jueves, 29 de mayo de 2014

El ascenso de la extrema derecha europea



El triunfo de la extrema derecha en las recientes elecciones de Europa preocupa a muchos. A mí también. El fantasma del nazismo y el fascismo recorre el viejo continente, y es necesario hacer algo para detener su avance.


Pero, esa extrema derecha es muy extraña. La rancia extrema derecha, la de Jean Marie Le Pen, tenía posiciones muy nítidas: extremo nacionalismo, revisionismo histórico respecto a la ocupación nazi, vínculos con el tradicionalismo católico, homofobia, desconfianza respecto a Rusia, etc. En cambio, la nueva extrema derecha tiene posturas sorprendentes. Marine Le Pen defiende a ultranza el republicanismo y la laicidad (un valor que tradicionalmente era más bien de la izquierda). Se opone al libre mercado, y promete medidas proteccionistas. Quiere acercarse a Rusia. No ve con buenos ojos aventuras militares francesas en el Medio Oriente.
Geert Wilders defiende el derecho a blasfemar (de nuevo, una postura típica de la izquierda anticlerical) y quiere ampliar la libertad de expresión. Los homosexuales, lesbianas y transgéneros ¡apoyan a Wilders! (¿cuándo la extrema derecha dejó de ser homofóbica?).
¿Cómo explicar estas extrañas posturas, y el ascenso meteórico de la extrema derecha en Francia, Holanda, y posiblemente otros países? Muy sencillo: tanto la izquierda como la derecha tradicional se han olvidado de las cosas más fundamentales de la democracia. En su obsesión multicultural, tanto la izquierda como la derecha tradicional abandonaron los principios de laicidad y tolerancia. En su desesperación por no ofender al Islam y por criticar severamente todo el legado occidental, prefirieron simpatizar más con los homofóbicos musulmanes que con los homosexuales de cualquier religión.
Gente como Wilders y Le Pen saben que en Europa, los valores democráticos están amenazados por el avance del fundamentalismo islámico que quiere imponer la shariah. Buena parte de la izquierda europea, imbuida de relativismo cultural, se empeña en decir que no hay culturas mejores que otras. Y, así, no se atreve a reprochar a un hombre musulmán por imponer a su mujer llevar el velo. Cuando se aplica un castigo bárbaro a un homosexual en un barrio de mayoría musulmana en alguna ciudad europea, el izquierdista (pero, lamentablemente también el derechista) prefiere mirar a otro lado, invocando la estupidez de “el diálogo de las civilizaciones” (como si el rehusarse a admitir que existe un choque de civilizaciones, hará desaparecer el problema).
El laicismo ha sido traicionado en Europa por los partidos tradicionales. Avanza cada vez más la idea de que, no debe haber una sola ley, sino que cada grupo poblacional, en función de sus propias costumbres, debe tener sus propias leyes, sin importar cuán retrógradas y barbáricas sean. Por algún tiempo, frente a esta idea progre, los votantes europeos le dieron una oportunidad para someterla a prueba. Pero, ha fracasado. Y, frente al abandono de los valores laicos por parte de los partidos tradicionales, ha surgido la extrema derecha para defenderlos nuevamente.
El peligro, por supuesto, está en que esta extrema derecha no sólo se plantea el rescate del laicismo. En realidad pretende mucho más. Tanto Le Pen como Wilders se oponen al avance del fundamentalismo islámico en Europa, no propiamente porque sea una ideología destructiva, sino porque es “ajena” a las tradiciones europeas. En otras palabras: su oposición a la imposición de la shariah obedece a motivos puramente nacionalistas, y no propiamente a motivos de acción política racional. Si, Europa se llenare de budistas pacíficos, la extrema derecha también estaría preocupada, porque si bien estos budistas no hacen daño a nadie, sus tradiciones, por muy inofensivas que sean, sí perjudicarían el “carácter nacional” de los países europeos.
Este nacionalismo fácilmente conduce a la xenofobia. Si bien Le Pen y Gilders tratan de disimularlo en su retórica, su odio no es propiamente contra el fanatismo de los fundamentalistas islámicos, sino contra el mero hecho de que esa tradición es ajena a Europa. Ellos se oponen, no sólo a la imposición de la shariah en los barrios musulmanes (una postura perfectamente racional), sino también, a la construcción de minaretes (una postura totalmente irracional), bajo la excusa de que estos minaretes “estropean” el paisaje tradicional europeo. Peor aún, Wilders ha propuesto detener preventivamente a algunos musulmanes sospechosos, a fin de resguardar la seguridad nacional holandesa.
La extrema derecha europea está aprovechando el descuido de los partidos tradicionales frente al avance del integrismo musulmán, y han enarbolado la bandera del laicismo. Pero, por supuesto, es un caballo de Troya, pues junto a ese laicismo, pretende introducir una ideología xenofóbica y fascista. Pero, urge comprender que, parte de la culpa del ascenso inesperado de esta extrema derecha la tienen los mismos partidos tradicionales de derecha e izquierda, por haber abandonado el resguardo de los principios más elementales de la democracia.

El fracaso en los anuncios apocalípticos de Jesús



La prédica apocalíptica de Jesús debería ser tremendo motivo de vergüenza para los cristianos. La cuestión es muy sencilla: Jesús anunció el fin del mundo y dijo que sería inminente; pero con todo, acá estamos dos mil años después. Obviamente, estuvo equivocado. Fue un profeta fracasado en su misión y en sus anuncios. Pero, en un grandioso artilugio de relaciones públicas y malabares interpretativos (y una tremenda dosis de disonancia cognoscitiva), sus seguidores consiguieron convencer a otros de que no se trataba de un fracaso, pues Dios mismo ya había anunciado en el Salmo 22 y en Isaías 53 que el mesías tenía que sufrir una muerte humillante. Con todo, los seguidores de Jesús tenían la esperanza de que aquellos eventos apocalípticos anunciados por el maestro se cumplieran en sus propis vidas. Nada ocurrió.

            Este mensaje apocalíptico ha sido barrido debajo de la alfombra. El cura del pueblo no quiere hablar mucho de eso. Y, aunque en el padrenuestro decimos “venga a nosotros tu reino”, no pensamos mucho en cuándo será eso. De hecho, es fácil burlarnos de algún loco pastor protestante que, de vez en cuando, aparece diciendo que hay 88 razones para que el mundo se acabe en 1988, o que, como lo retrata genialmente Álex de la Iglesia en El día de la bestia, algún cura vasco un poco tocado en la cabeza, diga que todo llegará a su fin la próxima navidad.
            Yo también gozo burlándome de esta gente. Pero, no entiendo por qué, si nos burlamos de esta gente, no hemos de burlarnos del propio Jesús. Pues, parte sustancial de su prédica es eso: anunciar que Dios irrumpirá abruptamente en la historia, llegará el fin, habrá terribles cataclismos, los malos serán castigados, y después de aquellas catástrofes, los buenos vivirán felizmente. ¿Cuándo será esto? Antes de que pase la propia generación que escucha a Jesús. Todo eso está enunciado en el discurso del monte de los olivos en Marcos 13 (el evangelio más temprano) y sus paralelos en Mateo y Lucas.
            No faltan, por supuesto, intentos desesperados por solventar esta vergüenza. El propio autor de Lucas trató de resolver esto atribuyendo a Jesús el dicho, “La venida del reino de Dios no se producirá aparatosamente, ni se dirá ‘Vedlo aquí o allá’, porque mirad, el reino de Dios ya está entre vosotros” (Lucas 17: 201-21). Pero, el autor de Lucas no se atrevió a eliminar la prédica apocalíptica de Jesús en la que claramente anuncia la llegada inminente y terrible de un futuro reino, seguramente porque ese mensaje era conocido muy bien por los primeros cristianos. En Lucas está latente esa contradicción: en unos pasajes Jesús nos dice que el reino ya está acá, que es espiritual. En otros, nos dice que el reino llegará en cualquier momento (antes de que pase esa generación), en medio de catástrofes (Lucas 21: 5-36)  
            Con todo, hoy hay intentos más sutiles para resolver esto. Algunos alegan que las profecías sobre catástrofes que hizo Jesús sí se cumplieron. Pues, en el año 70, Jerusalén fue destruida por los romanos, y en efecto, su Templo fue destruido (tal como advirtió Jesús que ocurriría). Es un recurso ingenioso, pero fallido. Jesús no se limita a hablar sólo de las catástrofes militares de aquel asedio. Habla también, en típica clave apocalíptica (afín, no a una película bélica, sino más bien a una película de terror) de la venida del Hijo del Hombre en las nubes (no está claro quién es esta figura misteriosa, si Jesús u otra persona), el oscurecimiento del sol, la caída de las estrellas, entre otras cosas raras. En la prédica de Jesús, viene todo en un solo paquete. El asedio al Templo ocurrirá al mismo tiempo que el colapso de las estrellas, y todo sucederá antes del fin de esa generación.
            Otra gente ha dicho que, cuando Jesús habla de “esta generación”, no se refiere a sus oyentes, sino a la generación que vivirá todo esto. Veo eso muy dudoso. La prédica apocalíptica de Jesús es típica de la de muchos otros personajes de su época, y en todo ello hay un fuerte sentido de inminencia. Antonio Piñero (un eminente filólogo) incluso me asegura que, gramaticalmente, el uso del adjetivo “este” en ese contexto, claramente denota a la propia audiencia.
            También se ha dicho que, en la versión de Mateo 24, inmediatamente después de este discurso, Jesús cuenta la parábola de las vírgenes, y la parábola de los talentos. En la primera parábola, unas vírgenes se preparan para recibir a un novio que tarda en llegar. En la parábola de los talentos, un señor da monedas a sus siervos, y mucho tiempo después, les pide cuentas. Esto, supuestamente, es indicativo de que Jesús expresa que la llegada del reino tardará.
            Marcos, el más temprano de los evangelios, no narra estas parábolas. Cabe sospechar que son más bien artificios posteriores de Mateo para disimular el retraso. O, en todo caso, como bien me señala Antonio Piñero, la intención de la parábola es asegurar que el fin no llegará en diez minutos, pero no propiamente anunciar que el fin llegará en un tiempo muy lejano en el futuro; después de todo, aunque con cierta demora, tanto el novio como el señor sí llegan, incluso mientras las vírgenes y los siervos, respectivamente, aún viven.
            Los teólogos liberales, como de costumbre, suelen tratar de disimular el espectacular fracaso de Jesús, postulando alguna de estas dos alternativas: 1) Todo es una gran metáfora; 2) Jesús no dijo eso, esas palabras en verdad proceden de sus discípulos.
            La primera alternativa es defendida principalmente por N.T. Wright. Según esta tesis, Jesús hablaba en parábolas, y cometemos un error al interpretar literalmente algo que, originalmente, era una metáfora de la llegada espiritual del reino de Dios a través del mensaje de amor de Jesús. Veo esto muy difícil de aceptar. Muchos de los otros predicadores apocalípticos de la época y ligeramente posteriores, incluido el mismo Pablo, tenían la expectativa de que todas esas cosas ocurrieran literalmente, y de ahí la urgencia en difundir el mensaje (sobre todo en el caso de Pablo). El error lo comete más bien Wright, al pretender presentar a una suerte de poeta alegórico al estilo de Platón, en el contexto marcadamente apocalíptico de la Palestina del siglo I.
            La segunda alternativa es defendida por J.D. Crossan, Marcus Borg y el Jesus Seminar. Jesús habría sido un maestro cínico itinerante, más interesado en mensajitos cortos y sencillos que tienen que ver con ética y cierto comentario político. A juicio de estos autores, el evangelio de Tomás es bastante temprano, y en tanto ese evangelio está desprovisto de contenido apocalíptico, cabe sospechar que el mensaje original de Jesús no era apocalíptico, y que el discurso del monte de los olivos, y otra prédica parecida, fue posteriormente añadido por los seguidores, quienes sí tenían expectativas apocalípticas.
            Veo esta alternativa más plausible que cualquier otra, pero sigue sin convencerme. En primer lugar, veo más factible que Tomás proceda del siglo II, precisamente por su cercanía con ideas gnósticas alejadas de la expectativa apocalíptica, las cuales ya se perfilaban mucho más en ese período.
            Además, ¿por qué Jesús, habiendo sido bautizado por un predicador apocalíptico, y habiendo vivido una época de profunda angustia social y expectativa de liberación, habría estado inmune a esta cosmovisión apocalíptica? Estos autores dicen que, el hecho de que Jesús busca alejarse de Juan el Bautista (diciendo que, en el reino, todos son más grandes que Juan; o también, diciendo que el Hijo del Hombre es glotón, mientras que Juan es asceta) es evidencia de que busca alejarse de su mensaje. Pero, yo no veo esto tan claro. Antes de Jesús, hubo predicadores apocalípticos, durante su prédica también, y después de su muerte, continuaron. ¿Cómo es que Jesús pudo ser la excepción? Mi sospecha más bien es que el alejamiento de Jesús respecto a Juan es un añadido posterior de los evangelistas para exaltar a Jesús como el mesías (una identidad que los cuatro evangelios sí aceptan) y colocarlo en superioridad respecto a Juan.
            No veo mal dedicar atención a las enseñanzas éticas de Jesús, y asimilarlas. Pero, sí veo mal tratar de disimular desesperadamente su gigantesco error. Hoy nadie disimula que Aristóteles defendió la esclavitud; no veo por qué debamos enfrascarnos en tratar de demostrar que Jesús no se equivocó en parte sustancial de su prédica. Por supuesto, se intenta una y otra vez disimular el fracaso de Jesús, porque quienes lo hacen, afirman su identidad divina. Pero, precisamente, el hecho de que sea tan evidente que estuvo equivocado, debería ser suficiente argumento como para rechazar ese estatuto.

martes, 13 de mayo de 2014

¿Por qué los niños se pasan a la cama de los padres?



            Mi esposa y yo tenemos un conflicto desde hace tiempo ya: nuestra hija mayor, de tres años, aún duerme en nuestro cuarto. Tiene una cama al lado de la nuestra. Pero, no sólo eso: es incapaz de quedarse dormida en su propia cama. Yo, como imbécil que soy, tengo que esperar a que se quede dormida con nosotros, y pasarla a su cama. Es, por supuesto, en vano, pues en la madrugada ella regresa a la cama. Como no puede ser de otra manera, mi esposa es alcahueta de todo esto.

            ¿Tiene miedo a los monstruos? No creo. Su cama apenas está a medio metro de la nuestra, pero con todo, aún así se pasa en la madrugada. ¿Necesita afecto? Quizás, pero eso me parece un chantaje, pues bastante afecto recibe de nuestra parte. ¿Por qué, entonces, se pasa en las madrugadas? Mi respuesta: porque no quiere que su madre y yo tengamos sexo.
            Los psicoanalistas han inventado todo tipo de teorías para explicar por qué los niños no quieren que los padres tengan sexo: envidias, temor, inseguridades, etc. Yo prefiero una explicación mucho más sencilla: la niña no quiere que los padres tengan sexo, porque llanamente, no quiere tener hermanos.
            En la especie humana, la infancia es una etapa especialmente vulnerable, y requiere de muchos cuidados por parte de los padres para poder sobrevivir. La llegada de un hermano supone una amenaza al monopolio de los cuidados recibidos. Y, puesto que en la evolución, son favorecidas aquellas conductas que propagan la persistencia de los genes del individuo que exhibe la conducta, es previsible postular que en la selección natural, han persistido genes que codifican hostilidad hacia los hermanos rivales, y al mismo tiempo, genes que codifican conductas para sabotear la actividad sexual entre los padres.
            En algunas especies animales, los individuos aún en su infancia matan a sus hermanos, más aún si no tienen el mismo padre (pues, en concordancia con la famosa regla de Hamilton, si un hermano apenas tiene el 25% de los genes, recibirá menos intensidad de altruismo que un hermano que tenga el 50% de los genes). No ocurre tal cosa en la especie humana, probablemente porque los humanos aún no son lo suficientemente maduros como para tener la destreza de matar a sus semejantes. Y, llegada ya la edad adulta, los hermanos dejan de ser rivales en el cuidado de los padres, y en vista de que ya no son una amenaza, no es ya ventajoso tratar de eliminarlos (al contrario, en tanto llevan 50% de los genes, conviene favorecerlos, aunque en ocasiones, pueden seguir siendo percibidos como una amenaza, y esto conduce al fratricidio).
            Pero, el infante humano, si bien no tiene un gen para propiamente matar a sus hermanos, seguramente sí tiene al menos algunos genes para sabotear la fertilidad entre los padres. El bebé succiona, no solamente para alimentarse, sino para asegurarse de que su madre siga lactando. La lactancia, como se sabe, es un método anticonceptivo muy eficaz.
            También el niño puede llorar en la madrugada, sólo para capar la atención. Según el antropólogo Nicholas Blurton Jones, esto puede ocurrir en cerca del 20% de las familias en sociedades urbanas, y es mucho más frecuente aún en familias de sociedades rurales. Y, por supuesto, si el niño ya está en capacidad de moverse por cuenta propia, buscará la manera de ir en el medio de los padres.
            Esto puede tener un condicionamiento cultural. La sociedad que valora el mimado de los niños, y el involucramiento de los infantes en las actividades de los padres, seguramente tendrá una mayor incidencia de este tipo de sabotaje. Supongo que en la sociedad victoriana (notable por su frialdad y severidad hacia los niños), este tipo de conductas no era tan común. Pero, yo tengo la sospecha de que esto tiene una firme base genética, y que ya nuestros ancestros en la sabana africana, se molestaban de no poder tener sexo con sus mujeres, porque llegaban los pequeños invasores a sabotear la intimidad. De esa manera, el infantis interruptus (así ha sido llamado por el politólogo Avi Tuschman) es parte de la naturaleza humana, y dudo de que podamos modificarlo significativamente. No hay otro remedio: los esposos tendrán que buscar otra hora del día para tener relaciones sexuales, o si no, tendrán que aguantar la abstinencia temporal impuesta por los dictadores infantiles.

jueves, 8 de mayo de 2014

Review of "Our Political Nature", by Avi Tuschman



Human races, anthropologists tell us, do not exist. There are two basic arguments for this. First, between one racial type and another, there is a long continuum, and it is impossible to abruptly point out where one race begins and the other race ends. Second, there is weak concordance among racial traits; black skin needn’t match curly hair, racial packages simply do not exist.

            For these reasons, race is not a very useful category when classifying human beings. And, it seems to me that, for similar reasons, it is not very adequate to place political opinions in the great dichotomy of liberals vs. conservatives. And yet, this is what, roughly, Avi Tuschman pretends to do in Our Political Nature.
            In political terms, Tuschman believes there are two races: the left and the right. Although he does not use the word “race”, he does have something similar in mind, inasmuch as he believes that political opinions are largely determined by our genes. I do not disagree with this part of his argument. He has successfully proven that political ideologies are robust throughout people’s lifetimes, and that they are most likely due to selective pressures in human evolution. But, I do disagree with the way Tuschman classifies opinions in the political spectrum, as well as the correlation he establishes with psychological traits.
            Anthropologists do not dispute that skin color is genetically determined for the most part. But, at the same time, anthropologists do dispute that this fact permits racial classifications. In the same manner, I do not dispute that political opinions have a considerable genetic bases. But, I do dispute that they are easily placed in a left vs. right continuum.
            This continuum is well known in popular culture. The right is authoritarian, religious, nationalist, militaristic, aggressive, paranoid, opposed to egalitarianism, sexually repressed, believes human beings are not cooperative, defends capitalism, and so on. In other words, the right is Glenn Beck (an unfortunate character that seems to be Tuschman’s favorite example). The left is more libertarian, secular, cosmopolitan, pacifist, rational, egalitarian, more sexually permissive, defends socialism, etc.
            Although this book is very well written, replete with funny and interesting examples, this dichotomy reveals Tuschman’s prejudices. The reader can easily tell that Tuschman’s sympathies are with the left, as he presents multiple strawmen of what the right is. In his account, the left is progressive, the right is retrograde. The left is cool, the right is stiff.
            Well, if things were only that simple! Political opinions, very much as racial traits, do not correlate as neatly as Tuschman pretends. We will find plenty of anomalies that, simply, do not fit. Was Christopher Hitchens on the right or on the left? If you support the invasion of Iraq on the grounds of bringing secularization to religious fanatics in the Middle East, what does that make you? What does being pro-life have to do with capitalism? What does favoring gay marriage have to do with believing that the rich should pay more taxes? It seems to me this is all part of a huge stereotype (very much as racial stereotypes work): to get some order out of an immense chaos of data, we cluster political opinions in two large groups, even though this may not adequately reflect reality.
            This is even more troublesome when Tuschman explores specific psychological traits of each ideology. Apparently, rightists watch neutral face expressions, and think those face expressions are actually menacing. So, rightists are paranoid, whereas leftists are not. Yeah, right. Who thinks 9/11 was an inside job; the right or the left? The fact that, in Michael Moore’s delusional Farenheit 9/11, conservative George W. Bush was the master of this gigantic and perverse plot, should be enough evidence that left has a great taste for conspiracy theories. Who is the real paranoid? Who talks about chemtrails, Frankenfood, the Bilderberg Group, and other paranoid delusions?
In Tuschman’s account, rightists are more prone to use sticks than carrots, because they believe the world is a hostile place. Following Lakoff’s work, Tuschman comes to the conclusion that conservatives’ violent rhetoric betrays their aggressive political style. Well, of course, if you cherry-pick, and choose Glenn Bleck as a clown of whom to make fun, then you can make this argument. But, this is a very biased choice. Is (Tea Party sympathizer) Ron Paul’s rhetoric aggressive? Not at all. Furthermore, one needs not to look very hard to find very aggressive left-wing rhetoric outside American politics. Che Guevara’s speeches were eerily violent. The very concept of class struggle reveals that most on the Left are not very interested in achieving goals giving away carrots. Sure, Glenn Beck goes around with bullet-proof vests, but so did Hugo Chávez: in fact, Chavez claimed (without any evidence whatsoever) that there were plans to assassinate him, in at least 15 different occasions.
Tuschman guides his account on the basis of the Right Wing Authoritarianism Test. Well, it seems to me this reveals some of his bias. This measure is based upon Theodor Adorno’s famous work on the authoritarian personality. Needless to say, Adorno was a leftist who (understandably) was very hostile to the right, after having gone through the Nazi experience. But, his ideas (and the test that he later inspired) are somewhat biased. Authoritarianism is a trait both of the right and the left. To say that socialists cannot be authoritarians is simply mistaken. In fact, socialism requires a strong government to legislate economic and civic life, and this eventually leads to authoritarian personalities.
There are many other tests to determine political leanings, and in some ways, I think they are more useful. Take, for instance, the Nolan chart favored by libertarians. Admittedly, this is a somewhat simplistic test. But, at least, it is very useful in making us understand that both the left and the right can be strong enemies of liberty. And, in this chart, someone who favors liberty in all its spheres, will be soft on crime (a liberal stand), yet at the same, will embrace capitalism (a conservative stand).
Furthermore, the collapse of the Soviet Union has changed things dramatically. In the good old days of the Cold War, things resembled closer Tuschman’s account. But, this is no longer the case. Today, one of the hallmarks of the “liberal” position is Anti-Americanism. And, in this regard, anyone who shows contempt for America and the West, is welcome among the comrades. Whether it is Yasser Arafat, Osama Bin Laden or Robert Mugabe, their images are stamped on t-shirts of “liberal” youth across university campuses all over America and Europe.
In fact, the defense of traditional liberal values has come to be, paradoxically, part of the conservative mainstream. If, as a secularist, you oppose the wearing of hijabs in public schools, you are a conservative. Hence, Nicholas Sarkozy is a conservative, wehereas a sympathizer of Islamic theocracies, such as Tariq Ramadan, is part of the left. If you oppose the harrsament of homosexuals in Russia, you are a rightist, for lefitists applaud Putin’s politics as a way to challenge American imperial arrogance (Putin is someone who surely scores very high on the Right Wing Authoritarianism Test, needless to say). If you support scientific literacy in Bolivia and oppose the teaching of nonsense indigenous ideas of the same caliber as creationism (such as Pacha Mama mysticism), you are a cultural imperialist, and hence, part of the “decadent right”: Evo Morales (someone who defends pre-Columbian retrograde ideas), instead, is a “progressive leftist”.
No wonder plenty of old-fashioned leftists have flirted with neoconservatives over the last few years. No wonder Bernard Henri Levy felt “left in darkness” (hence the title of his famous book, Left in Darkness, an obvious pun) by his old comrades. A couple of decades ago, Jean Francois Revel warned that what Americans call “conservative”, is actually what Europeans call “liberal”. Despite Tuschman’s brilliance in this book (and I won’t deny it is worth reading), he commits an ethnocentric mistake (curiously enough, he accuses the right of being more ethnocentric): he has a tendency to categorize the global political spectrum in terms of American labels. Sometimes it works, sometimes it doesn’t.

Language, of course, is a useful classification tool, and as Sapir and Whorf famoulsy claimed, it reflects a community’s interests: Eskimos have tens of words for “snow”, we only have one. For the most part, Americans have only two words for political ideologies, maybe because they have a bipartisan political system. But, the world is much more complicated than that. Over the last few decades, Americans have come to understand that humanity is not neatly divided among “Blacks”, “Whites” and “Orientals”. I surely hope that, soon, they will come to realize that, despite the stereotypical image of Glenn Beck, the political spectrum is much more complex than the simplistic “left-right” dichotomy.

martes, 6 de mayo de 2014

Sobre el republicanismo: a propósito de una conversación con Andrés Carmona



Conversé recientemente en mi programa de radio con el filósofo Andrés Carmona (abajo está el programa), a propósito del republicanismo. En tanto yo era el entrevistador y Andrés el invitado, como gesto de cortesía, no pude opinar mucho sobre los temas que tratamos. Carmona hizo aportes muy interesantes, y ahora quisiera comentarlos. En estos temas, yo estoy muy indeciso. Yo francamente quisiera opinar como Carmona, pues me conmueve el sufrimiento de los desposeídos, y me escandaliza ver que el 1% de la población acumula más del 90% de la riqueza. Pero, me incomoda darme cuenta de que, al menos en mi caso, esto es más una reacción emocional que racional, me cuesta encontrar justificación moral para defender varias de las posturas que Carmona defiende. Mi corazón es socialista, pero al escuchar los argumentos liberales, me cuesta ver dónde está sus fallas, si acaso las tienen .

            Carmona insiste en que una república es más que una mera ausencia de rey. Estoy de acuerdo. Es una “res publica”, una cosa pública, y eso exige que se conforme un sistema en el cual se tomen decisiones con la participación del colectivo. Pero, en su caracterización de este sistema de gobierno, Carmona parecía implícitamente defender la idea de que, si no se conforma un Estado socialista (o, al menos, un Estado de bienestar), no estamos en presencia de una república. Yo no comparto eso. Yo sí creo que es perfectamente viable articular una república liberal (de hecho, tanto en Europa como en América, las primeras repúblicas fueron liberales, no socialistas), e incluso, me parece que es la opción más conveniente.
            Le decía yo a Carmona que, si bien en la república debe haber participación colectiva, lo virtuoso debe ser no forzar a nadie a participar, pues de lo contrario, estaríamos incurriendo en una forma de paternalismo que fácilmente conduce a la opresión. Carmona aceptaba que esta objeción es sustanciosa, pero me señalaba que, en algunos casos, es necesaria la coerción estatal, pues quizás, nosotros no contamos con la suficiente madurez como para poder tomar decisiones adecuadas. Carmona me señala, por ejemplo, que a los niños les aburre la escuela, pero que todos los adultos agradecen que el Estado les impusiera la educación.
            En este ejemplo, no discrepo, y creo que un liberal convencional tampoco lo haría. Opino, junto a John Stuart Mill, que en el caso de los niños y los enajenados mentales, hay justificación para el paternalismo. Pero, cuando se trata de relaciones entre adultos que expresan su consentimiento, veo ya más difícil que el Estado pueda pretender conocer mejor qué es lo más conveniente para el individuo. Jugar en los casinos, tener sexo con una prostituta o beber un trago de ron ciertamente puede ser dañino, pero yo prefiero que, a no ser que yo misma pida que me controlen (pero sólo para mí, y no para los demás), el Estado no intervenga a prohibirme estas cosas.
            Carmona me comentaba que, en la república, el Estado debe poner sus límites en la dominación: sólo debe intervenir cuando unos dominen a otros. Yo no veo la dominación como algo intrínsecamente objetable. En toda sociedad, debe haber jerarquías y cadenas de mando para hacer operativa la ejecución de las decisiones. Veo objetable sólo aquella dominación coercitiva. Y, me parece que esto es una diferencia muy relevante. Si por vía contractual, dos individuos entran en una relación desigual, veo muy difícil que el Estado tenga autoridad moral para intervenir, bajo el pretexto de hacerlo más justo. La justicia, me parece, se pierde cuando se obliga a una persona, por vía de la coerción estatal, a hacer algo que va contra su voluntad.
Yo francamente veo difícil hablar de “explotación” en relaciones contractuales. En cambio, la explotación ocurre, me parece, cuando hay ausencia de consenso. Cuando el Estado interviene para obligar a alguien a hacer algo, se pierde el consenso.
Carmona me decía que, en la república, el papel del Estado es garantizar el máximo de libertades para todos. Y eso, opina él, implica intervenir para que, todos seamos libres en la satisfacción de muchas necesidades. El problema que yo veo en esto es que, para cumplir las libertades que Carmona invoca, hay que sacrificar libertades más fundamentales. El filósofo Isaiah Berlin apreciaba este problema, al distinguir entre “libertad negativa” y “libertad positiva”. La libertad negativa es la ausencia de coerción; la positiva, es el ofrecimiento de bienes y servicios. La dificultad, postulaba Berlin, es que muchas libertades positivas van en detrimento de las negativas. La libertad positiva del “precio justo” (regulado por el Estado), por ejemplo, va en detrimento de la libertad negativa que consiste en que el Estado no intervenga coercitivamente en las transacciones económicas voluntarias. A mí me parece que la libertad negativa es lo más fundamental, y que no debe ser sacrificada.
Le preguntaba yo a Carmona, ¿bajo qué justificación moral debo yo financiar el bienestar de los demás, si su desposesión no es directamente mi responsabilidad? Carmona me decía que desde el mismo liberalismo, es conveniente el subsidio a los más desposeídos y acercar a las clases sociales, pues la desigualdad genera inseguridad, conflictividad, etc. Yo estoy de acuerdo en que la desigualdad genera estos problemas. Pero, insisto, para evitar el paternalismo, la exigencia moral es que sean los mismos ciudadanos, por cuenta propia, quienes decidan esto, sin la coerción estatal. El comunismo me parece un sistema loable, siempre y cuando no sea impuesto, y no se incluya en la comuna a quien no quiera participar. Por ello, no creo que, bajo los parámetros del liberalismo, sea tan fácil encontrar justificación moral para la redistribución de la riqueza mediante el cobro de impuestos.
 Al margen del liberalismo, Carmona me dice que el Estado debe intervenir para garantizar mayores niveles de igualdad, a fin de que nadie pueda ser dominado con la oferta monetaria de los más ricos. De nuevo, yo acá veo difícil encontrar justificación para oponernos a una dominación, si ésta no es coercitiva. Si alguien se vende por una cantidad de dinero, obviamente algo le resulta atractivo en esa transacción, pues de lo contrario, no habría accedido a ella.
Al final, hasta ahora sólo me convence firmemente un argumento a favor de la redistribución forzosa de la riqueza. Se trata del argumento que apela a la suerte moral, según ha sido desarrollado por el filósofo John Rawls. Los liberales más duros creen que un mundo sin las distorsiones de la intervención estatal o el establecimiento de relaciones coercitivas, terminaría siendo justo, y que si hay desigualdades, éstas deben aceptarse, pues de lo contrario, se estarían violando las libertades más elementales, a saber, las libertades negativas.
Yo, en cambio, no opino que en una situación como ésta, el mundo sería justo. Pues, muchas de las desigualdades actuales no son meritocráticas, sino que son meramente fortuitas, y la mayoría proceden de una “suerte moral”. Los grandes magnates no suelen construir sus riquezas, más bien las heredan. ¿Hay mérito en la herencia? No. Una persona pudo haber sido muy talentosa y disciplinada, pero pudo haber sufrido un accidente que lo dejó en la ruina. Estas contingencias, opino yo (siguiendo a Rawls), sí justifican que el Estado ejerza su coerción para garantizar un mínimo de bienestar a todos los ciudadanos. Al final, en mi caso, sólo este argumento rawlsiano es el que me permite justificar, no la intervención en decisiones contractuales entre partes que expresan libremente su voluntad, pero sí la recaudación de impuestos para construir un Estado de bienestar, a fin de palmear las injusticias que acarrea la suerte moral.

lunes, 5 de mayo de 2014

¿Por qué las más bellas son las más brutas?




No sé si será propiamente un cliché sin fundamento, pero me adscribo a la idea de que la mujer perfecta no existe. Y, pareciera haber una suerte de oposición entre dos atributos: belleza e inteligencia. Las más bellas suelen ser las menos inteligentes. Esto ciertamente es explotado por la cultura pop en sus películas para adolescentes, pero yo me atrevo a especular que quizás haya algún dato científico relevante como respaldo.

            El CI de las modelos y estrellas de pornografía es notoriamente bajo. Basta con contemplar un concurso de belleza, en la fase de preguntas a las finalistas, para darse cuenta de que estas mujeres no son precisamente las más brillantes. ¿Por qué ha de ser así? Trataré de ofrecer una hipótesis.
            La belleza corporal, nos dicen los psicólogos evolucionistas, no es intrínseca. En la especie humana, un rasgo es considerado bello, sólo en la medida en que ofrece alguna ventaja en la selección sexual. ¿Por qué gustan los senos grandes? Porque permiten distinguir a la mujer joven (en la medida en que los senos grandes no se caigan), y por ende, fértil. ¿Por qué se considera bella una proporción específica entre cintura y cadera? Porque esa proporción hace más fértil a la mujer.
            Pues bien, muchos rasgos asociados con la belleza son propios de la neotenia, a saber, la retención de rasgos de la infancia. Aquellas mujeres que tienen estos rasgos infantiles logran despertar ternura en los hombres (pues, la ternura hacia los niños tiene una obvia ventaja evolutiva, en tanto la infancia requiere especial cuidado), y así, son consideradas bellas. Los ojos grandes son el ejemplo más emblemático: casi todas las modelos tienen este rasgo, lo mismo que los niños. Las narices pequeñas, la distancia entre los ojos y el cabello resplandeciente, son también rasgos asociados a la belleza adulta y a la neotenia.
            Los animales domésticos suelen tener rasgos marcadamente neoténicos. Esto no ha de sorprender. En la domesticación de animales, el hombre crió variedades que tuvieran conductas más dóciles. Los rasgos conductuales de la infancia son notoriamente más dóciles, y en ese sentido, con la domesticación, se fueron preservando variedades con más tendencia a la neotenia. Así, en la medida en que se preservaban conductas dóciles, como resultado colateral se iban preservando también rasgos neoténicos no necesariamente conductuales.
            Un famoso estudio en la domesticación de zorros confirma esto. A mediados del siglo XX, el genetista ruso Dimitir Belyaev buscó criar zorros en un intento de domesticación, y orientó la cría hacia la preservación de especímenes más dóciles. Al cabo de varias generaciones, Belyaev descubrió que, no sólo los zorros se volvían más mansos, sino que asumían también algunas características propias del perro doméstico, asociados con la neotenia: orejas caídas, ojos más grandes, rabo hacia arriba, etc.
            Pero, de forma un tanto sorprendente, los cerebros de estos zorros se hacían también más pequeños. Y, esto es algo que conocemos entre los animales domésticos: tienen cerebros más pequeños que sus contrapartes silvestres.
            ¿Implica esto que los animales domésticos son menos inteligentes que los silvestres? No necesariamente, pues la relación entre el tamaño del cerebro y el nivel de inteligencia no es tan clara. Pero, a no ser que el criador busque deliberadamente favorecer la inteligencia para cumplir algunas labores, no hay mucha presión selectiva para que los animales domésticos desarrollen inteligencia. En tanto son cuidados por los criadores, los animales domésticos pueden sobrevivir sin mayores niveles de inteligencia.
            Es plausible pensar que, a medida que se van reteniendo rasgos neoténicos, el nivel de inteligencia desciende. Los ojos se hacen más grandes, pero el cerebro se hace más pequeño. La conducta se hace más dócil, pero al mismo tiempo, ya no hay tanta presión selectiva para la inteligencia. Y, así, podemos extender estos datos a la belleza femenina: la selección sexual ha hecho que las mujeres con rasgos más neoténicos sean las favoritas en la elección sexual de los hombres. Pero, precisamente, el resultado colateral de la neotenia es un cerebro más pequeño y menor inteligencia.
            Por ello, entonces, las más bellas son las menos inteligentes. Se trata de una especulación, por supuesto, y es una hipótesis que debería manejarse con cuidado. Pero, procede de un razonamiento evolucionista, y a partir de ello, podemos plantearnos buscar formas de colocar a prueba esta hipótesis, y dejar que el peso de la evidencia la juzgue.

domingo, 4 de mayo de 2014

El nacionalismo étnico de Michael Hart



            En preparación para un libro que escribo sobre las razas humanas, he seguido la pista a American Renaissance. Ésta es una organización abiertamente racista que, bajo un barniz académico (que pretende alejarse de los grupos neonazis violentos), reúne a intelectuales en congresos que son virtualmente orgías de racismo pseudocientífico.
            En esas reuniones, se han dicho muchas barbaridades. Ahí, J.P. Rushton expuso varias veces su teoría de que los negros tienen cerebros pequeños, penes inmensos, son estúpidos, y hacen grandes proezas sexuales. Michael Levin también en varias ocasiones defendió la idea de que los negros no tienen disposición genética a la cooperación y fácilmente se exaltan (lo cual se manifiesta en el volumen tan alto con el cual hablan), y así, cuando se quejan por algo, los blancos se confunden al creer que los negros sufren mucho, cuando en realidad, no es más que una reacción exaltada ante un tema sin trascendencia.

            Pero, en medio de esa pornografía de argumentos decimonónicos típicos del racismo pseudocientífico, ha habido alguno que sí ha destacado. Michael Hart es de la idea de que, en un país como EE.UU., nunca habrá óptimas relaciones interraciales, y ya hay suficientes indicios de ello. Aun si no existen ya leyes que favorezcan la segregación, los negros se siguen casando entre sí (igual que los blancos), en los colegios rara vez un joven blanco es amigo de un joven negro, y sigue habiendo desconfianza mutua.
            A juicio de Hart, seguramente llevamos en nuestros propios genes una disposición a la xenofobia (según esta teoría, en la evolución, es ventajoso cooperar sólo con quien lleva nuestros genes, y en ese sentido no desarrollamos una disposición a ser caritativos con foráneos a nuestros grupos), y así, es muy difícil que haya convivencia entre distintos grupos étnicos.
            La solución de Hart es dividir a EE.UU.: un Estado para los negros, otro para los blancos, y otro para los hispanos. Frente a los patrioteros en Washington que se empeñan en mantener la unidad de su país, Hart más bien está dispuesto a prescindir de la identidad nacionalista tradicional, y abrirse a la conformación de nuevos países.
            En algunos puntos, simpatizo con Hart, pero no en todos. Hart ha comprendido adecuadamente que las naciones son construcciones sociales, y que no hay ningún impedimento para cambiar los límites. Las naciones no han existido desde tiempo inmemorial, y no hay necesariamente riesgos en redibujar mapas geopolíticos.
            Como Hart, yo creo firmemente en la autodeterminación de los pueblos, y opino que, si la población de un territorio manifiesta su voluntad de secesión respecto a un país, debe concederse ese deseo. En el siglo XIX, Abraham Lincoln obstinadamente se empeñó en mantener la unidad de su país, y su terquedad condujo a una sangrienta guerra civil que fácilmente pudo haberse evitado. Posturas como las de Hart, en cambio, están mucho más cerca del liberalismo: cada pueblo tendría la facultad de decidir a cuál país pertenecería.
            Ahora bien, el nacionalismo étnico de Hart me parece erróneo y peligroso. Hart parte de la idea de que es imposible que distintos grupos étnicos convivan armoniosamente en un mismo Estado. Hart señala algunos ejemplos históricos en los cuales la partición de un país en distintos grupos étnicos evitó guerras civiles (Checoslovaquia, Noruega-Suecia, India-Pakistán). Pero, hay muchísimos otros países multi-étnicos en los cuales las cosas parecen marchar bien (Suiza es el emblemático), de forma tal que es muy dudoso que, para poder funcionar acordemente, un Estado debe mantener homogeneidad étnica.
            Los argumentos evolucionistas que tradicionalmente se ofrecen para justificar este nacionalismo étnico (a saber, que la evolución nos ha programado a ser caritativos sólo con aquellos con quienes compartimos genes, y estamos programados a ser hostiles con miembros de otros grupos étnicos) tampoco convencen del todo. Pues, si bien existe aquello que ha venido a llamarse la “selección de parentesco”, este mecanismo propicia que seamos nepotistas con parientes cercanos, pero no que establezcamos una discriminación a partir del grupo étnico.
            Lo más preocupante del argumento de Hart, no obstante, es que su empeño en darle cumplimiento a la conformación nacionalista de los Estados a partir de la homogeneidad étnica, promueve las migraciones forzosas de aquellas minorías que quedan a la deriva. Al conformar el Estado para negros, los blancos tendrían que emigrar; en el Estado blanco, los negros tendrían que emigrar. Esta tragedia ya se vivió en 1947 cuando, tras la partición de la India, los hindúes tuvieron que emigrar a la India, y los musulmanes a Pakistán. En estas migraciones forzosas, murieron cerca de un millón de personas.
            Hart reconoce que estas migraciones forzosas generan víctimas, pero él las considera una vacuna necesaria frente al mal mayor de guerras civiles por motivos étnicos. Yo no comparto esa opinión. Ciertamente en muchos países hay peligros de conflictos étnicos, pero no son inevitables. Yo he visto de cerca la hostilidad de blancos y negros en EE.UU., pero también he podido comprobar que en América Latina, no existen esas tensiones entre blancos y negros (o, al menos, no al mismo nivel). Han sido más bien las peculiares circunstancias históricas de cada país lo que ha alimentado estos odios inter-étnicos. Esto, en cierto sentido, es una buena noticia: si las tensiones raciales se deben más a circunstancias históricas, entonces no están propiamente inscritas en nuestros genes, y sí existe la posibilidad de erradicarlas.
            Así pues, junto a Hart, opino que la secesión es un derecho que debe concederse a la población que mayoritariamente la exija. Pero, en las negociaciones frente a movimientos secesionistas, es inaceptable admitir que las mayorías que gobiernen los nuevos territorios, expulsen a minorías étnicas.