Madrid es una delicia, y una de las visitas obligadas en
esa ciudad es la hermosísima Puerta de Alcalá, la cual he contemplado muchas
veces. Esa zona de Madrid, con el Parque del Retiro, y la Cibeles en las
adyacencias, da al visitante un aire de frescura y modernidad, típico del
esplendor dieciochesco. Sus grandes avenidas contrastan mucho con otra zona más
antigua de Madrid, el llamado “Madrid de los Austrias”, con callejuelas de
aspecto más lúgubre.
En buena
medida, esos dos estilos arquitectónicos representan bien las dos dinastías
monárquicas de España. Los Austrias fueron más retrógradas, los Borbones, más
ilustrados. Felipe II (un Austria) fue el fanático religioso español por
antonomasia. Carlos III (un Borbón, quien construyó la Cibeles y la Puerta de
Alcalá, y cuyo nombre ha quedado ahí estampado), en cambio, fue un rey de
avanzada.
España
no ha destacado por tener buenos reyes, pero unánimemente se considera a Carlos
III como un rey bueno. Los Austrias, con su fanatismo, sus absurdas guerras, y
su pésima administración, llevaron a España a la decadencia. Carlos III hizo lo
posible por detener esa decadencia, y reformar al país. Lo logró en buena
medida. No fue un hombre especialmente brillante, pero sí supo rodearse de
buenos consejeros. Todos estos consejeros, imbuidos del espíritu ilustrado del
siglo XVIII, iniciaron a España en el sendero de la modernidad.
Así,
durante el reinado de Carlos III, se hicieron cosas muy modernas. Se fomentaron
las artes y las ciencias. Se establecieron auditorías para combatir la
corrupción en la administración pública. Se abrió espacio a una mayor
participación de la sociedad civil. Se iniciaron muchas obras públicas
(emblemáticamente, la Puerta de Alcalá), al punto de que a Carlos III se le
conoce como “El rey alcalde”.
Incluso,
se redujo el poder de la Iglesia (algo inusitado en la muy católica España), en
especial, el de los jesuitas. Es posible que los propios jesuitas estuvieran
involucrados en un motín para tumbar a Carlos III. Esta rebelión, conocida como
el “motín de Esquilache”, no prosperó, pero eventualmente, hizo que el rey
decretase la expulsión de los jesuitas de los territorios españoles. Carlos III
no fue propiamente un anticlerical, pero sí está claro que sus consejeros,
hijos de la Ilustración, sabiamente le advirtieron que era necesario limitar el
poder del clero.
Así
pues, al contemplar la Puerta de Alcalá, no puedo sino admirar a su
constructor. Pero, como suele ocurrir, las cosas son más complejas. Un español
tiene muy legítimas razones para simpatizar con Carlos III. No tanto, nosotros
los americanos. Un gobernante puede ser muy bueno con su pueblo, pero muy
déspota en política internacional.
Y me
temo que Carlos III pudo haber sido un rey muy ilustrado, pero cuando se trató
de las relaciones de España con América, fue el mayor rey opresor, muy por
encima de los ineptos y fanáticos religiosos que le antecedieron en la dinastía
de los Austrias.
Los Austrias habían
auspiciado la brutal conquista de América, destruyendo a sangre y fuego las
bases de las sociedades indígenas (que, dicho sea de paso, eran también muy
despóticas). Pero, una vez que se había logrado este acometido, los Austrias incorporaron a las Indias como reinos, y procuraron asimilar al imperio a los
blancos americanos (previa limpieza de sangre, por supuesto) como ciudadanos en
igualdad de condiciones con los nacidos en la Península. Los indios ya
conquistados, fueron sometidos a diversos regímenes de semiesclavitud, pero una
vez que rindieran sus tributos, podían mantener cierta autonomía en su
administración.
Los Austrias fueron la
dinastía del fanatismo religioso y la decadencia, pero siempre respetaron los
fueros. Seguramente esa descentralización hizo a la administración pública más
corrupta e ineficiente, pero al menos, se entendía la necesidad del consenso en
el gobierno de los súbditos. Los Borbones llegaron a cambiar aquello. Así,
Felipe V (el padre de Carlos III), el primer Borbón, derogó la autonomía
catalana, y lógicamente, Cataluña apoyó al archiduque Carlos en la guerra de
sucesión que llevó a Felipe al trono. Hasta el día de hoy, los catalanes
lamentan el triunfo de Felipe en aquella contienda.
Carlos III se propuso
centralizar el poder y fortalecer el Estado aún más. En sus reformas de la
administración pública para hacerla más eficiente, se aseguró de que muchas
competencias se concentraran en dependencias rigurosamente controladas desde
Madrid. Eso, a la larga, tuvo consecuencias muy negativas en América. Carlos
III ciertamente financió las artes y las ciencias; pero en buena medida, lo logró
con un aparato fiscal y burocrático que extraía más eficientemente los recursos
de América. Más aún, el mismo entusiasmo por la ciencia hizo que empezaran a
aparecer teorías que pretendían dar un barniz científico a la supuesta
inferioridad de los americanos en función del clima y de la degeneración biológica.
Carlos III fue muy
ilustrado en limitar el poder de los jesuitas. Pero, en aquella coyuntura, los
jesuitas representaban un poder autonómico en América, y la orden estaba
conformada en su mayoría por americanos. El vacío que dejaron los jesuitas
americanos era ahora rellenado por peninsulares que rendían cuentas
directamente al rey. Los administradores coloniales en América ya no eran
gentes nacidas en la propia América, sino burócratas de origen peninsular. Los
americanos eran ahora ciudadanos de segunda, tanto en las Indias como en la
Península.
Los reinos americanos
que conformaban las Españas bajo los Austrias, se empezaban a convertir en
colonias. El título de Felipe II era “Rey de las Españas y las Indias”. El de
Carlos III era “Rey de España y emperador de América”. España extraía recursos
de América, ya no con el saqueo ocasional como en la época de los Austrias, sino
con un método más sutil pero más sistemático: la imposición de restricciones de
comercio a los americanos. Los americanos sólo podían comerciar con España. Ese
monopolio se hacía muy ventajoso para España, de forma tal que con estas
reformas, la extracción de recursos se hizo aún más intensa que en épocas
anteriores. Los Austrias desperdiciaron el oro que recibieron de América, en
vanidades y guerras absurdas. Carlos III, en cambio, usó ese oro más
eficientemente para el beneficio de la propia España. Pero, el buen rey lo
hacía en detrimento de las colonias americanas, las cuales tenían más
beneficios durante la época de los Austrias.
La Ilustración ha
sido muchas veces criticada por su respaldo ideológico al imperialismo francés
y británico, y su contribución a la idea de la misión civilizadora como
justificación de muchos atropellos. Muchas de estas críticas son exageradas,
pero me temo que, en el caso de Carlos III, efectivamente su “despotismo
ilustrado” fue para América más de lo primero y menos de lo segundo. Carlos III
fue un rey ilustrado, pero precisamente por ello, no pudo escapar a la
mentalidad colonialista que siempre caracterizó a los representantes de la
Ilustración.
Los nacionalismos
hispanoamericanos quieren contarnos la mentira, según la cual, las guerras que
empezaron en 1810 fueron entre España y los países americanos. Fueron en
realidad guerras civiles entre americanos que querían seguir siendo súbitos del
rey, y americanos que ya no querían serlo. La opción independentista de ninguna
manera fue unánime, y precisamente eso hizo que esas guerras fueran tan
cruentas.
Eso es señal de que
la emancipación pudo haberse evitado.
Ciertamente el Estado español necesitaba modernizarse. Pero los
Borbones, y en especial Carlos III, pudieron haber conservado de los Austrias su
mayor respeto autonómico a las Indias, y su mayor estima como reinos integrados
a la Corona, en vez de decididamente convertirlas en colonias. Guste o no a los
nacionalistas hispanoamericanos, la independencia trajo muchos males a Hispanoamérica,
y la fragmentó de tal forma que se volvió presa fácil del nuevo imperio, EE.UU.
El sueño de Bolívar de conformar una Hispanoamérica unida, nunca tuvo muchas
posibilidades de realizarse. La continuidad de la unión con España, en cambio,
sí hubiera contribuido más a esa integración. Lamentablemente, las reformas de
Carlos III propiciaron la ruptura, y hoy sufrimos sus consecuencias.