extrañamente, la cadena de causalidad pudo haberse interrumpido para que surgieran eventos espontáneos que no son causados por nada. Habría suma dificultad en explicar la naturaleza de estos eventos espontáneos. Si acaso la física cuántica abre la puerta al indeterminismo, hasta ahora sólo se refiere a eventos a escala subatómica, de manera tal que, de nuevo, la cinta seguiría reproduciendo el mismo resultado.

Ahora bien, frente al hecho de que, en función del determinismo, la aparición del hombre no pudo haber sido de otra manera, ¿implica eso que alguna inteligencia cósmica creó al hombre? No. Debemos distinguir entre dos tipos de causalidad: la eficiente y la teleológica (en el clásico ejemplo de Aristóteles, el primer tipo de causa se refiere a quién hizo una estatua, mientras que el segundo tipo de causa se refiere al propósito para el cual se hizo la estatua).

La aparición del hombre ha estado mediada por una serie de causas eficientes, que en efecto, han hecho inevitable este resultado. Así, la aparición del hombre no es azarosa, en el sentido de que procede de una secuencia ininterrumpida de causas. En estricto sentido, las mutaciones no son azarosas, pues inclusive ellas tienen causas. Ciertamente no las conocemos actualmente (y, quizás nunca las conoceremos), pero si nos adscribimos al determinismo (como creo que todo científico debe hacer), debemos admitir que todos los eventos del mundo tienen una causa, y eso incluye a las mutaciones. En función de esto, la aparición del hombre sí procede de una serie de causas eficientes.

Pero, el hombre no procede de una serie de causas teleológicas. No hay evidencia de que alguna inteligencia ideó un programa eficiente desde el inicio de los tiempos para crear a la especie humana; de hecho, el tortuoso camino que hubo de recorrer el género Homo para llegar a Homo sapiens sería más bien evidencia de que no hubo un agente causal teleológico.

De manera tal que, contrario a lo que pensaba Gould, al rebobinar la cinta, seguramente desembocaremos nuevamente en la aparición del hombre, dadas las leyes de la física que rigen nuestro universo. Pero, con todo, podemos seguir sosteniendo que el modo en que apareció la especie humana es incompatible con la idea de un Dios omnisciente que, desde un inicio, programó el universo para que desembocara en la aparición del hombre. Desde el Big Bang, Homo sapiens estuvo determinado a aparecer. Pero, Homo sapiens vino a aparecer sencillamente por la operativa mecánica de las leyes del universo, y no por la anticipación de una inteligencia creadora.

sábado, 23 de julio de 2011

Reseña de "La parapsicología ¡vaya timo!"



ÁLVAREZ, Carlos J. La parapsicología ‘vaya timo! Pamplona: Laetoli. 2007, 131 pp.

En uno de los programas radiofónicos que semanalmente conduzco, invité en cierta ocasión a un colega escéptico a conversar a propósito de la parapsicología (puede escucharse ese programa acá). Mi colega empezó a exponer las fallas de esta disciplina de forma muy pormenorizada. En la pausa musical, recibí una llamada de un oyente. Éste quería hablar con el invitado del programa, pues deseaba comunicarse con su madre ya fallecida, y buscaba la ayuda de un parapsicólogo. Obviamente, el oyente no estaba atento a las críticas que mi amigo hacía a la parapsicología, y asumía que mi amigo era en realidad un parapsicólogo.

Pues bien, esta anécdota revela el sesgo que mucha gente tiene frente a la parapsicología. De antemano, los simpatizantes de la parapsicología esperan encontrarse con fenómenos paranormales, y sin importar la evidencia en contra, asumen que los fenómenos paranormales sí existen. Carlos J. Álvarez hace una estimable labor al reseñar el modo en que los parapsicólogos han manipulado las evidencias (consciente e inconscientemente) para ‘demostrar’ que fenómenos como la percepción extrasensorial, la psicoquinesis, o la precognición, existen.

Álvarez hace un muy ameno repaso por la historia de la parapsicología. Sus inicios estuvieron en el boom del espiritualismo y los médiums a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Pero, en vista de que estos personajes resultaron ser fraudulentos a todas luces, gente un poco más seria se dio a la tarea de llevar las supuestas capacidades paranormales a los laboratorios, a fin de someter a prueba estos supuestos poderes, en condiciones controladas que no permitieran ningún truco.

Así, el más destacado de éstos fue J.B.S. Rhine, quien en la primera mitad del siglo XX fundó un laboratorio para someter a prueba la percepción extrasensorial. Los célebres experimentos de Rhine consistían en hacer adivinar las figuras de unos naipes. Algunos sujetos acertaban con cifras por encima de las expectativas del azar, y Rhine interpretaba esto como evidencia de poderes paranormales. No obstante, Álvarez advierte que los experimentos de Rhine nunca han podido reproducir los mismos resultados, y que sus condiciones de control fueron muy débiles. Esto, por supuesto, es una falla crucial en estos experimentos: en la ciencia, asumimos que el universo exhibe una regularidad, y si postulamos la existencia de un fenómeno, debe repetirse bajo las mismas condiciones; además, los controles deben ser lo suficientemente rigurosos como para evitar trucos. Es muy probable que los sujetos que acertaban con un alto porcentaje en estos experimentos, empleasen trucos.

Álvarez acusa a Rhine de ser ingenuo, pero no propiamente de ser un fraude. No obstante, Álvarez advierte que ha habido otras figuras en la parapsicología que sí han sido fraudulentas a todas luces, o al menos, muy sospechosas de serlo. Son los casos de S.G. Soal y en menor medida, Targ y Puthoff. Se han diseñado varios experimentos ingeniosos para someter a prueba la percepción extrasensorial. Pero, en todos esos casos, los experimentos tienen fallas. En algunos casos, los experimentos permiten que se filtren pistas, de manera tal que los sujetos pueden inferir, consciente o inconscientemente, la información que tratan de adivinar. En otros casos, cuando se repiten los experimentos bajo las mismas condiciones, los resultados no logran ser reproducidos.

Álvarez admite que, entre los experimentos parapsicológicos, el más intrigante es el ganzfeld: un sujeto es sometido a privación sensorial, y escoge de entre cuatro imágenes, una que fue observada por otro sujeto. La expectativa es que habría un 25% de probabilidad de acierto, pero cuando se han hecho estos experimentos, el porcentaje de acierto es mayor. No obstante, Álvarez advierte que también hay fallas en los experimentos ganzfeld: el experimentador pudo haber comunicado inconscientemente al sujeto la imagen vista por su contraparte, algunas imágenes son más llamativas y, de nuevo, estos resultados no han logrado ser reproducidos nuevamente.

Además de eso, Álvarez señala que los alegatos de la parapsicología son incompatibles con muchos de los principios que proceden de otras ciencias, y por eso, no debemos tomarlos en serio. Por ejemplo, la psicoquinesis va en contra del principio de conservación de energía, o como bien señala Mario Bunge, la percepción extrasensorial es incompatible con la materialidad de la mente.

En esto, estoy de acuerdo con Álvarez, pero deseo brevemente fungir como abogado del diablo: quizás, si la evidencia de los experimentos parapsicológicos es consistente y se reproduce una y otra vez en situaciones controladas, será necesario replantearse muchos de esos principios científicos sobre los cuales hoy tenemos tanta seguridad. En su momento, la hipótesis de Galileo de que la Tierra gira alrededor del sol era incompatible con muchos de los principios científicos que, en el siglo XVII, se asumían como muy firmes. ¿Por qué, si la Tierra se mueve, no sentimos el viento en la cara? ¿Por qué cuando los objetos caen, no lo hacen en una diagonal, sino en línea recta? Las observaciones de Galileo obligaron a replantearse muchos principios que se asumían como indiscutibles, los cuales eran incompatibles con su paradigma heliocéntrico. No debemos cerrarnos a la posibilidad de que si los experimentos parapsicológicos arrojan resultados consistentes, será necesario replantearse muchos principios que, hasta ahora, son indiscutibles.

En todo caso, si bien señala las fallas de estos experimentos, Álvarez aplaude su intento de rigor científico, y lo contrasta con el carácter meramente sensacionalista (y nada científico) de los auto-proclamados parapsicólogos españoles. Añado que algo similar ocurre en Hispanoamérica: abundan más brujos y videntes, que personas que honestamente estén dispuestas a someter a prueba los supuestos poderes paranormales bajo condiciones controladas.

Uno de esos parapsicólogos sensacionalistas a los que Álvarez especialmente dirige sus críticas es Uri Geller. Si bien no explica propiamente cómo este embaucador lograba doblar las cucharas, Álvarez asegura que se trata de trucos de magia, y recuerda que, en cierta ocasión, cuando se le exigió doblas cucharas en condiciones controladas, Geller no pudo hacer nada.

En efecto, Geller se valía de trucos muy sencillos para doblar cucharas (por lo general, las doblaba manualmente cuando su audiencia estaba distraída). Pero, vale destacar que el poder de la ‘psicoquinesis’ (a saber, mover objetos con la mente) no es sólo invocado por charlatanes sensacionalistas. Álvarez no menciona esto en su libro, pero es importante destacar que Rhine (y, más recientemente, Dean Radin), diseñó experimentos para someter a prueba la capacidad de influir el movimiento de los dados con la mente. Supuestamente, Rhine (y, ahora Radin) han detectado algunos resultados estadísticos que, de nuevo, desafían las expectativas del azar. Pero, una vez más, es presumible que estos experimentos han tenido fallas en sus diseños y controles, como efectivamente han denunciado científicos que han examinado con rigor los protocolos de estos experimentos.

Álvarez también dirige su atención hacia lo que él simpáticamente denomina ‘parapsicología de la vida cotidiana’; a saber, fenómenos comunes que pueden ser fácilmente interpretados como el resultado de poderes paranormales, pero que, visto con mayor rigor, tienen explicaciones racionales que no necesitan invocar esos poderes. Por ejemplo, podemos tener una ‘premonición’ de que algo va a ocurrir, y efectivamente así ocurre. Pensamos en un amigo, e inmediatamente éste nos llama por teléfono; soñamos con un suceso, y al despertarnos y prender el televisor, éste ocurre; conversamos con un amigo, y él dice exactamente lo mismo que nosotros estamos pensando.

La explicación de estos fenómenos es muy sencilla: son sencillamente casualidades. Dado el volumen de pensamientos o sueños que diariamente experimentamos, es probable que, en algún momento, éstos coincidan con algún suceso que ocurra, o con lo que otra persona está pensando. Por razones evolutivas (fue ventajoso para nuestros ancestros en la sabana africana), los seres humanos tenemos la tendencia a ver patrones donde realmente no los hay, y a interpretar como significativo eventos que son probablemente debidos al azar. Olvidamos rápidamente los sueños y pensamientos que no sirven de premoniciones o conexiones telepáticas, y damos especial importancia a los que hacen suponer que tenemos esos poderes, aun si, estadísticamente, son insignificantes.

Álvarez también señala que algunas de estas supuestas premoniciones pueden ser producto de la intuición. Es común que, al observar a alguien, inmediatamente nos formemos una idea sobre esa persona, y acertemos. O, ante una situación, rápidamente sintamos un peligro, escapemos, y luego confirmemos que, efectivamente, se trate de una situación peligrosa. Existe la tentación de interpretar esto como poderes paranormales que consisten en la lectura de ‘malas energías’ y cosas por el estilo, pero en realidad, se trata de la intuición puesta en marcha. De nuevo, por razones evolutivas, tenemos la facilidad de aprehender información y abstraer conclusiones sin necesidad de procesarlas consciente y racionalmente. Así, cuando alguien ‘nos da mala espina’, se trata sencillamente de la observación inconsciente de algún rasgo en esa persona, y la inferencia no consciente que nos conduce a alguna conclusión, sin saber realmente por qué pensamos eso en particular sobre la persona en cuestión. Detrás de todo esto, de nuevo, yace la intuición.

Asimismo, el supuesto poder de ser capaz de saber cuándo alguien me observa, se debe a la intuición: un leve movimiento captado inconscientemente por la percepción puede hacernos voltear y contemplar a quien nos observa. Respecto a los poderes de brujos y adivinos para leer la mente de los demás y acertar en sus descripciones, Álvarez nos asegura que estos poderes en realidad proceden de la ‘lectura en frío’, a saber, la lectura del lenguaje corporal y otros indicios por parte del adivino, y a partir de eso, inferir información sobre la persona que ha ido a consultar al advino.

Álvarez también dedica atención a tres fenómenos supuestamente paranormales, muy popularizados en los medios: los deja vu, las experiencias de salirse del cuerpo, y las experiencias cercanas a la muerte. Y, para cada uno, ofrece explicaciones científico-racionales que no necesitan apelar a la parapsicología.

Los deja vu pueden tener varias causas: desajuste entre las regiones del cerebro que almacenan recuerdos inmediatos y recuerdos lejanos; mecanismos psicológicos que moldean como familiar una situación; la presencia de algún elemento en la situación nueva que evoque algún recuerdo, y propicie la idea de que esa situación ya se ha vivido por completo. Las experiencias de salirse del cuerpo pueden deberse a condicionamientos previos de personas con expectativas a la fantasía; o también desajustes en el cerebro, los cuales propician la interpretación de experiencias corporales realmente inexistentes (como en el caso de las ‘extremidades fantasmas’, en personas que han perdido alguna parte de su cuerpo). Las experiencias cercanas a la muerte pueden ser el resultado de la anoxia, la liberación de endorfinas, o la administración de ketamina y drogas anestésicas similares.

En definitiva, se trata de un libro bien documentado, escrito en un estilo sumamente afable, propio de la divulgación científica. He disfrutado inmensamente su lectura, y debo decir que estoy de acuerdo en casi todo lo que Álvarez ha escrito. Sólo tengo dos leves objeciones y una advertencia, a las cuales me referiré brevemente.

La primera objeción a Álvarez es que él menciona que el filósofo y psicólogo William James terminó por aceptar que la evidencia para fenómenos paranormales es nula. Ciertamente James fue mayormente escéptico en su indagación respecto a los supuestos fenómenos paranormales, pero hubo al menos un caso que no dejó de intrigarle, y el cual nunca desechó: la médium Leonora Piper, quien frente a James proveía información que, supuestamente, ella no pudo conocer, salvo por la comunicación con algún espíritu. Seguramente, como bien ha señalado el escéptico Martin Gardner, James fue víctima de la ‘lectura en frío’ de Piper, pero debe admitirse que James quedó perplejo, y que siempre le ofreció beneficio de la duda a Piper.

La segunda objeción que tengo a Álvarez es que, en sus críticas a la astrología y a los adivinos del futuro, escribe lo siguiente: “… poder predecir lo que va a pasar implica que nuestro futuro está predeterminado. Por tanto, eso quiere decir que no tenemos ningún control sobre nuestras vidas o acciones: todo está ya fijado de antemano. Los criminales no deberían ser juzgados por sus actos” (p. 107).

Es curioso que Álvarez, un autor que continuamente apela a la neurociencia, se sienta incómodo con la posibilidad de que estemos predeterminados. Pues, una de las cosas que la neurociencia parece confirmar cada vez más es que estamos predeterminados (por ejemplo, en los famosos experimentos de Benjamin Libet). Quizás un astrólogo no podrá predecir el futuro, pero las ciencias procuran cada vez más predecir el futuro. Y, es precisamente la regularidad causal del mundo (a saber, su determinismo), lo que permite la predicción.

Ahora bien, ¿el hecho de que podamos predecir una acción futura implica que no hay libre albedrío y, por ende, no hay responsabilidad moral? El sentido común postula que, en efecto, el determinismo es incompatible con el libre albedrío. Pero, un creciente número de filósofos opina que el libre albedrío es compatible con el determinismo. Y, en ese caso, una predicción sobre un evento futuro (sea proveniente de un astrólogo o de un científico, es irrelevante) no desecha el libre albedrío. Lo que debemos hacer es entender ‘libertad’, no como la capacidad de haber podido obrar distinto, sino como la capacidad de no estar sujeto a la coacción de un agente foráneo. Filósofos como Hobbes, Leibniz, Hume y, más recientemente, Ayer y Dennett, han defendido estas posturas compatibilistas, las cuales amerita al menos considerar.

Por último, mi advertencia es la siguiente: en las discusiones sobre neurociencia y psicología, no deben dejarse de lado por completo los argumentos filosóficos. Por supuesto, este libro trata sobre la parapsicología, no sobre la filosofía de la ciencia, y Álvarez no está en la obligación de tratar asuntos filosóficos. Pero, vale hacer una advertencia frente a esta afirmación del autor: “la idea central de la neurociencia cognitiva se mantiene más fuerte que nunca: la mente, o lo que llamamos alma, indisolublemente asociada al cerebro” (p. 125).

Estoy de acuerdo con esta afirmación, pero creo que debe al menos considerarse los intrigantes argumentos filosóficos de René Descartes a favor de la existencia del alma incorpórea. Descartes postulaba que, si puedo imaginar que mi mente existe en estado incorpóreo (a saber, que mi mente existe, pero no así mi cuerpo), entonces la mente no estaría indisolublemente asociada al cerebro. Pues, si esta unión fuera real, cada vez que imagino a mi mente, debo imaginar a mi cuerpo, pero con todo, es perfectamente posible imaginar un alma sin cuerpo, o incluso, a la inversa, imaginar un cuerpo sin alma (éste es el intrigante ejemplo de los zombis, planteado por el filósofo contemporáneo David Chalmers). No postulo que estos argumentos sean convincentes, pero sí admito que son intrigantes. Y, antes de apresurarnos a asumir de lleno la postura materialista que reduce la mente al cerebro, debemos considerar detenidamente los argumentos dualistas, aun si es para refutarlos.

lunes, 18 de julio de 2011

Reseña de "El psicoanálisis ¡vaya timo!"



SANTAMARÍA, Carlos y FUMERO, Ascensión El psicoanálisis ¡vaya timo! Pamplona: Laetoli. 2008. 101 pp. 102

Mi madre me contaba que, cuando yo era niño, me asomaba en la ventana de su baño a verla desnuda. A decir verdad, yo no recuerdo haber hecho esto. Pero, mi madre insistía en que la historia era verdadera. No he tenido motivo para dudar de su testimonio, después de todo, se trata de mi propia madre. No obstante, con el pasar de los años, he venido a dejar un espacio de duda para esta historia. No creo que mi madre me haya mentido deliberadamente. Pero, quizás, ella interpretó mi intención erróneamente. Quizás yo me asomé a su ventana porque había dejado ahí un jabón, y ella estaba circunstancialmente bañándose. Después de todo, mi madre ha sido simpatizante del psicoanálisis, y cada vez más descubro la tendencia que los psicoanalistas tienen a sobre-interpretar sexualmente actos y gestos que, en realidad, son llanamente asexuales.

Pues bien, Ascención Fumero y Carlos Santamaría se han propuesto elaborar críticas como éstas, y otras más, al psicoanálisis, y lo hacen con gran acierto. Los autores recapitulan una de las críticas más comunes que, desde la filosofía de la ciencia de Karl Popper, se ha hecho al psicoanálisis: la tendencia a buscar sólo confirmaciones de las teorías postuladas, y la imposibilidad de postular un contraejemplo que sirva como refutación. Consideremos por ejemplo, lo que los psicoanalistas dicen sobre los sueños: todo sueño está compuesto por algún contenido sexual. Si se sueña con un pene, se confirma la hipótesis. Si se sueña con una espada, también se confirma la hipótesis, pues la espada es evocadora del falo. Y, se sueña con un elemento claramente asexual como, supongamos, la lluvia, entonces también eso confirma la hipótesis psicoanalítica, pues eso sería señal de la represión. Al final, no importa frente a cuál sueño estaremos, siempre se confirmará la teoría psicoanalítica. Por razones obvias, teorías como éstas no pueden considerarse científicas. Falta, en los términos planteados por Popper (al cual los autores nunca citan), la posibilidad de la falsabilidad.

Respecto a los sueños, Santamaría y Fumero admiten que la ciencia no tiene claro cómo se forman. Pero, los autores decididamente rechazan que se traten de deseos no satisfechos (como lo suele entender el psicoanálisis); más bien podrían ser el resultado de la desconexión de diferentes áreas del cerebro durante la fase del sueño. Admito no conocer lo suficiente sobre esto, pero al menos en mi experiencia personal, debo advertir que muchas veces sueño con cosas que yo he deseado. Quizás haya espacio para discutir esto, pero sí me parece indiscutible la crítica que Fumero y Santamaría hacen respecto a la inclinación de los psicoanalistas para interpretar en términos sexuales asuntos que, según parece, nada tienen que ver con el sexo.

Los autores no niegan que el inconsciente exista. Pero, advierten que no existe como una suerte de fuerza oscura profunda que juega malas pasadas a las personas por medio del lapsus lingüísticos. De hecho, estos lapsus se deben probablemente a confusiones procedentes de parecidos semánticos y fonológicos, mucho más que a la traición de un inconsciente enterrado y reprimido en las profunidades de la mente. Además, anotan Santamaría y Fumero, desde hace mucho tiempo el sentido común ha postulado que muchas veces hacemos cosas sin poder explicar plenamente el por qué o cómo las hacemos (en el ejemplo provisto por los autores, manejar una bicicleta), de manera tal que en las pocas cosas en las que Freud no estuvo equivocado, no fue innovador.

Si bien el inconsciente existe, los autores denuncian que los psicoanalistas han exagerado su poder. Por ejemplo, antaño se creía que, mediante la publicidad subliminal, se podía manipular el inconsciente de los consumidores e inducirlos hacia un producto en especial. Hoy, se sabe que la publicidad subliminal no tiene efecto, y que los supuestos estudios que sugerían que sí tenían efecto, resultaron ser unas farsas.

Los autores también atacan las teorías psicoanalíticas sobre la represión. Según nos informan Santamaría y Fumero, las personas que sufren experiencias traumáticas, en vez de reprimir estos recuerdos, desafortunadamente los mantienen muy vivos en su memoria, y no logran sepultarlos.

Santamaría y Fumero no dudan de que las experiencias traumáticas de la infancia repercutan sobre la vida adulta. Pero, los autores postulan que las experiencias vividas antes de los cuatro años de edad no tienen ninguna trascendencia, sencillamente porque los humanos no tenemos capacidad de recordarlas, dado el hecho de que nuestro cerebro antes de esa edad no tiene la suficiente capacidad de almacenar las memorias. Así, hipótesis como las de Otto Rank, respecto al trauma del nacimiento, son extravagantes. Además, muchas de esas supuestas experiencias traumáticas proceden de la supuesta sexualidad de los niños, pero los autores advierten que en el cerebro infantil no está aún desarrollado el hipotálamo, la región cerebral desde donde se dirige la actividad sexual.

Debo admitir que me viene como sorpresa la tesis de que, antes de los cuatro años, no recordamos absolutamente nada. Si eso es así, ¿qué sentido tiene que las madres se esfuercen tanto en aliviar el llanto de los niños pequeños? Si, al final, no recordarán nada, ¿para qué molestarse en aliviar un trauma que, a la larga, será intrascendente?

Santamaría y Fumero hábilmente también critican las hipótesis psicoanalíticas sobre el complejo de Edipo. Además de que, sencillamente, los niños aún no están equipados cerebralmente para tener impulsos sexuales, debe también objetarse al psicoanálisis la tendencia de interpretar en términos edípicos asuntos que son mucho menos complejos. Los autores también hábilmente exponen los absurdos y errores de malpraxis a los que llegó el mismo Freud en sus obsesiones sexuales, al tratar casos que resultaron en fracaso, como el de Anna O, o sencillamente, en interpretaciones disparatadas, como en el caso del pequeño Hans.

A juicio de los autores, el psicoanálisis no es meramente erróneo, es también peligroso. Pues, puede prevenir a los pacientes de someterse a tratamientos realmente efcetivos, amén de que puede hacer un diagnóstico errado y atribuir causas estrictamente mentales procedentes de traumas sexuales de la infancia, a enfermedades que pueden tener otras causas. Además, en el psicoanálisis se corre el riesgo de implantar recuerdos falsos en los pacientes, al punto de que el psicoanalista puede convencer al paciente de que éste ha sufrido algún abuso durante la infancia, inclusive si ni siquiera lo recuerda.

Fuera de la clínica, el psicoanálisis es también disparatado. Los psicoanalistas tienen la tendencia a interpretar cuentos de hadas, novelas, revoluciones y crisis económicas en términos de sus temas psico-sexuales predilectos. Y, de nuevo, los autores denuncian muchos de los absurdos a los que han llegado muchos psicoanalistas al interpretar monolíticamente las cosas. Quien tiene un martillo, ve clavos por doquier. Con todo, en defensa de Freud frente a los demoledores ataques de Santamaría y Fumero, debo señalar una frase (probablemente apócrifa) pronunciada por el padre del psicoanálisis: “un cigarro es sólo un cigarro”; a saber, el mismo Freud parecía admitir que, en ocasiones, no viene al caso sexualizar un cigarro como un símbolo fálico.

Debo admitir que casi no he encontrado un párrafo con el cual no estuviera de acuerdo con los autores. No obstante, debo también expresar un parcial desacuerdo con una de sus teorías. Fumero y Santamaría postulan que el complejo de Edipo no existe, entre otras cosas, porque tenemos una aversión natural al incesto. Esto se debe al llamado ‘efecto Westermarck’ (nombrado en honor del antropólogo que lo postuló), según el cual, dos personas que se han criado desde la infancia sentirán aversión sexual en la edad adulta. Según Westermarck (y los autores), esto es un mecanismo de la selección natural que impide que personas con proximidad consanguínea se apareen, a fin de evitar la acumulación de genes recesivos que pueden resultar perjudiciales.

Admitiré que hay buenos indicios a favor de esta teoría. Los niños criados desde la infancia en los kibbutz, muy rara vez se casan entre sí. En Taiwán, existe la práctica de juntar desde la infancia a futuros esposos, pero una vez que se casan, pierden el interés sexual. Además, algunos primatólogos postulan que entre los bonobos no hay incesto, lo cual también sirve de indicio para afirmar que la aversión al incesto tiene una base biológica.

Ahora bien, si tenemos una aversión natural al incesto, pregunto: ¿para qué existe el tabú? Todos tenemos una aversión natural a comer estiércol (por buenas razones evolutivas), pero precisamente por ello, no existe una ley que prohíba el consumo de estiércol. Si existen leyes en contra del incesto es porque, presumiblemente, alguna gente sí querrá tener sexo con sus consanguíneos.

Los autores aseguran que el tabú del incesto no es universal, precisamente porque ya la naturaleza se ha encargado de hacernos sentir asco por él: “… Un estudio llevado a cabo sobre 129 sociedades distintas… se halló que la mayoría de ellas no prohibían o regulaban el incesto entre miembros de la familia nuclear” (p. 84). Los autores no ofrecen la cita de este dato, y es lamentable, pues quedo realmente sorprendido con esta información. Hasta donde tengo conocimiento, todos los antropólogos han reportado que las sociedades en las que ellos han vivido, existe un tabú explícito del incesto. El antropólogo G.P. Murdock procuró sistematizar comparativamente las instituciones de diversas culturas, y encontró que el tabú del incesto es una de las pocas instituciones que pueden llamarse genuinamente universales. La aseveración de Sanramaría y Fumero contradice una masa inmensa de datos etnográficos e históricos.

En todo caso, mi postura sobre el tabú del incesto es la siguiente: quizás sí exista una aversión natural al incesto, pero no lo suficientemente fuerte como para no hacer explícita su prohibición. El incesto no ha sido prohibido por motivos edípicos o biológicos (los hombres primitivos no tenían suficiente conocimiento de genética como para advertir el peligro del incesto), pero quizás sí por motivos sociológicos. Mediante el tabú del incesto, puede asegurarse que una sociedad establezca alianzas con otra (ésta es la tesis del antropólogo Claude Levi-Strauss), y además, el incesto debe prohibirse explícitamente para asegurar el orden interno de la estructura familiar (difícilmente este orden podrá mantenerse si el padre es a la vez el rival sexual).

En definitiva, El psicoanálisis ¡vaya timo! es un aporte significativo. La colección “¡vaya timo!” está poblada de críticas a creencias irracionales populares como las brujas y la astrología, y quizás algún gurú académico se resienta de que el psicoanálisis sea equiparado a la creencia en vampiros o abducciones extraterrestres. Pero, es hora de sincerarse y apreciar que los cuentos sobre el complejo de Edipo y la envidia del pene son, precisamente, cuentos.

Este libro debería servir también de advertencia para que otras disciplinas con perfil académico no incurran en los abusos epistemológicos del psicoanálisis. Como acertadamente señalan los autores, es muy fácil caer en sesgos de confirmación, e interpretar todo en función de una teoría que creemos que todo lo explica bien. Junto al psicoanálisis, podemos criticar al marxismo de ver explotaciones y alienaciones donde el sentido común no ve nada de eso. Así como Freud interpretó la epilepsia de Dostoyevski como el resultado de su complejo edípico no resuelto, así también los marxistas tienen la tentación de explicarla como una enfermedad ocasionada por la opresión burguesa en la Rusia zarista.

Quizás la disciplina que hoy en día más riesgo corre de caer en los vicios del psicoanálisis, es la psicología evolucionista, a la cual los autores frecuentemente apelan. Como bien señala Mario Bunge, existe el peligro de interpretar todos los rasgos mentales en función de las adaptaciones de nuestros ancestros en la sabana africana. La psicología evolucionista promete ser muy plausible, pero debe asumirse con cautela.

domingo, 17 de julio de 2011

El comunismo y el deporte


La Asamblea Nacional recientemente aprobó una nueva ley del deporte. No me propongo discutirla. Pero, sí deseo aprovechar esta coyuntura para hacer un recordatorio respecto a cuál ha sido históricamente la postura del socialismo y el comunismo frente al deporte, y a partir de ello, analizar con mayor lupa crítica las políticas deportivas del actual gobierno.

Hasta el final de la Guerra Fría, los países comunistas eran potencias deportivas. Las olimpíadas se habían convertido en un nuevo campo de batalla ideológica entre Occidente y Oriente. Países como la URSS, Rumania, Cuba y la Alemania Oriental ofrecían numerosos atletas de alto nivel. De hecho, una de las grandes críticas que elocuentemente se formulaba al régimen de Castro era su excesiva asignación de recursos a los atletas cubanos, mientras las necesidades más elementales del pueblo eran dejadas de lado.

Pero, los comunistas no siempre tuvieron simpatías por el deporte, y de hecho, buscaron suprimir la industria deportiva en los países que conformaban el imperio soviético. En primer lugar, los comunistas opinaban que el deporte era una actividad burguesa. En esto, no se equivocaban: el fútbol, el crícket el rugby, el tennis y muchos otros deportes hoy sumamente populares, surgieron en clubs privados de la aristocracia inglesa. Es, de hecho, la misma crítica que Hugo Chávez en algún momento hizo respecto al golf, a pesar de que, insólitamente, luego su gobierno ha destinado enormes recursos al patrocionio de competidores venezolanos de golf y carreras de fórmula uno. Es de suponer que, en su mezcolanza ideológica, a veces a Chávez le interesa más el nacionalismo (apoyando a atletas venezolanos, sin importar cuán poco proletarios sean sus deportes) que el socialismo.

La crítica comunista del deporte iba aún más lejos. Los soviéticos de la primera mitad del siglo XX advertían que el deporte incentiva la competencia, y establece una jerarquía de desigualdad entre ganadores y perdedores. El deporte competitivo, en vez de promover la salud mental y física de los atletas, más bien iría en detrimento de ella. Así, surgió el movimiento de los ‘higienistas’, quienes propusieron actividades deportivas en las que no hubiera ganadores ni perdedores. Cada atleta se esforzaría en correr más rápido, pero no con el propósito de vencer a un rival, sino de mejorarse a sí mismo. La carrera, por así decirlo, sería contra el reloj, pero no contra los camaradas.

De hecho, los soviéticos organizaron las ‘spartakiadas’, eventos deportivos como contraparte de los juegos olímpicos. En las spartkiadas, participaban millones de atletas, sin importar sus capacidades técnicas y físicas. El ideal era que no hubiese competencias, sino que el deporte fuese algo afín a un gigantesco festival en el que todos los participantes desarrollasen sus potencialidades, y reinase un ambiente de camaradería sin ganadores ni perdedores.

Eventualmente, las spartakiadas dejaron de organizarse (resultaron ser terriblemente aburridas, y el número de atletas superaba abrumadoramente al número de espectadores). Los países comunistas prefirieron unirse al unísono de las competencias internacionales, y sustituyeron el “lo importante es participar” por un deseo compulsivo de ganar en todas las competencias deportivas internacionales. Gracias al declive de los higienistas en la URSS, los países comunistas se convirtieron en potencias deportivas.

Visto en retrospectiva, no obstante, vale admitir que los higienistas eran un partido sumamente coherente con sus ideales comunistas. No es coherente oponerse a la competencia en el mercado, pero admitir la competencia en el deporte. La gran pretensión de Marx, a la cual se adscriben los comunistas, es alcanzar una sociedad libre de clases. Pues bien, esa sociedad no existirá mientras continúen las jerarquías entre medallas de oro, plata y bronce.

El comunismo pretende una igualdad de condiciones, y precisamente por ello se opone a la concepción liberal de la meritocracia: las personas deben vivir en igualdad de condiciones, independientemente de sus méritos. Si se pretende que todos seamos iguales, no pueden existir ganadores y perdedores en una sociedad. Y, por supuesto, eso incluye el deporte: en un juego de fútbol entre Brasil y Venezuela, habría que asegurarse de que, no importa cuántos goles anote cada equipo, debe resultar en un empate.

No sirve el recurso de postular que las desigualdades en el deporte son meramente simbólicas. Como bien se sabe, en países como Cuba (y, por supuesto, también en los países capitalistas), los atletas tienen privilegios a los cuales el común de la gente no tiene acceso, de manera tal que esas desigualdades no son meramente simbólicas. Y, además, aun si la desigualdad en el deporte fuese meramente simbólica, ésta serviría como plataforma iedológica para incentivar la desigualdad y la competitivdad en el plano social y económico.

El apoyo al deporte competitivo es otra de las incoherencias en las que incurre, no sólo el gobierno de Hugo Chávez, sino todo gobierno comunista que pregone la igualdad de condiciones y la sociedad libre de clases, pero a la vez incentive actividades cuyo objetivo es vencer al rival en aras a una premiación que estipule una distinción entre ganadores y perdedores. No propongo, por supuesto, eliminar el deporte, mucho menos criticar las políticas del gobierno en materia deportiva. Propongo, más bien, sincerarnos y advertir que la promoción del deporte es una práctica liberal que es sólo coherente con un sistema liberal de competitivdad económica que se base, no propiamente en la igualdad de condiciones, sino en la igualdad de oportunidades y la meritocracia.